Imagen de la red
Gallos
A
las cuatro en el oscuro azul plomizo
oímos
el primer canto
del
primer gallo
justo
bajo el plomizo azul
de
la ventana,
y
enseguida en la distancia
hay
un eco, después otro
en
la ventana del patio trasero,
y,
con horrible insistencia, hay otro
como
una cerilla húmeda al raspar
desde
el campo de brócolis, y al prender
se
añaden todos sobre la ciudad.
Abundantes
gritos
vienen
desde la puerta del lavabo, desde el suelo
cubierto
de excrementos del gallinero,
donde,
en el azul borroso, sus susurrantes esposas admiran
los
gallos que preparan su pata cruel
y
ferozmente miran
con
estúpidos ojos,
mientras
ascienden desde sus picos
los
incontrolados, tradicionalmente gritos.
Desde
el fondo de los hinchados pechos
cubiertos
de medallas verde y oro,
proyectan
dominar y aterrorizan al resto,
a
las numerosas esposas que viven
-cortejadas,
despreciadas-
sus
vidas de gallina.
Del
fondo de sus gargantas horteras
es
lanzada una orden sin sentido
por
toda la ciudad. Un gallo se regodea
al
surgir por encima de nuestras camas
desde
oxidados cobertizos
y
viejos somiers que hacen de vallas,
por
encima de nuestras iglesias
donde
está posado el gallo de hojalata de la veleta,
por
encima de nuestras norteñas casas de madera,
saliendo
en tropel desde las laterales
y
embarradas calles,
trazando
unos mapas como los de Rand McNally:
alfileres
son cabeza de cristal,
otros
de aceite, purpurinas,
verdes
de cobre, azules de antracita,
cada
uno un activo
desplazamiento
en la perspectiva.
Cada
uno gritando: “¡Aquí es dónde yo vivo!”
Cada
uno gritando:
“¡Levántate!
¡Basta ya de sueños!”
Gallos:
¿Cuál es vuestro proyecto?
Vosotros,
a los que los griegos elegían
para
cazar en lo alto de un poste, que luchabais
cuando
os sacrificaba, vosotros a quienes se referían
cómo
“Muy combativos…”,
¿Qué
derecho tenéis a decirnos
cómo
hemos de vivir y a darnos órdenes?
¿A
gritar “¡Aquí!, “ “¡Aquí!”,
y
despertarnos aquí,
donde
somos amor no deseado, vanidad, guerra?
La
corona de rojo puesta
sobre
vuestra pequeña cabeza
la
carga toda ella vuestra combativa sangre.
Sí,
esa excrecencia da una presencia
más
viril que toda esa vulgar
y
bella iridiscencia.
Ahora
en el aire,
uno
contra el otro, cada dos de ellos luchan.
Cae
una primera, inflada pluma,
Y
uno está volando,
con
harapiento heroísmo desafiando
hasta
a la sensación de agonizar.
Y
el otro ha caído pero todavía
sobre
la ciudad
sus
arrancadas y sangrantes plumas van a la deriva.
Y
lo que cantó ya no importa.
Es
arrojado al montón de gris ceniza,
en
el estiércol reposa
con
sus esposas muertas, con los ojos abiertos, ensangrentados,
mientras
las plumas metálicas
se
van oxidando.
El
pecado de San Pedro fue más grave
que
el la Magdalena
que
fue sólo un pecado de la carne;
la
caída de Pedro es espiritual,
bajo
la brusca luz de las antorchas
entre
“ciervos y oficiales”.
La
vieja y sagrada escultura,
pasado
y futuro, todo lo junta
en
una pequeña escena:
Cristo
está asombrado,
Pedro
–dos dedos levantados
hacia
los labios sorprendidos- y ambos como hipnotizados.
Pero
entre los dos
se
ve un pequeño gallo esculpido
en
una deslustrada columna de travertino
que
tiene al pie la explicación:
gallus canit, flet Petrus.
Hay
la ineludible esperanza, el pivote.
Sí,
y ahí es donde las lágrimas de Pedro
corren
hacia abajo por nuestro gallo
y
adornan su espolón.
Con
las espesas lágrimas, una incrustación
como
en una reliquia medieval,
él
espera. Pobre Pedro, enfermo corazón,
todavía
no puede adivinar
que
aquellos gritos de gallo ya no son la consagración
de
que su espantoso gallo significa perdón,
una
nueva veleta en la basílica
y
en el granero,
y
que en el exterior de Letrán
siempre
habría un gallo de bronce
sobre
un pilar de pórfido
de
forma que la gente y el Papa,
pasado
mucho tiempo, puedan ver
que
incluso el Príncipe de los Apóstoles
había
sido perdonado, y para convencer
a
toda la asamblea
de
que no todos los gritos de los gallos
son
“Niega niega niega”.
En
la mañana
hay
una débil luz que está flotando
en
el patio de atrás, y va dorando
los
brócolis desde abajo,
hoja
por hoja.
¿Cómo
pudo la noche acabar en llanto?
Se
dora el diminuto,
flotante
vientre de la golondrina,
y
las líneas de nubes rosadas en el cielo,
el
preámbulo del día,
como
las vetas errantes del mármol.
Los
gallos son ahora casi inaudibles.
El
sol sigue subiendo
“para
ver el final”,
fiel
como el enemigo, o el amigo.
Elizabeth Bishop
Versión: D. Sam Abrams y
Joan Margarit
Roosters
At four o’clock
in the gun-metal blue dark
we hear the first crow of the first cock
just below
the gun-metal blue window
and immediately there is an echo
off in the distance,
then one from the backyard fence,
then one, with horrible insistence,
grates like a wet match
from the broccoli patch,
flares, and all over town begins to catch.
Cries galore
come from the water-closet door,
from the dropping-plastered henhouse floor,
where in the blue blur
their rustling wives admire,
the roosters brace their cruel feet and glare
with stupid eyes
while from their beaks there rise
the uncontrolled, traditional cries.
Deep from protruding chests
in green-gold medals dressed,
planned to command and terrorize the rest,
the many wives
who lead hens’ lives
of being courted and despised;
deep from raw throats
a senseless order floats
all over town. A rooster gloats
over our beds
from rusty iron sheds
and fences made from old bedsteads,
over our churches
where the tin rooster perches,
over our little wooden northern houses,
making sallies
from all the muddy alleys,
marking out maps like Rand McNally’s:
glass-headed pins,
oil-golds and copper greens,
anthracite blues, alizarins,
each one an active
displacement in perspective;
each screaming, “This is where I live!”
Each screaming
“Get up! Stop dreaming!”
Roosters, what are you projecting?
You, whom the Greeks elected
to shoot at on a post, who struggled
when sacrificed, you whom they labeled
“Very combative ...”
what right have you to give
commands and tell us how to live,
cry “Here!” and “Here!”
and wake us here where are
unwanted love, conceit and war?
The crown of red
set on your little head
is charged with all your fighting blood.
Yes, that excrescence
makes a most virile presence,
plus all that vulgar beauty of iridescence.
Now in mid-air
by twos they fight each other.
Down comes a first flame-feather,
and one is flying,
with raging heroism defying
even the sensation of dying.
And one has fallen,
but still above the town
his torn-out, bloodied feathers drift down;
and what he sung
no matter. He is flung
on the gray ash-heap, lies in dung
with his dead wives
with open, bloody eyes,
while those metallic feathers oxidize.
St. Peter’s sin
was worse than that of Magdalen
whose sin was of the flesh alone;
of spirit, Peter’s,
falling, beneath the flares,
among the “servants and officers.”
Old holy sculpture
could set it all together
in one small scene, past and future:
Christ stands amazed,
Peter, two fingers raised
to surprised lips, both as if dazed.
But in between
a little cock is seen
carved on a dim column in the travertine,
explained by gallus canit;
flet Petrus underneath it.
There is inescapable hope, the pivot;
yes, and there Peter’s tears
run down our chanticleer’s
sides and gem his spurs.
Tear-encrusted thick
as a medieval relic
he waits. Poor Peter, heart-sick,
still cannot guess
those cock-a-doodles yet might bless,
his dreadful rooster come to mean forgiveness,
a new weathervane
on basilica and barn,
and that outside the Lateran
there would always be
a bronze cock on a porphyry
pillar so the people and the Pope might see
that even the Prince
of the Apostles long since
had been forgiven, and to convince
all the assembly
that “Deny deny deny”
is not all the roosters cry.
In the morning
a low light is floating
in the backyard, and gilding
from underneath
the broccoli, leaf by leaf;
how could the night have come to grief?
gilding the tiny
floating swallow’s belly
and lines of pink cloud in the sky,
the day’s preamble
like wandering lines in marble.
The cocks are now almost inaudible.
The sun climbs in,
following “to see the end,”
faithful as enemy, or friend.
Fuente: Elizabeth Bishop –
Obra poética – Traducción y notas D. Sam Abrams y Joan Margarit – Editorial Egitur
/ Poesía
¡Qué maravilla esta mujer! Yo me quedé con "El arte de perder" y me estaba perdiendo esto y todo lo demás que ha de tener en su haber. Una verdadera bendición hoy abrir mi ventana a la virtualidad y encontrarme con este poema que cala tan hondo.
ResponderEliminar¡Muchas gracias por difundirlo, María Germaná!
Un saludo!
Fer
María,
ResponderEliminarGracias a "El arte de perder" conocí la obra de Elizabeth Bishop, supongo que por eso siempre vuelvo a su poesía.
Un abrazo
Es un poema que se va leyendo con ansia de seguir leyendo y no se acabe.
ResponderEliminarUn beso, María
Carmela,
ResponderEliminarEs un poema muy interesante. y un punto de vista se percibe al gallo como personaje machista imponiendo sus reglas, va pasando por la historia del propio gallo y su relación con las gallinas hasta la historia de el Apóstol Pedro y la negación a Cristo.
Una lectura interesante propio de Elizabeth Bishop.
Un abrazo
¡Ah! Simpática veleta de Gallo. :)
ResponderEliminarMuy entretenida la lectura de tu material.
Gracias Alexander Strauffon.
ResponderEliminarSaludos
Cuanta metáfora que golpea fuerte una realidad tan honda de raíces tan largas que nos traslada a fuentes de ayeres, antepasados presentes y miedos callados. Gracias por compartir a tan bella poesía.
ResponderEliminarGracias Amanda, Elizabeth Bishop sabe retratar una realidad, esa sociedad patriarcal que tanto daño ha hecho.
ResponderEliminarUn abrazo