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domingo, 21 de noviembre de 2010

Mis poemas: Ella en la náusea del mundo


Grete Stern - El ojo eterno

Ella en la náusea del mundo
I
Ella lleva el rap atormentado
en la flor de su mirada
vagabunda.
El tic-tac
de su confundido corazón
murmura
al insomnio del mundo
como a un ojo ciego.
La vigilia
opaca el firmamento
augurando los espasmos
de este siglo que se quiebra
con sus pasos errantes.
Una ola
arremete contra la playa
de su voluntad
ahogando sus aullidos
de sirena afligida.
Su equilibrio
tan sólo un espejismo
de esqueletos que emergen
en la falsa orilla
de champán
disfraz de un mundo
cuyo llanto no cesa.
María Germaná Matta - En Madrid, a 20 de noviembre de 2010

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Mis cuentos: Alicia, la de enfrente

Nicoletta Ceccoli - Tree girl


Alicia, la de enfrente

Por las mañanas Alicia y yo íbamos juntas al cole, cargando nuestras respectivas maletas con cuadernos, libros y lápices de colores. Alicia y yo estábamos en clases distintas. Había días en que me sentía obligada a llenar el ruido de nuestras pisadas con palabras, Alicia agradecía mi esfuerzo un atento silencio, y otras permanecía a mi lado sumida en sus pensamientos. Alicia se había acostumbrado al sonido de mi voz, daba la impresión de que el trayecto era más corto y que pronto estaríamos frente a la puerta de la escuela. Cuando llegábamos, partía corriendo en busca de las chicas de mi clase y la dejaba tirada esbozando una breve sonrisa con un simple: “chao”. Es que a penas quedaban unos minutos para escuchar las últimas novedades de las chicas, el timbre siempre sonaba en lo sustancial de la charla.
Alicia vivía frente a mi casa, en el barrio de Balconcillo, en Lima, en una quinta unida por dos casas al final de un corredor, frente a frente se ubicaban 6 casas más. Su madre era una mujer parlanchina, se movía con lentitud arrastrando su inmenso cuerpo con optimista alegría, ella sabía que lo único que podemos palpar es el presente y siempre estaba lista para disfrutar lo que la vida le iba arrojando. Por las tardes nos tocaba la puerta, se sentaba junto a mi abuela en la cocina a tomar una tasa de té y procedía a contar sus inagotables historias; mientras que el padre de mi amiga trabajaba en Pisco, un pequeño pueblo costero, anclado en el deterioro del tiempo.
Nuestra amistad estaba ligada a esos pocos momentos compartidos en el transcurso del día a día. Jugábamos poco, a pesar de vivir una enfrente a la otra. Ella se ocupaba de las tareas de la casa, era su deber, se lo repetía su madre, Alicia con once años barría, trapeaba, ordenaba la casa, lavaba la ropa y planchaba. Por eso cuando la iba a buscar, tenía que esperarla un tiempo infinito en su habitación. Tenía dos hermanos mayores, uno ya trabajaba, era profesor de química, el otro andaba aún en la universidad. Ellos llegaban a la casa, a comer, ver la tele o leer el periódico, también realizaban trabajos relacionados con el estudio o el trabajo, pero en su tiempo libre se iban con sus amigos.
Una tarde cuando estaba esperándola, me detuve en la habitación contigua, la de su hermano, por debajo del colchón asomaba una revista, me acerque y la cogí, era una revista con dibujos de mujeres de grandes tetas, culos redondeados y cinturas extremadamente estrechas, parecían proceder del país de las curvas y esos hombres esbeltos y musculosos con pililas largas y duras como nabos, sobándose y lamiéndose unos a otros por todas partes, disfrutando como posesos. Cuando Alicia entró a la habitación me la arrancó de las manos con un grito severo:
  • ¡Esas revistas no son para nosotras!
Alicia sabía cosas que yo desconocía, en mí cabeza no dejaban de dar vueltas todas esas imágenes pero cada vez que le preguntaba fruncía el seño y su boquita permanecía sellada guardando celosamente los secretos del extraño mundo adulto. A veces la ayudaba con alguna tarea de la escuela, a pesar de que ella estaba en una clase superior, yo tenía 10 años, pero en mi casa se leía mucho. Mi madre era profesora, nos compraba libros con historias encantadoras, ella siempre repetía que lo más importante era una buena educación, además teníamos una gran enciclopedia con la historia del mundo y sus personajes, que tanto a mis hermanos como a mí, nos hacían volar la imaginación, retrocediendo en el tiempo y recorriendo lejanos países. Como Alicia no tenía tiempo, ni libros tan bonitos, yo la ayudaba con sus tareas, supongo que por eso me aguantaba.
Una tarde después de haber ayudado a Alicia a resolver algunas tareas del cole, ella estampa su nombre completo en un impreso para el cole, Alicia García Fernández.
  • ¿Qué? ¿De dónde has sacado ese segundo apellido? tus hermanos son García Gutiérrez, como tu madre.
  • Ese no es mi apellido, ya lo sé, dice mi madre que fue un error en la escritura de la partida de nacimiento, pero no puede rectificarla porque es muy caro y nosotros no tenemos dinero para esas cosas.
Nos quedamos calladas, Alicia tenía la mirada triste. Le propuse salir a la calle a comprar alguna golosina en el chino de la esquina, había unas galletas rellenas de chocolate que nos hicieron agua la boca, las compramos, abrimos el paquete y ambas saboreamos con deleite, dejando en el olvido, ese asunto.
La señora Gertrudis, la madre de Alicia como muchas tardes cruzaba la quinta para conversar con mi abuela, alguna vez nos traía alguna mazamorra, le gustaba mucho preparar dulces y a menudo escuchaba sus risas vigorosas provenientes del patio que daba a la cocina, el lugar más propicio para relatar una buena historia y compartir una tasa de té caliente o algún dulce casero. A mi abuela le gustaba recibir a doña Gertrudis, con sus historias sobre naturales, esos muertos que suelen habitar las casas antiguas, ellos según decía doña Gertrudis, tenían una vida paralela a la nuestra, por eso a veces se sentían sus pasos y sus quejas. Con frecuencia le decía a mi abuela.
- Es que hay gente con ojos de ver y oídos de oír.
A mí me daba miedo escuchar las historias de doña Gertrudis, por eso subía a seguir jugando en mi habitación de la segunda planta, pero una vez cuando baje a pedir un vaso de leche, escuché a mi abuela consolando a la señora Gertrudis que hablaba con voz rota. Me aproximé a la cocina sin hacer ruido y alcance a escuchar estas palabras:
- Se la tuve que quitar de los brazos. Que iba a hacer esa pobre muchacha con la pequeña, recién nacida. Además era mi nieta.
Con los oídos repletos de aquellas palabras, subí como una flecha a la isla de mi pequeña habitación. Me tiré al piso y pataleé con rabia, luego jalé de un brazo a Pilar, abrace con fuerza su cuerpecito de plástico. La cólera se fue diluyendo lentamente, mientras una garúa fina fue bañando a la ya maltrecha Pilar.

María Germana Matta – En Madrid, a 27 de abril de 2008