Claude Monet - nenufares
Al otro lado del paraíso
Sus ojos se iluminan mientras sonríe, pero él permanece ahí, ajeno a nosotras. Su vida oscila en un interminable presente al otro lado del paraíso. Stéphanie, su madre, lo arrulla cada noche mientras le canta una canción. Alexandre tiene 5 años, el brillo alegre de sus azules ojos la llena de ternura, mientras afuera el cielo oscurece de repente, lanza sus quejidos y la lluvia cae con fuerza sobre su corazón turbado.
A duras penas lográbamos que diera unos pasos, lo parábamos y una vez de pie lo tomábamos de ambas manos y lo arrastrábamos lentamente. Uno, dos, tres torpes pasos, luego se tiraba al suelo y se sentaba, una vez más su mirada quedaba suspendida.
Alternaba mis clases de francés con el cuidado de Alexander. Por las tardes, iba directamente al colegio a recogerlo. Sus profesores me ayudaban a quitarle el mandil y a meterlo en el carrito, él se dejaba manipular como un muñeco de trapo, llevaba una gran sonrisa pegada al rostro. El colegio quedaba en los bajos de una colina, en el barrio de Val d’Or, en las afueras de París, para regresar a casa tenía que empujar el carrito subiendo la colina. A duras penas avanzaba, cada cierto trecho me paraba, respiraba profundamente y continuaba. A veces, cogía una gran bocanada de aire, me armaba de valor y subía el carrito corriendo; las ganas de llegar a casa pronto me daban el impulso y una extraña sensación me oprimía el pecho y me llenaba de desasosiego. Y, súbitamente, Alexandre lanzaba una carcajada larga de placer. Lamentablemente, el combustible no duraba mucho tiempo y mis piernas flaqueaban y perdían el ritmo. De un sopetón me paraba, inmediatamente un quejido atonal salía de su boca y movía su redondo cuerpo en desorden con fuerza. Una vez más recomenzaba mi ascenso a ritmo normal mientras Alexandre se iba calmando.
La familia vivía en la planta baja de un elegante edificio. Tenían acceso a un coqueto y acogedor jardín. Desde lo alto de la colina divisábamos una diminuta torre Eiffel. Algunas tardes de primavera el cielo anaranjado iluminaba París como en una tarjeta postal y desde la ventana contemplaba embelesada la imagen.
Stéphanie trabajaba cerca de la casa, se desempeñaba como administrativa en una empresa informática en el barrio de La Défense. Era optimista y alegre, cuando llegaba a casa, lo primero que hacia era ir corriendo a abrazar a Alexandre, él la recibía con su sonrisa indiferente. Luego, se me acercaba y conversábamos, hablábamos de todo y de nada y siempre me preguntaba lo que quería comer al día siguiente. Poco a poco se fue enterando de mis preferencias y compraba generosamente todo lo que me gustaba, incluyendo esos postres innombrables de la exquisita pastelería francesa. Al marido lo vi una vez, trabajaba como ingeniero en una empresa de alta tecnología y siempre andaba de viaje por el mundo.
Cuando me dirigía a Alexandre lo hacia con dulzura y lo dejaba jugar o mecerse sobre sí mismo. A veces, su mirada se quedaba fija en la pantalla de la televisión, parecía que estaba muy concentrado mirando su programa favorito, pero si cambiaba de canal, sus ojos permanecían estáticos. Casi nunca protestaba, salvo cuando queríamos cambiarlo de ropa o desnudarlo para el baño. Le gustaba la bañera y solía dejarlo sentado con todos sus juguetes, yo me quedaba en la sala escuchando música pero atenta a sus movimientos. A cada momento entraba a ver lo que hacía. A veces lo encontraba jugando alegremente con sus excrementos. En esos momentos hacia tripas corazón y me armaba de valor y sacaba la caca con la mano, una a una y la tiraba al wáter. A veces me daban arcadas, sentía un asco profundo y cuando terminaba me frotaba las manos con jabón una y otra vez hasta dejarlas rojas tratando de desaparecer el menor rastro de excremento. Inmediatamente después, quitaba el tapón de la bañera y dejaba correr el agua amarilla, abría la llave de la ducha y lo enjuagaba varias veces, luego lo jabonaba y lo enjuagaba con abundante agua. Repetía la operación hasta que sentía que el niño había quedado limpio otra vez. Hacia un esfuerzo por calmarme sino el niño lanzaba un aullido muy largo. Poco a poco aprendí a seguir su ritmo y a liberar de mi interior la ternura de la compresión.
Una tarde Stéphanie me pidió que cuidara al niño hasta las 12 de la noche, la habían invitado al cumpleaños de una de sus colegas de oficina. Yo acepte, lo único que le pedí fue que no se retrasara ya que quería marcharme en el último tren.
La tarde del viernes llegó y, tal y como convenimos me quedé con Alexandre. Jugamos un buen rato y luego del baño lo acosté. Se quedó dormido plácidamente y, a las doce de la noche estaba lista para salir corriendo en busca del último tren, sólo que Stéphanie no llegó. Cuando hube perdido el último tren me senté en el sofá cama a esperarla. La noche se hizo eterna.
A las cuatro de la madrugada abrió la puerta, entró sin hacer ruido, con los tacones en la mano, yo me levante furiosa del sofá. Le dije que la había estado esperando desde las doce, y que mi novio me esperaba en casa, ella respondió:
- Lo siento.
Luego una estrepitosa carcajada salió de su boca. Tenía aliento a alcohol y repitió:
- Lo siento. No se como ha podido pasar. Por favor, sirve dos whiskys, bebamos un poco, charlemos.
Sigo enfadada pero obedezco sin protestar. Voy por los whiskys, me siento a su lado en el sofá cama del salón. Ella continúa riendo y pronuncia frases sueltas e incoherentes. Luego con una sonrisa alza su copa:
- Por Antoine. Por su abandono. Pon música, a mi también me gusta bailar.
Tenía miedo de despertar a los vecinos, pero mucho más de despertar a Alexandre, por eso cerré la puerta de su dormitorio, él dormía profundamente. Tal como ella quería puse un disco para bailar. Me senté a su lado y sorbí un trago de whisky.
- Tengo miedo. A veces por las noches cuando estoy sola temo que algo me pase y nadie se ocupe de Alexandre. Antoine siempre está de viaje. Cada vez lo veo menos, ahora esta en China en un gran proyecto. Tampoco cuento con mi familia ni con la de él. Cada cual vive su propia vida. ¡Vive la France!
Me jala la mano con repentino entusiasmo y me dice:
- Bailemos.
Bailamos un momento, trato de concentrarme en el baile para aliviar la tensión y finjo un poco de alegría, pero ella me abraza y rompe en llanto. Yo le hablo con aquella ternura con la que me dirijo a los niños, la llevo a su habitación, busco su pijama y la ayudo a quitarse la ropa y luego a ponérsela. Cuando está lista, me coge la mano y me lleva a la habitación de Alexandre. Se agacha, le da un beso, por unos instantes su rostro se ilumina. Le cojo la mano y la arrastro una vez más a su habitación. La acuesto, la tapo y suplica por última vez:
- No me dejes sola.
Con voz bajita como un suspiro que nace de adentro.
- Me quedaré hasta que te duermas. Shhhhh. Duerme, no me iré.
Me siento al borde de la cama, la acomodo y pega su cabeza a mis caderas. Le acaricio la frente y los cabellos, inmediatamente después, le cantó la misma canción que a Alexandre cuando quiero que se duerma, tan sólo un susurro para invocar el sueño. Poco a poco, mi voz se funde en el silencio y su rostro se relaja, mientras sus pensamientos se pierden en la oscuridad de la madrugada, la misma en la que habita Alexandre.
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