Tarcila do Amaral - Abaporu (1928)
La tristeza que aún no se ha visto
A
Carmen Abalos.
Como la bitácora de un viaje qué va a
ninguna parte,
cada día algo escribo.
Seguramente se cosecha todo aquello que
se siembra
Y como yo sembré alaridos,
hoy los aullidos se escuchan por todos
lados.
Ya no soy mía.
Quiero hacerme transparente
un día cualquiera,
para que quede claro
que todas las ciudades me fueron
indiferentes.
No así los árboles,
la espuma,
los caminos.
Yo soy la vendedora de colores,
soy la flor qué abre por una noche.
Soy la tristeza que aún no se ha visto.
Soy la lágrima incesante,
el agua que emana de las grutas que
no han sido bendecidas.
Soy el glaciar que se quiebra
para convertirse en lago eterno.
La que busca un lugar donde dormir y encajar
los huesos
donde derrumbarse y dejar de latir,
un lugar no más grande que el nido de
una paloma.
Soy el ala rota de quien espera
orgullosa y serena la muerte.
Sangre de paloma que se cayó del nido.
Olor a líquido amniótico.
Debo recoger y rescatar con mis manos,
el liquido diseminado de mi propio
nacimiento.
NITROGLICERINA
Nadie ama realmente a los poetas. La
gente les huye como a los prestamistas, los enfermos de tuberculosis. Se
acercan un poco, para ver de qué están hechos, si son reales, si sangran. El
instinto les avisa que es mejor alejarse. Los poetas llevan consigo las llaves
de la muerte. Cargan cajas con tubos de nitroglicerina como los trenes del
lejano Oeste. Cualquier movimiento en falso puede provocar un desastre.
Hay que tener buen pulso y nervios de
acero para ser poeta. No puedes perder de vista la mercancía, eres un esclavo
de ella. A pesar de eso, la gente los mira de lejos y los envidia un poco. No
cualquiera juega con la vida y la muerte todos los días. No cualquiera ve. No cualquiera
cree sin ver. No cualquiera se hunde en la piscina de los tormentos sin saber
nadar. Es un trabajo más noble que cortarles la luz a quienes no pagan sus
cuentas o ser Ministro de Cultura. Los poetas al menos, sienten amor por lo que
hacen. A pesar de eso, nadie los ama.
También están los otros, esas personas
a quienes nunca le gustaron los trenes.
Sólo
el rock
Cuando me falta el aire y pienso a
quién heredaré mis pertenencias.
Cuando despertar es un tormento, pero
aún así me disfrazo y salgo.
Cuando el filtro de los colores falla y
todo aparece como en realidad es, blanco y negro.
Cuando mi pecho es un caballo desbocado
dispuesto a matar.
Cuando abro las compuertas del odio,
para ganar unos segundos más de oxígeno.
Cuando camino por la calle lamentado la
ausencia de un calibre 38 en mis bolsillos.
Cuando los veo y ellos saben que mi
desprecio por sus almas es superior a mi hambre.
Cuando la idea de morir devorados por
una aurora boreal me perece demasiado benevolente.
Cuando no tengo más alternativa que
saltarme el proceso e ir directo a la ejecución.
Cuando me doy cuenta de la milésima
diferencia que existe entre alguien que lee a Artaud y una rata.
Cuando compruebo una vez más que las
monedas no solucionan el problema de la pobreza.
Cuando mi desprendimiento es violento,
peor aún que una muerte no anunciada.
Cuando las hienas se acercan y no las
reconozco
Cuando los buitres me sobrevuelan en
círculos
Cuando hacerlo todo vuelve a servir
para nada.
Cuando debo retroceder y apretar los
dientes
Cuando no siento el peso de abandonarlo
todo
Cuando me olvido de la contemplación
y acuño mi revancha en el silencio
Cuando camino por los bordes
Y desprecio los árboles
la lluvia
el sol
el aire
el mar
y la sangre.
Entonces sólo el rock y nada más que el
rock.
(Santiago de Chile, 9 de marzo del 2012)
16
Al fin y al cabo
fuiste una especie de devastación.
Un calor infernal
unos años de sequía,
la tierra se fue partiendo sin remedio.
Pero ni la luz de tu calor
perdonó a mis ojos sin pupilas.
Y aquella explosión,
que ingenuamente pensé,
había provocado cadenas de radio y
televisión
para ser transmitida,
fue apenas vista
por dos o tres hoteles vacíos
hoteles de invierno
con comedores fantasmales
y desayunos con jugo de naranja.
La explosión se diluyó.
Fui por momentos un payaso que sufría
convulsiones
dentro de todas las oficinas de pagos
de consumo
y encima de todas las fronteras,
mientras tú saltabas amablemente en los
techos
de las casas de los ricos.
Y cuando por fin el ruido pasó
y la oscuridad sucumbió,
me descubrí sentada y temblando
con la cabeza entre las rodillas,
como el único sobreviviente agusanado
en esta especie
de zona de desastre.
(De El salvavidas lleva mi nombre,
1994)
Bibliografía
Marcela Muñoz Molina nació en Puerto Natales, Chile
en 1967. Ha publicado los libros "Angeles y limusinas" (1989);
"El salvavidas lleva mi nombre" (1994); Sus textos han sido publicados
en la antología "Poetas jóvenes de Chile", Universidad de Concepción
(1998); "Antología insurgente, la nueva poesía magallánica", de Pavel
Oyarzún y Juan Magal (1998).
Fuente y más poemas:
Felicitaciones por tu Blog, me encantó pasar de visita.
ResponderEliminarCariños.
me encanta esta poeta.
ResponderEliminarbesos, maría*
Gracias Adriana, gracias Rayuela por dejar sus comentarios.
ResponderEliminarMuchas gracias por la publicación. Un gran abrazo desde Santiago de Chile.
ResponderEliminarMarcela Muñoz Molina.
Un placer inmenso compartir tus poemas exquisitos.
ResponderEliminarUn abrazo desde España.
María