imagen de Hajime Sawatari
Misa
del árbol
Al despegarse del árbol tomó por
la callejuela, que iba empinada y en tramos y hechas con baldosas rudas. Al
rato, pasaban
las mujeres; jóvenes y viejas eran iguales bajo los negros
hábitos y la trenza.
Al que las partía por la mitad
desde la nuca al ano.
Vio que eran flacas como bien
sabía. Con pechos gruesos, aunque no se veía. Algunas los llevaban sueltos y
expuestos. Había tenido varias. Esa tarde iba de caza, también. Ellas, como
siempre, no lo miraban. El sol estaba aún radioso.
De pronto, una se perfiló en la
altura, luego se puso de frente y empezó a bajar. Él empezó a esperarla. Como
si hubiese salido
a esperar a Una.
Cuando Una estuvo más cerca, se
encandiló. Se dijo: -Quiero atrapar a Una.
Ella pasó delante de él y para
mejor vio que bajo el pollerón negro, relampagueaba una enagua de papel rosado.
Los vuelos
de la enagua hacían un bisbiseo,
un susurro. Como si la enagua fuera el diablo. -Una -le dijo- Venga a mí,
coneja, señora Una.
Venga al árbol.
A las veras estaban los tazones,
(del tiempo de las reinas), era porcelana transparente, con un zapallo dentro,
una albahaca,
un cebollón emperlado. Él vio eso
vagamente, como si todo hubiese quedado ya sin precisar.
Señora Una miraba en otro jarrón
y miraba mucho:
-Tiempo Violena, dijo. Y él no
añadió nada. Pero adentro de eso, del jarrón, iba una caballa con caracolillos
insertos
que se la comían viva. Tal vez,
dijo él, esto a la señora caballa dé placer. Es casi seguro que los
caracolillos, al comerla,
hacen de maridos.
(Y ¿cómo habría nacido esa
caballa? ¿Habría llovido? No lo percibió).
La pálida mujer opinó que sí, que
la señora caballa tendría gusto en eso. Que ella era de buen oído y la oía
gemir.
Su cara era en forma de almendra.
Llevaba desde la oreja colgada la consabida cuchara de té. Es una virgen,
entonces.
Qué almíbar. Pero, no dejó de
temer.
-Venga, señora. El árbol está
cerca. Allá podrá quitarse los negros velos, decía sin sacar ojo de lo que
había debajo, el revoltijo hechizado, el vuelo de las hortensias.
Con leves pies ella iba saltando
hacia abajo, al parecer, justamente adónde él ansiaba llevarle. ¡Con qué
facilidad la traigo! se decía.
Le dijo llamarse Manto -mintió
como siempre, sonrió para sí- y tener una maravilla para ella.
Tendió los dedos y tocó la gasa
incendiada, volante. Ella se estremeció. Como si la hubiese tocado allí
adentro.
Las jarras con flores y gruesas
caballas se sucedían a los costados.
Él iba un poco detrás de Una (sin
comprometerse) que no hablaba casi nada; a ratos, se mordía los labios.
Comenzó, como era lógico, a
anochecer.
-Es raro que no pase más nadie
-comentó ella y fue lo único que habló durante todo el rato.
-Es una suerte, pensó él.
En realidad, parecía haberse
acabado ya todo, de un modo singular.
Él, algo perplejo, indicó:
-Llegamos a mi habitación. Es allí. Es esa planta.
Ella se dirigió a la planta como
si la conociese, estuviera segura de algo. Quedó de pie. El viento le levantó
el vestido, se lo llevó cerca del óvalo y quedó fuera la enagua rosa, el color
de las fresias.
Pero, ¿qué significa todo eso?
Él ordenó con una sonrisa arriba
del bigote:
-Arrodíllese, señora. Oremos. Es
bueno rezar antes. Porque después se peca tanto. Que a eso vinimos. Como usted
sabrá. A pecar. La miró. Ella asintió apenas.
Así se hizo; rezaron un poco.
Señora Una parecía de almendra, que le hubiesen quitado la piel marrón y
estuviese blanca
y expuesta.
Él le preguntó: - ¿Le duele algo?
¿Está bien, señora? ¿No tiene padres?
Sobre esto escuchó.
A todo respondía vagamente, con
un leve movimiento de boca que no se sabía que era. En un instante tuvo
intenciones él
de deshacerse ese fardo místico,
que se fuese por la escalinata, por el aire de donde había surgido.
El árbol se iba entretanto
prendiendo despacio, se iba volviendo de hilos rubí; se le aparecían unas
pajarillas rígidas, apenas vivas, que movían apenas la cabeza, y eran de todos
colores, a cuál más luciente. Y entre ellas unas varas rectas de azul violeta
con globos lilas. Todo rígido y resplandeciente.
Querida Una estaba tendida en la
mesa; era en el pasto pero parecía la mesa, como esperando el regalo, sin mayor
apuro ni sorpresa.
Él tironeaba de la enagua en flor
advirtiendo con espanto, que la enagua procedía de ella; estaba hecha de la
misma leve carne, sujeta con pedúnculos vivos a todo el cuerpo.
Era una gran enagua sexual, todo de
ovarios, todo de clítoris recios, como pimpollos de rosas rojas en hilera.
-Está usted colmada... Hay
muchos, varios, le decía él, triste -sin saber por qué- y gozosamente. buscaba
enceguecido entre todo, entre todo el vuelo, el nervio central que atacar.
Lástima que ella no guiase en
nada. Era terrible aquel delantal.
Y el árbol que se hacía
inminente, que casi estorbaba con su mascarilla. ¿Por qué se habría puesto así
tan guarnecido y tan rígido?
La almendra tendida en el piso
esperaba. Quizá qué. Él escudriñó el viso hecho de rosas moradas. La luz del
árbol caía sobre las rosas. En el árbol se encendían lirios catedralicios, que
no ayudaban en nada. Al contrario.
La trenza de ella se había
deshecho secretamente. Estaba todo el pelo bajo de ella como una frazada de
seda.
¡Qué momentos!
Él le preguntó si no había estado
casada. Ella le contestó que muy poco, un rato.
¿Cómo muy poco? ¿Cómo un rato?
-Un ratito. Y hace mucho, mucho,
señor. Agregó Una.
Él buscó con su cuchillo sexual
entre todo lo del viso buscando la almeja céntrica. Ella se estremecía como si
la hubiese atado
al cielo.
Pero a la vez parecía lejos como
si no fuese ella. Él pensaba como siempre. Habrá tenido otros maridos. Todas
tienen. Y le buscó la caravana que ya no estaba, tal si ella dijese: Ahora, sí,
la quito.
Este detalle leve apresuró a él,
la acomodó a su gusto, a su interés, ella caía de espaldas, se quedaba como de
papel. Las manos
se le volvían ramos.
En ese instante surgió lo que
buscaba. Las dos valvas crípticas, perfumadas y de grana; tuvo miedo que se le
esquivasen otra vez entre los tules y demás cosillas de fuego de la enagua. La
sujetó bien e hincó el puñal. Ella dio un leve ay. El pimpollo hizo un leve
plop como si se cruzaran dos papeles.
Había desde el árbol un sonido.
Ella parecía ajena a todo. Pero
seguía viniendo un leve rumor de pericos y de lirios.
-¿No escucha nada? dijo él. ¿Es
todo de flor, señora? Acabo de comerle la rosita. ¿Le gustó? Veo que tiene
muchas.
Vaciló. Subió a mirarle los
senos. Se había olvidado de eso que nunca olvidaba; miró. Grosos, bellos. Y
habían quedado fuera.
Con ellos no copuló.
Le miró la cara que se mecía un
poco. Estaba dormida. Tenía un ojo cerrado. El otro ojo confuso y abierto, le
decía: Prosiga señor, no siga. Señor, prosiga.
Él miró el árbol, rojo de misa.
Era incomprensible, pero dudaba. ¿Sentarse otra vez a seguir? Cruzó la
callejuela, y como no supo bien que hacer, miró los vasos (de un tiempo de
reinas), en unos salía la flor de zapallo y seguía viaje. En otro bogaba una
caballa pasada por un pez largo.
De
"Obra completa " 2005
Biografía
Marosa di Giorgio, poeta uruguaya nacida en Salto en 1934.
Desde 1978 se radicó en Montevideo donde inició su
carrera poética en 1954 con su obra «Poemas».
Su ascendencia italiana y vasca la convirtió en
una poeta singular, cuya obra respondió siempre a las exigencias de su mundo interior, donde la naturaleza, la
magia, la mitología y el misterio, se convirtieron en importantes
protagonistas.
El conjunto de su obra, reunida en «Los papeles
salvajes», se amplió con dos volúmenes que incluyeron «La liebre de marzo», «Mesa de esmeralda», «La falena», «Membrillo de
Lusana» y «Diamelas de Clementina Médici».
Sus poemas y relatos fueron traducidos al inglés,
francés, portugués e italiano.
Recibió importantes distinciones entre las que se
destacan la Beca Fullbright y el Primer Premio del Festival Internacional de Poesía de Medellín en 2001.
Falleció en el año 2004.