Páginas

jueves, 14 de febrero de 2013

Hilda Díaz, prosa poética


 Fotografía: T. Rucker

El origen de mi amor

Ahora que nunca,
sólo a mí me toca
darles vuelta a los niños
la cara.
Diana Bellessi

¿Cuál es el origen de mi amor? ¿ la fría mano de la madrugada y los pies descalzos? No, no deambulé calles, ni pedí comida. No, no dormí bajo el cielo de la luna ni a su amparo. No me atacaron ráfagas falazmente iluminadas. No hubo espejitos de colores que nublaran mi memoria. Es sólo que me pregunto ¿cuál es el origen de mi amor? Entonces sé que debo retroceder. Para poder mirar de frente a la niña que no fui. Tomar su cara entre mis manos. Y encontrar su mirada. Internarme por los agujeros de su alma. Dar vuelta la cara a la niña que fui. A las niñas que quise ser. A las otras niñas que me habitaron y a las que han amado. Pero sobre todo a mí, a esta que fui y que soy. Fui la niña a la que, brazos en pleno juego, arrojaron al aire. Sin embargo, nadie estuvo para la caída libre desde el cielo. Desde entonces, todo afecto es un abismo.


Todo afecto es un abismo

El origen de mi amor es el silencio. El camino del dolor, por eso brota en capas sucesivas cuando hablo. ¿ El amor se aprende ante la ausencia de amor? El alma es un músculo, decía el padre de Kafka y lo decía mi padre. Aprendí a silenciar. Ninguna emoción. Mi alma aplastada contra las paredes de la caja muscular. Sólo cobijada por el calor rojo, lánguido y pegajoso. No supe que se podía llorar. Aguas contenidas y desbordadas pero siempre dentro de mí. Filosa hoja de la lanza. Yo estaba seca por fuera, inundada por dentro. Era un cactus que asilaba a una selva. Un pequeño embrión al que nadie quiso y sin embargo, sobrevivió. A las guerras cruentas de las pinzas. Le doy vuelta la cara a ella. La sobreviviente. Esta niña que me dice que desde entonces, todo afecto es desolación


Todo afecto es desolación.

El origen de mi amor son las madrugadas heladas. La casa enorme con tantas puertas y ventanas y sin ninguna salida. Mi mirada en dirección a la luz de la noche. Los dibujos de las sombras en la pared. Mis manos arañando la piel. El dolor externo que exorciza al interno. Y siempre lo justifica. Dibujaba monigotes en el vidrio. Sus largos dedos no alcanzaban para la caricia. Con una tijera los recortaba en miles de fragmentos invisibles. Las mismas cuchillas que me partieron en dos. Perdí la mitad de mí. La otra mitad es la que habita en la mente de los demás. Lo que se espera. Lo que se imagina de mí. La niña-mitad que me dice que todo afecto es desilusión


Todo afecto es desilusión

El origen de mi amor...Sólo a mí me toca, dar vuelta la cara a la niña que fui. Entonces nacerá la niña que no fui Su otra mitad.

DESTINOS

A veces el mundo me devuelve
la visita del tiempo -afable pero firme-
que reclama su parte del león.
P. Vinderman

A veces suelo pensar en el valor de las palabras, en sus diferentes matices, sus distintos niveles de llegada. Siempre dije que son cajas vacías que uno rellena de acuerdo a cada circunstancia y contexto. Tienen también distintas categorías y pueden enmascararse tan sutilmente que, es posible, que uno mismo ni siquiera las pueda reconocer en el momento de escribir.

Pensaba en mis palabras, en la forma en que las escribo y las ordeno. En mi imperiosa necesidad de ellas, en esa búsqueda incesante de hallar la más justa, la que resuma todo o casi todo. Busco la brevedad pero no sólo eso, busco la brevedad más intensa. Porque demasiadas palabras me abruman, me angustian. Y porque sé que lo mejor, lo más bello, lo más intenso  se dice con muy poco.

Y regreso ahora, a esas palabras manuscritas. Esas hojas de papel que enfrentaba aun, con algo de valentía. No podía entonces, escribirlas en procesador. Necesitaba tener cerca mis propias manos, el roce de los dedos sobre el papel. Dejar en las tramas de celulosa pequeñas marcas, códigos escondidos detrás de las letras. Tenía todo eso una impronta especial. Escribía automáticamente, como un pájaro debe salir de su jaula. Sin saber, sin conocer su destino.

Sin embargo, cada línea, cada trazo, cada espacio y cada dibujo tenían marcada una dirección. Era su mirada. El destino siempre fueron sus ojos. Entonces, evitaba todo riesgo poético. No permitía otro lector ni otra lectura. Y cuando las palabras no me alcanzaban retornaba a un viejo atajo que solía usar cuando era niña: el dibujo. Asomaban por lo tanto, figuras simbólicas, algunas geométricas y otras sin nombre que se deslizaban desde mis dedos rápidamente antes de que mi, siempre hábil conciencia, las pudiera convertir en otra cosa.

Cada texto lo guardaba porque no lo leía más. Sentía mucho temor de enfrentar su lectura. Sabía sobradamente que leerlos me llevaría a mirar cara a cara el deseo. Eran mis propias palabras y sin embargo, las temía. Me temía yo. Encontrarme con lo que hoy sé y que evité reconocer durante tanto tiempo. Supongo que en algún momento esta certeza debe haber cruzado mi vida. Alguno de esos textos en apariencia tan simples y desordenados, contenía la llave secreta y estuvo en mis manos. Y la pude ver. Entonces huí.

El lenguaje poético fue mi salvación. Encontré la forma de decir aquello que de otra manera no hubiese podido decir. La poesía completa vacíos. Uno escribe desde esos lugares que no pudo cerrar. Y de alguna forma transmuta todo el dolor en una rara clase de belleza. Cuando mi alma se pliega por el temor, el poema la libera. Y me permite que ella se exprese. Pero a la vez, sé que a medida que el poema avanza yo me alejo. Huyo a través de canales invisibles y desaparezco.

Ahora, sentada frente a frente con la palabra desnuda y sin recursos poéticos, no puedo evitar regresar a  su mirada. Quizás el lugar desde el cual nunca he partido. O sí y logré perderme en cielos equivocados y oscuros. Debí entregarme y flotar en sus brazos. No resistirme, debí saber lo que sé en este momento de revelación. A lo genuino se regresa siempre. Es imposible evitar su presencia. Se va acomodando en cada pliegue de la piel. En cada aroma y sensación. Son dedos suaves y cálidos que rozan el cuello y los ojos se van cerrando, dulce y pausadamente. Son esas manos amplias a cada lado de mis mejillas. Y mis alas en busca del deseo.

“Debí decir te amo/ pero estaba el otoño haciendo señas/ clavándome sus puertas en el alma” Juan Gelman

Debo decir algo yo frente a sus ojos, algo sin nombre para no asustarme y dar vuelta la cara. Algo para que las palabras que le están destinadas no necesiten de máscaras. ¿Serán éstas las que impidan mi huida? ¿Aun cuando sienta que puede haber algo clavándome sus puertas en mi alma? ¿Quizás una verdad que cierre las horas del verano?
Debo decir algo frente a sus ojos. Y será la palabra que contenga al más infinito de los silencios.

Razones

“Vivir a esperar nada
a interrogar besos
a noches bañadas en la sangre de las colinas y los errores"
E. Molina

Una vez, hace ya bastante tiempo, fui a ver un espectáculo de marionetas. Era para adultos. Pero quería mirar con mis ojos cansados lo que quizás vi y sentí cuando nada tenía el sabor del pecado. Cuando el mundo se repetía siempre de la misma forma. Y la soledad y la muerte eran sólo una palabra.

Era un ambiente, despojado y oscuro. De pronto, en el más absoluto silencio, descendió una enorme jaula de madera. Quedó suspendida de la nada, justo en el corazón del escenario. Parecía que nadie la habitaba. Sin embargo, al poco tiempo comenzaron a caer motitas rojas. Intensas. Caían con una lentitud desesperante. De pronto, pude dejar de mirar el trayecto que describían en el aire, para darme cuenta de que no caían por cualquier parte. Todas coincidían en una misma zona. Al mirar el piso del escenario pude reconocer una enorme mancha,  que para mi horror, no estaba formada por cientos de partículas rojas. Era una inmensa superficie pareja y brillosa. Todo en mí comenzó a temblar. Nunca supe cómo terminó la obra. Me paré y salí a toda velocidad, buscando el aire necesario para poder volver a respirar. Evitando escuchar la voz de la perturbación. Sonora y ausente.

…”nosotros envidiamos a las mujeres en el proceso de generar la vida, de sentir cada momento de un ser dentro de ellas…” Dijo un amigo, al pasar. Pensé que ese hombre debía tener quien lo ame y a quien amar. Debía haber conocido las fases completas y haberlas vivido con intensidad. Pero no conoció, sin dudas, el otro lado de la luna. Su lado oscuro. Este que apareció sin previo aviso, este recuerdo tan cercano. Esta historia...

Se despertó cuando recién salía del quirófano. Sus lunas comenzaron ahí y la vida dentro de ella, bajo la atenta mirada de los ojos de un microscopio. Dos embriones. Uno casi muerto.  ¿Qué se hacía con un embrión que no estaba ni del todo vivo ni del todo muerto? Sólo implantarlo. Por ética no más. El otro embrión parecía querer vivir. Pero sin muchas posibilidades. Ella sintió a ese pequeño disco celular que la habitaba, como una mina terrestre. Unos días más tarde regresó a su casa y a la cama en la que permanecerían  las restantes lunas. El milagro aun dentro, casi cobijado. Pero no por mucho tiempo. Se aproximaba el fin de sus fases lunares. Una noche se despertó empapada. Un poco por desesperación, otro poco por cobardía, por una inmensa soledad, por dolor, no miró. Luego, una ambulancia. Y todo el olor de la ausencia.

Cuando regresó a su casa, miró alrededor. Estaban ambas, tan vacías. Atravesadas por el frio mortal del abandono. Dentro de sí misma, un gran agujero rojo. Afuera, el nido deshabitado y vacío de hombre. El había donado su esperma. Sólo eso. Pero el amor y las caricias no nadan en un líquido espeso. Y todo el desamor en cada ángulo de la casa. Se dirigió a su cuarto. Aun permanecían las sábanas, las mismas. Las sacó de la cama, las anudó prolijamente y las metió hacia el fondo de una bolsa de nylon negra. Y la tiró a la basura. Luego, se sentó sobre el colchón desnudo. Y lloró. No por él, el pequeño embrión. No por el hombre y su cobardía. Lloró por ella. Por toda la soledad. Por todo el desamor. Por toda la estupidez.  ¿Qué le quedaba a una mujer cuando ya casi no le quedaba nada? Ningún embalsamador podría rellenar tanto vacío. Imborrable agujero rojo. Y a falta de un dueño, un ángel de la guarda se convirtió en piedra junto a su puerta.

Biografía
Hilda Díaz nació en Buenos Aires, Argentina en 1956. Poeta.
Es botánica y ha trabajado en ciencia (CONICET). Tiene publicados numerosos trabajos en su especialidad, en diversos medios científicos tanto nacionales como internacionales.
Durante algunos años se dedicó al trabajo científico y al literario. Tiempo más tarde abandonó el quehacer científico para dedicarse en exclusivo a su verdadera pasión: la literatura y en especial la poesía.
Participó de numerosos talleres literarios y publicó algunos de sus poemas en revistas literarias gráficas y digitales.
Obtuvo el segundo premio en poesía en el concurso de la SADE (Zárate) en 2009, el primer premio en cuento organizado por la Sociedad Italiana de Morón, entre otras menciones.
Ha publicado un libro de poemas Transparencias (Ed. Tersites, 2010). Tiene inédito: Punto de fuga.
Actualmente coordina talleres literarios en Caballito,  Constitución y Flores.
Fue jurado en el certamen de Poesía: Certamen Nacional y Local " Pedro Ballester", organizado por Los Poetas del Encuentro"
Miembro de APOA (Asociación de poetas argentinos).

Fuente: su blog



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu huella