Música para sordos, escultura de Leonora Carrington - foto de Antonio Cristerna
La dama de acero
Me quedé dormida con un libro entre las manos debajo de un árbol situado al fondo del jardín. De pronto, mi mente se fue iluminando por figuras de animales, primero vino Rufus, el perro de la residencia que comenzaba a mover sus mandíbulas, reclamando quién sabe, qué cosa. Luego vino Maximim, un canario amarillo, revoloteaba confuso sobre volando mi cabeza en círculos, como tratando de darme algún mensaje. No comprendí sus mensajes y como no les hacia caso se marcharon, Rufus se fue al interior de la residencia y Maximin se elevó dejando su inconfundible estela amarilla.
Vivo en un antiguo convento, mi familia me dejó aquí hace algunos años, cuando ya no les fui útil. Ahora bordeo los 100. No escucho, ya que soy sorda de nacimiento, pero mis ojos siguen fuertes, leer me abre ventanas, bocanadas de aire fresco en un entorno salvaje donde siempre hay algo que descubrir.
El árbol de este jardín es confortable, tiene el tronco ancho y sus ramas me ofrecen una sombra amplia, me ampara del sol y de la presencia de los otros, aunque muchas veces, su presencia está cargada de rabiosas sensaciones.
Las monjas de la residencia no nos dejan asomarnos al jardín pasada las 6 de la tarde, pero antes que llegue la hora señalada, me deslizo hacia el fondo donde se encuentra mi árbol, a pesar que mis piernas caminan con torpeza, me gusta sentarme bajo su sombra con un libro entre los dedos y así mi tarde está garantizada. Nadie sabe que estoy aquí, somos tantos en la residencia que difícilmente notan mi ausencia.
Las monjas de la residencia no nos dejan asomarnos al jardín pasada las 6 de la tarde, pero antes que llegue la hora señalada, me deslizo hacia el fondo donde se encuentra mi árbol, a pesar que mis piernas caminan con torpeza, me gusta sentarme bajo su sombra con un libro entre los dedos y así mi tarde está garantizada. Nadie sabe que estoy aquí, somos tantos en la residencia que difícilmente notan mi ausencia.
Cuando la luz se va, me introduzco con astucia por una pequeña puerta que comunica con la residencia, es una puerta antigua que ya nadie utiliza, cruzo algunos pasillos desiertos, luego abro la puerta que me permite reunirme con los otros. Siempre llego justo antes de la cena, así nadie nota mi ausencia.
A veces, me quedo tendida bajo la sombra del árbol, siento que el cansancio me envuelve y mis parpados comienzan a pesarme, el libro se desliza de mis manos, luego llega Maximim, se posa sobre mi hombro y vuelvo a sonreír; Rufus se sienta a mi lado con la cabeza atenta. Entonces, la dama de acero se desliza de una de las ramas del árbol, tiene formas delicadas y dedos tan largos que parecen hechos para acariciar cuerdas o teclas, lleva consigo un arco y cuando su rostro se inclina levemente, sus dedos hacen vibrar las cuerdas invisibles de su precioso arco, un sonido suave y armonioso revolotea en mi cabeza y mi corazón da un vuelco embelezado, Rufus y Maximin también comparten este éxtasis. Todas las tardes me escabullo y la espero, a ella, la dama de acero, con otro de sus brevísimos conciertos.
María Germana Matta, en Valdepeñas a 4 de agosto de 2011
Esculturas de Leonora Carrington - fotos de Antonio Cristerna
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