Alejandra Pizarnik de Luz María Aramburú
FRAGMENTOS PARA DOMINAR EL
SILENCIO
I
Las
fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través
de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña
densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a
la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida
en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos.
II
Cuando
a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo
hablo.
Las
damas de rojo se extraviaron dentro de sus máscaras aunque regresarán para
sollozar entre flores.
No
es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del
silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris.
III
La
muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema
y yo he de decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene
destino.
SORTILEGIOS
Y
las damas vestidas de rojo para mi dolor y con mi dolor insumidas en mi soplo,
agazapadas como fetos de escorpiones en el lado más interno de mi nuca, las
madres de rojo que me aspiran el único calor que me doy con mi corazón que
apenas pudo nunca latir, a mí que siempre tuve que aprender sola cómo se hace
para beber y comer y respirar y a mí que nadie me enseñó a llorar y nadie me
enseñará ni siquiera las grandes damas adheridas a la entretela de mi
respiración con babas rojizas y velos flotantes de sangre, mi sangre, la mía
sola, la que yo me procuré y ahora vienen a beber de mí luego de haber matado
al rey que flota en el río y mueve los ojos y sonríe pero está muerto y cuando
alguien está muerto, muerto está por más que sonría y las grandes, las trágicas
damas de rojo han matado al que se va río abajo y yo me quedo como rehén en
perpetua posesión.
III
(1962)
CAMINOS DEL ESPEJO
I
Y
sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto.
II
Pero
a ti quiero mirarte hasta que tu rostro se aleje de mi miedo como un pájaro del
borde filoso de la noche.
III
Como
una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia.
IV
Como
cuando se abre una flor y revela el corazón que no tiene.
V
Todos
los gestos de mi cuerpo y de mi voz para hacer de mí la ofrenda, el ramo que
abandona el viento en el umbral.
VI
Cubre
la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que
fuiste.
VII
La
noche de los dos se dispersó con la niebla. Es la estación de los alimentos
fríos.
VIII
Y
la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía,
recuerdo.
IX
Caer
como un animal herido en el lugar que iba a ser de revelaciones.
X
Como
quien no quiere la cosa. Ninguna cosa. Boca cosida. Párpados cosidos. Me
olvidé. Adentro el viento. Todo cerrado y el viento adentro.
XI
Al
negro sol del silencio las palabras se doraban.
XII
Pero
el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy
sola. Hay alguien aquí que tiembla.
XIII
Aun
si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y qué deseaba
yo?
Deseaba
un silencio perfecto.
Por
eso hablo.
XIV
La
noche tiene la forma de un grito de lobo.
XV
Delicia
de perderse en la imagen presentida. Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en
busca de quien soy. Peregrina de mí, he ido hacia la que duerme en un país al
viento.
XVI
Mi
caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar quién
me aguardaba no vi otra cosa que a mí misma.
XVII
Algo
caía en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa.
XVIII
Flores
amarillas constelan un círculo de tierra azul. El agua tiembla llena de viento.
XIX
Deslumbramiento
del día, pájaros amarillos en la mañana. Una mano desata tinieblas, una mano
arrastra la cabellera de una ahogada que no cesa de pasar por el espejo. Volver
a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender
lo que dice mi voz.
IV
(1964)
EXTRACCIÓN DE LA PIEDRA DE
LOCURA
Elles, les âmes (...), sont malades et elles souffrent
et nul ne leur porte remède;
elles sont blessées et brisés et nul ne les panse.
Ruysbroeck
La
luz mala se ha avecinado y nada es cierto. Y si pienso en todo lo que leí
acerca del espíritu... Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la
niebla, en el lugar de las ambiguas vecindades. No temas, nada te sobrevendrá,
ya no hay violadores de tumbas. El silencio, el silencio siempre, las monedas
de oro del sueño.
Hablo
como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra
que atestigua que no he cesado de morar en el bosque.
Si
vieras a la que sin ti duerme en un jardín en ruinas en la memoria. Allí yo,
ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy
debajo de la hierba. No sé los nombres. ¿A quién le dirás que no sabes? Te
deseas otra. La otra que eres se desea otra. ¿Qué pasa en la verde alameda?
Pasa que no es verde y ni siquiera hay una alameda. Y ahora juegas a ser
esclava para ocultar tu corona ¿otorgada por quién?, ¿quién te ha ungido?,
¿quién te ha consagrado? El invisible pueblo de la memoria más vieja. Perdida
por propio designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace
doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas
tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella,
tu solo privilegio. En un muro blanco dibujas las alegorías del reposo, y es
siempre una reina loca que yace bajo la luna sobre la triste hierba del viejo
jardín. Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la
rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu
médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus
huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu
traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla
del silencio.
De
repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide
respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de
arma de defensa, o aun de ataque. Parecía el Eclesiastés: busqué en todas mis
memorias y nada, nada debajo de la aurora de dedos negros. Mi oficio (también
en el sueño lo ejerzo) es conjurar y exorcizar. ¿A qué hora empezó la
desgracia? No quiero saber. No quiero más que un silencio para mí y las que
fui, un silencio como la pequeña choza que encuentran en el bosque los niños
perdidos. Y qué sé yo qué ha de ser de mí si nada rima con nada.
Te
despeñas. Es el sinfín desesperante, igual y no obstante contrario a la noche
de los cuerpos donde apenas un manantial cesa aparece otro que reanuda el fin
de las aguas.
Sin
el perdón de las aguas no puedo vivir. Sin el mármol final del cielo no puedo
morir.
En
ti es de noche. Pronto asistirás al animoso encabritarse del animal que eres.
Corazón de la noche, habla.
Haberse
muerto en quien se era y en quien se amaba, haberse y no haberse dado vuelta
como un cielo tormentoso y celeste al mismo tiempo.
Hubiese
querido más que esto y a la vez nada.
Va
y viene diciéndose solo en solitario vaivén. Un perderse gota a gota el sentido
de los días. Señuelos de conceptos. Trampas de vocales. La razón me muestra la
salida del escenario donde levantaron una iglesia bajo la lluvia: la mujer—loba
deposita a su vástago en el umbral y huye. Hay una luz tristísima de cirios
acechados por un soplo maligno. Llora la niña loba. Ningún dormido la oye.
Todas las pestes y las plagas para los que duermen en paz.
Esta
voz ávida venida de antiguos plañidos. Ingenuamente existes, te disfrazas de
pequeña asesina, te das miedo frente al espejo. Hundirme en la tierra y que la
tierra se cierre sobre mí. Éxtasis innoble. Tú sabes que te han humillado hasta
cuando te mostraban el sol. Tú sabes que nunca sabrás defenderte, que sólo
deseas presentarles el trofeo, quiero decir tu cadáver, y que se lo coman y se
lo beban.
Las
moradas del consuelo, la consagración de la inocencia, la alegría inadjetivable
del cuerpo.
Si
de pronto una pintura se anima y el niño florentino que miras ardientemente
extiende una mano y te invita a permanecer a su lado en la terrible dicha de
ser un objeto a mirar y admirar. No (dije), para ser dos hay que ser distintos.
Yo estoy fuera del marco pero el modo de ofenderse es el mismo.
Briznas,
muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche. Y en mi sueño un
carromato de circo lleno de corsarios muertos en sus ataúdes. Un momento antes,
con bellísimos atavíos y parches negros en el ojo, los capitanes saltaban de un
bergantín a otro como olas, hermosos como soles.
De
manera que soñé capitanes y ataúdes de colores deliciosos y ahora que tengo
miedo a causa de todas las cosas que guardo, no un cofre de piratas, no un
tesoro bien enterrado, sino cuantas cosas en movimiento, cuantas pequeñas
figuras azules y doradas gesticulan y danzan (pero decir no dicen), y luego
está el espacio negro —déjate caer, déjate caer—, umbral de la más alta
inocencia o tal vez tan sólo de la locura. Comprendo mi miedo a una rebelión de
las pequeñas figuras azules y doradas. Alma partida, alma compartida, he vagado
y errado tanto para fundar uniones con el niño pintado en tanto que objeto a
contemplar, y no obstante, luego de analizar los colores y las formas, me
encontré haciendo el amor con un muchacho viviente en el mismo momento que el
del cuadro se desnudaba y me poseía detrás de mis párpados cerrados.
Sonríe
y yo soy una minúscula marioneta rosa con un paraguas celeste yo entro por su
sonrisa yo hago mi casita en su lengua yo habito en la palma de su mano cierra
sus dedos un polvo dorado un poco de sangre adiós oh adiós.
Como
una voz no lejos de la noche arde el fuego más exacto. Sin piel ni huesos andan
los animales por el bosque hecho cenizas. Una vez el canto de un solo pájaro te
había aproximado al calor más agudo. Mares y diademas, mares y serpientes. Por
favor, mira cómo la pequeña calavera de perro suspendida del cielo raso pintado
de azul se balancea con hojas secas que tiemblan en torno a ella. Grietas y
agujeros en mi persona escapada de un incendio. Escribir es buscar en el
tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la
pierna. Miserable mixtura. Yo restauro, yo reconstruyo, yo ando así de rodeada
de muerte. Y es sin gracia, sin aureola, sin tregua. Y esa voz, esa elegía a
una causa primera: un grito, un soplo, un respirar entre dioses. Yo relato mi
víspera. ¿Y qué puedes tú? sales de tu guarida y no entiendes. Vuelves a ella y
ya no importa entender o no. Vuelves a salir y no entiendes. No hay por donde
respirar y tú hablas del soplo de los dioses.
No
me hables del sol porque me moriría. Llévame como a una princesita ciega, como
cuando lenta y cuidadosamente se hace el otoño en un jardín.
Vendrás
a mí con tu voz apenas coloreada por un acento que me hará evocar una puerta
abierta, con la sombra de un pájaro de bello nombre, con lo que esa sombra deja
en la memoria, con lo que permanece cuando avientan las cenizas de una joven
muerta, con los trazos que duran en la hoja después de haber borrado un dibujo
que representaba una casa, un árbol, el sol y un animal.
Si
no vino es porque no vino. Es como hacer el otoño. Nada esperabas de su venida.
Todo lo esperabas. Vida de tu sombra ¿qué quieres? Un transcurrir de fiesta
delirante, un lenguaje sin límites, un naufragio en tus propias aguas, oh
avara.
Cada
hora, cada día, yo quisiera no tener que hablar. Figuras de cera los otros y
sobre todo yo, que soy más otra que ellos. Nada pretendo en este poema si no es
desanudar mi garganta.
Rápido,
tu voz más oculta. Se transmuta, te transmite. Tanto que hacer y yo me deshago.
Te excomulgan de ti. Sufro, luego no sé. En el sueño el rey moría de amor por
mí. Aquí, pequeña mendiga, te inmunizan. (Y aún tienes cara de niña; varios
años más y no le caerás en gracia ni a los perros.)
mi
cuerpo se abría al conocimiento de mi estar
y
de mi ser confusos y difusos
mi
cuerpo vibraba y respiraba
según
un canto ahora olvidado
yo
no era aún la fugitiva de la música
yo
no sabía el lugar del tiempo
y
el tiempo del lugar
en
el amor yo me abría
y
ritmaba los viejos gestos de la amante
heredera
de la visión
de
un jardín prohibido
La
que soñó, la que fue soñada. Paisajes prodigiosos para la infancia más fiel. A
falta de eso —que no es mucho—, la voz que injuria tiene razón.
La
tenebrosa luminosidad de los sueños ahogados. Agua dolorosa.
El
sueño demasiado tarde, los caballos blancos demasiado tarde, el haberme ido con
una melodía demasiado tarde. La melodía pulsaba mi corazón y yo lloré la
pérdida de mi único bien, alguien me vio llorando en el sueño y yo expliqué
(dentro de lo posible), palabras buenas y seguras (dentro de lo posible). Me
adueñé de mi persona, la arranqué del hermoso delirio, la anonadé a fin de
serenar el terror que alguien tenía a que me muriera en su casa.
¿Y
yo? ¿A cuántos he salvado yo?
El
haberme prosternado ante el sufrimiento de los demás, el haberme acallado en
honor de los demás.
Retrocedía
mi roja violencia elemental. El sexo a flor de corazón, la vía del éxtasis
entre las piernas. Mi violencia de vientos rojos y de vientos negros. Las
verdaderas fiestas tienen lugar en el cuerpo y en los sueños.
Puertas
del corazón, pero apaleado, veo un templo, tiemblo, ¿que pasa? No pasa. Yo
presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de
órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo
tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a
largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la
desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas
y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es
soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de
un templo olvidado. Si celebrar fuera posible.
Visión
enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la madrugada
los huesos te dolían. Tú te desgarras. Te lo prevengo y te lo previne. Tú te
desarmas. Te lo digo, te lo dije. Tú te desnudas. Te desposees. Te desunes. Te
lo predije. De pronto se deshizo: ningún nacimiento. Te llevas, te sobrellevas.
Solamente tú sabes de este ritmo quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos
uno a uno, gran hastío, en dónde dejarlos. De haberla tenido cerca, hubiese
vendido mi alma a cambio de invisibilizarme. Ebria de mí, de la música, de los
poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba
el llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran
silencio?
Fragmentos de: Extracción
de la piedra de la locura
En
este vídeo la actriz Ingrid Pelicori interpreta un fragmento de su texto
poético "Extracción de la piedra de locura" que integra el libro
homónimo, publicado en 1968.
Excelente video! Gracias por compartirlo, nunca lo había visto.
ResponderEliminarUn abrazo.
Precioso!!! Aquí te envío un texto que escribí sobre la Pizarnik
ResponderEliminarLA DAMA DESOLADA
De ser una adolescente acomplejada por su gordura, su baja estatura, su tartamudez, Alejandra Pizarnik pasó a convertirse en la mujer iluminada que se aferró a las palabras para crear su propio personaje mítico en las tinieblas. Nacida en 1936 en un hogar donde se hablaba yiddish, nada hacía presagiar que aquella gordita asmática llena de acné, que se atiborraba de anfetaminas para bajar de peso y que sin embargo no podía evitar comer sándwiches de mortadela escondidos en el delantal, con el tiempo sería tocada por la mano seductora de la poesía, la cual le daría una vía de escape y, al mismo tiempo, una llave hacia la tortura. Desde que se supo virtuosa para este oficio, nadie la detuvo en su afán por llegar a ser bendecida, y para ello se fue amamantando de Rimbaud, de Lautréamont, de Artaud, e inició el recorrido escabroso para encontrar su auténtica voz que la llevaría inexorablemente hasta la muerte.
Con inestabilidades emocionales en el diario vivir, a los diecinueve años, con la plata del padre, publicó su primer poemario, La tierra más ajena, del cual abjuró, y luego dos poemarios de los que no estaba tan conforme, antes de viajar a París donde trabajaría en sus obras más viscerales. «Sé que soy poeta y que haré poemas verdaderos, importantes, insustituibles», escribió en una carta dirigida a su amigo León Ostroy, y agregaba: «Me preparo, me dirijo, me consumo y me destruyo. Tal vez si me encerraran y me torturaran y me obligaran mediante horribles suplicios a escribir dos poemas maravillosos por día, los haría». La suerte ya estaba echada para esta poeta intranquila y era imposible volver la vista atrás. En medio de esporádicos trabajos («sitios infames para ganarme el duro pan de cada noche») y estudios de literatura francesa, Alejandra fue incubando sus textos en los que «mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie». La tarea era ardua, pero ella no daba su brazo a torcer, no cejaba en su empeño, a la vez que sus desequilibrios empezaban a manifestarse y la «pequeña sonámbula» los consignaba en su diario: «Anoche tomé agua hasta las tres de la madrugada. Estaba un poco ebria y lloraba. Me pedía agua a mí como si yo fuera mi madre. Yo me daba de beber con asco», y días después escribía: «Desperté viéndome como un cuerpo sin piel, una llagada», sola en su domicilio parisiense.
Ya para entonces, tras varios años de ingerir pastillas para adelgazar, su cuerpo al fin había adquirido el volumen que esperaba, y solía andar en el departamento con ligeras ropas para contemplarse, sin dejar de anotar sus impresiones: «Me saqué los pantalones y subí a la silla para mirar cómo soy con el suéter y el slip; vi mi cuerpo adolescente; después bajé y me acerqué nuevamente al espejo: Tengo miedo, dije. Revisé mis rasgos y me aburrí. Tenía hambre y ganas de romper algo. Me dirigí a la mesa y quise escribir un poema pero temí aumentar el desorden de los libros y papeles. Me mordía los labios y no sabía qué hacer con las manos. Me asustaba saberme andando por la piecita desordenada, con la boca devorándose y la memoria petrificada».
Rigurosa en su labor literaria, no se daba un respiro para salir del abismo creador que se había impuesto, por eso cada vez era más dura consigo misma. Ni la amistad de Cortázar (con quien solía encontrarse a menudo), ni sus lecturas continuas y las traducciones que hacía lograban apaciguarla. Las exigencias por llegar a la exactitud sobrepasaban sus fuerzas. «Hablas literalmente», se reprochaba en su diario. «No obstante, se te comprende mal. Es como si la perfecta precisión de tu lenguaje revelara en cada palabra un caos que se vuelve más evidente en la medida en que te esfuerzas por ser comprendida». Las noches para esta dama solitaria indudablemente no tenían paz.
De regreso a Buenos Aires, Alejandra publicó lo que serían sus obras más celebradas, Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura y El infierno musical, pero su espíritu permanecía alterado, algo en ella iba cediendo a los desalientos, a las inquietudes, a pesar del reconocimiento que empezaba a cosechar, del halago y las palmas de que era objeto. «Tengo miedo», continuó anotando en su diario. «Todo en mí se desmorona. No quiero luchar, no tengo contra quién luchar». Su vida se partía en dos: por un lado estaba la poeta talentosa, leída, tertuliana; por otro, la mujer perturbada e inestable, sin dominio de sus propias sensaciones. El oficio de escribir ya era un arte familiar para ella; sin embargo, dejaba vestigios dentro de sí. En una de sus últimas cartas le confidenció a su «cercanita» Ivonne Burdelois: «Ahora sé un poquito más (por eso ya no me siento a la mesa y rumio horas y horas un adjetivo de algún poema). Sé un poquito más, comprendo algo más; y sí, es tan terrible y viviente y vibrante esto que alienta en esto que ahora soy. No sé en qué me he convertido». Y a esta dubitación se agregaba la dificultad de convivir con los demás, que ya la había hecho notar en su diario cuando confesaba «este no saber dialogar, esta imposibilidad de acceder a los otros, sean personas vivas, sean autores. Esta imposibilidad de ver a los demás como seres humanos (nunca miro a los ojos de nadie o si lo hago es para buscar aprobación)».
Luz y sombra se intercalaban en Alejandra para llevarla de la quietud a la tormenta, del silencio al miedo, mientras la vida se le iba escapando de las manos y la realidad convencional jugaba con ella a las escondidas. Recibió becas, ganó concursos, era entrevistada en diarios y revistas, pero la que respondía y vivía todo aquello era el personaje, no la mujer que asistía a terapia y redactaba misivas a sus amigos para sentirse mejor. Hasta que un día no pudo más y preparó el ritual mortuorio de su despedida: una madrugada de septiembre de 1972 maquilló a sus muñecas, escribió su último texto que al final decía «no quiero ir nada más que hasta el fondo» e ingirió cincuenta pastillas de seconal que la condujeron en sueños a la eternidad. Alejandra había cruzado el umbral de la noche sin retorno de la que tanto había escrito. Su evocación continua le abría finalmente los brazos para cobijarla en su lecho. Aquel último acto fue también su más caro poema. Ella, por fin, al igual que sus admirados Lautréamont y Rimbaud, se había convertido en una artista maldita.
CARLOS RENGIFO