Doris Lessing
La
escritora Doris Lessing ha fallecido a la edad de 94 años. En el año 2007 recibió
el Nobel de Literatura.
Narradora, poeta y ensayista, una artista e
intelectual comprometida con la vida.
Ella
supo captar la experiencia femenina y describirla maravillosamente en su obra.
Entre
sus principales publicaciones tenemos:
Canta
la hierba, 1950
Éste
era el país del Viejo Jefe, 1951
Martha
Quest, 1952
Cinco
novelas cortas, 1953
Un
casamiento convencional, 1954
La
costumbre de amar, 1957
Al
final de la tormenta, 1958
Catorce
poemas, 1959
En
busca de un inglés, 1961
El
cuaderno dorado, 1962
Un
hombre y dos mujeres, 1963
Cuentos
africanos, 1965
Cerco
de tierra, 1965
Gatos
muy distinguidos, 1967
La
ciudad de las cuatro puertas, 1969
Instrucciones
para un viaje al infierno, 1971
Historia
de un hombre no casado, 1972
Memorias
de una superviviente, 1974
A
small personal voice, 1974
Shikasta,
1979
Los
matrimonios entre las zonas tres, cuatro y cinco, 1980
Diario
de una buena vecina, 1983
Si
la vejez pudiera, 1984 (con el pseudónimo de Jane Somers)
Los
diarios de Jane Somers, 1984 (con el pseudónimo de Jane Somers)
La
buena terrorista, 1985
El
viento se llevará nuestras palabras, 1987
El
quinto hijo, 1988
Historias
de Londres, 1992
Risa
africana, 1992
Dentro
de mí, 1994
De
nuevo el amor, 1996
Un
paseo por la sombra, 1997
Mara
y Dann, 1999
Ben
en el mundo, 2000
El
día en que murió Stalin: la mujer, 2001
El
sueño más dulce, 2002
Las
abuelas, 2003
Historia
del general Dann y de la hija de Mara, de Griot y del perro de las nieves, 2006
La
grieta, 2007
Made
in England, 2008
Los
dejo con un fragmento de su novela: El Cuaderno Dorado
MUJERES
LIBRES
3
Tommy se adapta a ser
ciego, y los mayores tratan de ayudarle.
Tommy
pasó una semana entre la vida y la muerte. El final de aquella
semana
estuvo marcado por estas palabras de Molly, dichas con la voz muy
diferente
del tono acostumbrado, cantarín y seguro:
—Qué
curioso, ¿verdad, Anna? Ha estado entre la vida y la muerte, y resulta
que
va a vivir. Parece imposible que hubiera sido de otra manera. Pero si hubiese
muerto,
supongo que entonces también nos habría parecido inevitable.
Las
dos mujeres habían pasado toda la semana en el hospital, a la cabecera
de
Tommy o esperando en cuartitos adyacentes, mientras los médicos se
consultaban,
opinaban, operaban. Periódicamente, volvían al piso de Anna, para
cuidar
a Janet, y recibían cartas y visitas de condolencia. Tuvieron que recurrir a
sus
últimas reservas de energía para enfrentarse con Richard, quien tomó
francamente
la actitud de acusar a las dos. Durante aquella semana, en que el
tiempo
se había detenido y así lo sentían ambas (se preguntaban a sí mismas, y la
una
a la otra, por qué no experimentaban más que inquietud y embotamiento,
aunque
sabían que la tradición autorizaba dicha reacción), hablaron, aunque muy
poco
y abreviadamente, por decirlo así, puesto que los puntos en cuestión les eran
muy
familiares, de la atención que Molly había dedicado a Tommy y de la relación
que
Anna había tenido con él, todo con el propósito de localizar el suceso o el
momento
en que le habían defraudado definitivamente. ¿Por causa de la ausencia
de
Molly, que duró un año? No, ella estaba convencida de que había hecho bien.
¿Debido
a la falta de rigor en sus vidas? Pero ¿cómo y en qué hubieran podido ser
diferentes?
¿Por algo dicho o no dicho en la última visita de Tommy a Anna? Era
posible,
aunque ninguna de las dos lo creía, aparte que ¿cómo podían saberlo? No
trataron
de echarle la culpa a Richard, pero cuando éste las acusó, ellas replicaron:
—Mira,
Richard, no sirve de nada acusarse mutuamente. La cuestión es:
¿qué
podemos hacer ahora por él?
El
nervio óptico de Tommy quedó dañado, y la consecuencia de ello fue la
ceguera.
En cambio, el cerebro permanecía ileso, o por lo menos iba a curarse. Tan
pronto
como se declaró al muchacho fuera de peligro, el ritmo volvió a
establecerse,
y Molly se entregó a largas horas de lágrimas de depresión y
desaliento.
Anna estaba muy ocupada con ella y con Janet, a quien debía ocultar
que
Tommy había tratado de matarse. Recurrió a la expresión «ha sufrido un
accidente»,
pero fue una estupidez, porque ahora se daba cuenta, por la mirada de
la
niña, de que la conciencia de las posibilidades de un accidente tan terrible
que
pudiera
dejarla tumbada en el hospital, ciega irremediablemente, le acechaba por
entre
los objetos y las costumbres cotidianas. En consecuencia, Anna rectificó la
frase
y aclaró que Tommy se había herido accidentalmente mientras limpiaba un
revólver.
Entonces Janet observó que ellas no tenían ningún revólver, Anna aseguró
que
nunca lo habría, etc. De este modo, la niña salió de su estado de ansiedad. 321
En
cuanto a Tommy, después de permanecer como una silenciosa figura en
la
soledad de un cuarto a oscuras, asistido por los vivos y a merced de éstos, se
movió,
volvió a la vida y habló. Y entonces, aquel grupo de personas, Molly, Anna,
Richard
y Marion, que habían estado aguardando de pie o sentadas, que habían
velado
toda una semana desgajada del tiempo, comprendieron hasta qué punto
habían
dejado que él, mentalmente, se les escapara hacia la muerte. Cuando
Tommy
habló, fue un choque, pues aquella cualidad suya, aquella obstinación
acusadora
y hosca que le empujara a tratar de atravesarse los sesos con una bala,
había
desaparecido tras la imagen de la víctima que yacía cubierta por sábanas y
vendajes
blancos. Sus primeras palabras —y estaban todos allí para oírlas— fueron:
—Estáis
aquí, ¿verdad? No puedo veros —habló en un tono, que mantuvo
silenciosos
a los circunstantes—. Estoy ciego, ¿no es eso?
Y,
de nuevo, su forma de hablar tornó imposible cualquier intento de
suavizar
el choque de Tommy con la realidad, al volver a la vida. A pesar de que
ése
fue el primer impulso de Anna y Molly. Esta última, al cabo de un momento, le
dijo
la verdad. Los cuatro estaban de pie alrededor de la cama, con la mirada fija
en
aquella cabeza ciega cubierta de telas blancas y bien ajustadas, sintiéndose
enfermos
de horror y de compasión, imaginando la lucha solitaria y valerosa que
debía
de estar librándose en el interior del muchacho. Pero Tommy no dijo nada.
Yacía
inmóvil. Sus manos, aquellas manos gruesas y desmañadas como las de su
padre,
reposaban a los lados. Las levantó para juntarlas y cruzarlas sobre el pecho,
en
actitud paciente. Sin embargo, en la manera de hacer el gesto hubo algo que
llevó
a Molly y Anna a intercambiar una mirada en la que había algo más que
compasión.
Era una especie de terror; la mirada había sido como una afirmación
con
la cabeza. Richard vio a las dos mujeres comunicarse esta sensación, y rechinó
los
dientes, literalmente, de rabia. Aquél no era el mejor sitio para decir lo que
sentía;
pero lo dijo fuera. Se alejaban del hospital caminando los cuatro juntos.
Marion
iba un poco retrasada, pues aunque el choque de lo ocurrido a Tommy le
había
hecho dejar de beber temporalmente, aún parecía moverse en un mundo
lento
y privado. Richard habló furiosamente a Molly, dirigiendo unos ojos ardientes
y
enojados hacia Anna, para incluirla:
—Lo
que has hecho ha sido una buena cabronada.
—¿Por
qué? —inquirió Molly, agarrándose fuertemente al brazo de Anna, que
la
sostenía, pues desde que habían salido del hospital toda ella se estremecía en
sollozos.
—¿Por
qué? ¡Decirle de esa manera que se ha quedado ciego para siempre!
¡Vaya
forma de proceder!
—Él
ya lo sabía —adujo Anna, viendo que Molly no podía hablar por causa de
la
turbación, y sabiendo, además, que no las acusaba de eso.
—¡Lo
sabía, lo sabía! —les espetó Richard entre dientes—. Acababa de salir
del
estado de inconsciencia, y le dices que está ciego para el resto de la vida.
Anna
argumentó, contestando a sus palabras, no a sus sentimientos:
—Tenía
que saberlo.
Entonces
Molly se dirigió a Anna, sin hacer caso de Richard, para continuar
el
diálogo que habían comenzado con aquella mirada horrorizada, de confirmación,
en
el cuarto del hospital: 322
—Anna,
yo creo que hacía rato que estaba consciente. Esperaba que todos
estuviéramos
allí; era como si disfrutara. ¿No es horrible, Anna?
Rompió
a llorar histéricamente, y Anna le dijo a Richard:
—No
empieces ahora a cargar la culpa sobre Molly.
Richard
soltó una exclamación inarticulada de disgusto, retrocedió hacia
Marion,
quien seguía a los tres vagamente, la agarró por el brazo impacientemente,
y
se marchó con ella a través del césped verde y brillante del hospital, punteado
sistemáticamente
por parterres de flores de colores. Luego puso en marcha el
coche,
y ambos se fueron, dejándolas allí a la espera de un taxi.
No
hubo un solo momento en que Tommy se desplomara. No dio muestras
de
derrumbarse en un estado de desesperación o de lástima de sí mismo. Desde el
primer
instante, desde sus primeras palabras, se mostró paciente, en calma,
cooperó
de buen grado con las enfermeras y los médicos, y discutió con Anna y
Molly,
e incluso con Richard, varios planes para el porvenir. Era, según repetían sin
cesar
las enfermeras —no sin algo de la misma incomodidad que Anna y Molly
sentían
con tanta fuerza—, «un paciente modelo». Jamás habían conocido a nadie,
dijeron
y repitieron incesantemente, que hubiera aceptado un destino tan horrible
con
tanta valentía; y mucho menos a un pobre muchacho de veinte años.
Se
sugirió que Tommy pasara una temporada en un hospital de
rehabilitación
para ciegos recientes, pero él insistió en volver a casa. Había
aprovechado
tan bien las semanas en el hospital, que ya podía comer solo, lavarse
y
llevar a cabo otros menesteres sin ayuda, moviéndose despacio por el cuarto.
Anna
y Molly se sentaban y le observaban: de nuevo normal, el mismo de antes, al
parecer,
salvo por la venda negra sobre los ojos sin vista, yendo con obstinada
paciencia
de la cama al sillón y del sillón a la pared, con los labios fruncidos por el
esfuerzo
de concentración, aquel esfuerzo de su voluntad que se observaba detrás
de
cada pequeño movimiento suyo.
—No,
gracias, enfermera, ya me arreglaré.
—No,
madre, por favor, no me ayudes.
—-No,
Anna, no necesito ayuda.
Y
era verdad.
Se
decidió que la sala de estar de Molly, situada en el primer piso, se
convirtiera
en el cuarto de Tommy; así tendría que aprender a subir menos
escaleras.
Este cambio estuvo dispuesto a aceptarlo, pero insistió en que la vida de
ella,
y la suya propia, continuaran como antes.
—No
es necesario hacer ningún cambio, madre. No quiero que nada sea
diferente.
La
voz era de nuevo la que le conocían: la histeria, la risa siempre a punto
de
estallar, el tono desapacible de aquella noche en que visitó a Anna, habían
desaparecido
totalmente. Su voz, como sus movimientos, era lenta, pletórica y
controlada;
cada palabra tenía la autorización de un cerebro metódico. Pero cuando
dijo
que no era necesario hacer cambios, las dos mujeres se miraron (lo que ahora
podían
hacer tranquilamente, pues él no las podía ver, si bien no lograban librarse
323
de
la sospecha de que él, a pesar de todo, se daba cuenta), y ambas sintieron el
mismo
pánico sofocado. Tommy había pronunciado las palabras como si nada
hubiera
cambiado, como si el hecho que él estuviera ciego fuera poco menos que
casual,
y si su madre se sentía desdichada por ello, era porque quería o porque
demostraba
excesivo celo y no podía dejarle en paz, como esas mujeres incapaces
de
soportar el desorden o las malas costumbres. Bromeaba con ellas como lo hace
un
hombre con mujeres de trato difícil. Las dos le observaban, se miraban entre
sí,
horrorizadas,
desviaban la vista ante la sensación de que él captaba aquellos
mudos
mensajes de pánico, y asistían sin poder hacer nada a los esfuerzos que el
chico
realizaba para adaptarse, tediosa, pero al parecer no dolorosamente, al
mundo
de tinieblas que ahora era el suyo.
Los
antepechos blancos y con almohadones de las ventanas en que Molly y
Anna
se habían sentado tan a menudo para charlar, con las macetas de flores a sus
espaldas,
la lluvia o los pálidos rayos de sol en los cristales, era lo único que
permanecía
idéntico en el cuarto. Ahora había una cama estrecha y bien arreglada,
una
mesa con una silla de respaldo recto y unos estantes fáciles de alcanzar.
Tommy
estaba aprendiendo Braille. Y se enseñaba a sí mismo a escribir de nuevo,
con
un libro de ejercicios y una cartilla de colegial. Tenía una letra muy distinta
a la
de
antes, grande, cuadrada y clara, como la de un niño. Cuando llamaban a la
puerta
antes de entrar, él levantaba la cabeza del Braille o de lo que escribía para
decir:
«Adelante», con el mismo tono de atención momentánea, pero cortés, que
emplea
un hombre de negocios desde el otro lado de la mesa de su despacho.
De
modo que Molly, que había rechazado un papel en una pieza de teatro
para
poder cuidar a Tommy, volvió a su trabajo de actriz. Anna dejó de ir a cuidar
al
muchacho las noches en que Molly actuaba, pues él le dijo:
—Anna,
es muy amable de tu parte venir a compadecerte de mí, pero no me
aburro
nada. Me gusta estar solo.
Habló
como lo hubiera hecho un hombre normal que prefería la soledad. Y
Anna,
que sin conseguirlo había tratado de recobrar la intimidad que le uniera a
Tommy
antes del accidente (sentía como si el chico fuera un desconocido al que
nunca
había visto), tomó aquellas palabras al pie de la letra. No se le ocurría nada,
literalmente,
que decirle. Además, cuando se encontraba sola con él en un cuarto,
sucumbía
continuamente a oleadas de pánico puro, que no alcanzaba a
comprender.
Molly,
ahora, no llamaba a Anna desde su casa, pues el teléfono se
encontraba
al salir de la habitación de Tommy, sino desde cabinas telefónicas o
desde
el teatro.
—¿Cómo
está Tommy?—preguntaba Anna.
Y
la voz de Molly, de nuevo potente y segura, aunque con un matiz
permanente
de interrogación agresiva, de desafío al sufrimiento, replicaba:
—Anna,
todo es tan raro que no sé qué decir o qué hacer. Se limita a estar
en
su cuarto, trabajando mucho, siempre calmado. Y cuando ya no lo aguanto ni un
instante
más y entro, él levanta la vista y dice: «Bueno, madre, ¿en qué puedo
ayudarte?»...
Sí, ya lo sé. Así que yo, como es natural, digo alguna tontería, por
ejemplo:
«Pensé que quizá te apetecería una taza de té». Normalmente contesta
que
no, con gran cortesía, claro, y yo vuelvo a salir... Ahora está aprendiendo a
hacerse
él mismo té y café. Hasta quiere cocinar. 324
—¿Maneja
ollas y todo eso?
—Sí.
Me he quedado de piedra. Tengo que salir de la cocina, porque él sabe
lo
que yo siento y me dice: «Madre, no hay razón para asustarse, no me voy a
quemar».
—Pues,
Molly, no sé qué decirte.
(Se
producía un silencio, provocado por lo que las dos tenían miedo de
decir.)
—Y
la gente sube a vernos, eso sí, muy afectuosa y amable, ¿sabes? —
proseguía
Molly.
—Sí,
lo imagino perfectamente.
—Me
dicen: « ¡Tu pobre hijo!». «¡Qué mala suerte con Tommy!»... Siempre
supe
que todo era una salvajada, pero nunca lo vi tan claramente como ahora.
Anna
la comprendía perfectamente, pues amigos y conocidos comunes la
usaban
como blanco de observaciones, que, en la superficie, eran amables, pero
que
escondían malicia, y que hubieran deseado poder dirigir contra Molly en
persona:
—Claro,
fue una pena que Molly se marchara aquel año y dejara solo al
chico.
—No
creo que eso tenga nada que ver. Además, lo hizo después de haber
reflexionado
mucho.
O
bien:
—Claro,
i con ese matrimonio deshecho! Debe de haber afectado a Tommy
mucho
más de lo que nadie hubiera supuesto,
Ante
tales insinuaciones, Anna respondía, sonriendo:
—También
mi matrimonio está deshecho, y de verdad confío en que Janet
no
termine de la misma forma.
Y
detrás de todo el tiempo que Anna consagraba a defender a Molly y a ella
misma,
había otra cosa: la causa del pánico que ambas sentían, aquel algo que les
daba
miedo confesar.
Se
expresaba por el mero hecho de que apenas seis meses antes, Anna
llamaba
a la casa de Molly para charlar con ésta, mandando recuerdos para
Tommy,
o iba a ver a Molly y tal vez entraba en el cuarto de Tommy para cambiar
unas
palabras con él, o asistía a las reuniones de Molly en que Tommy era un
invitado
como los demás, o participaba en la vida de Molly, en sus aventuras con
hombres,
en sus necesidades y en su fracaso matrimonial... En cambio, ahora, todo
eso,
la intimidad de años, que había ido creciendo despacio, se veía afectada y
rota.
Anna nunca telefoneaba a Molly como no fuera por razones muy concretas,
pues
aunque el teléfono no se hubiera encontrado junto al cuarto de Tommy, éste
era
capaz de intuir lo que la gente decía, al parecer a través de un sexto sentido
325
recién
desarrollado. Por ejemplo, una vez llamó Richard, aún en la fase de
acusadora
agresividad, para decirle a Molly:
—Contesta
sí o no; con eso basta. Quiero que Tommy vaya a pasar unas
vacaciones
con una enfermera especializada en ciegos. ¿Querrá ir?
Y
antes de que Molly pudiera responder, Tommy había gritado desde su
habitación,
en un tono normalísimo:
—Dile
a mi padre que me encuentro perfectamente. Dale las gracias y
comunícale
que ya le llamaré yo mismo mañana.
Anna
ya no visitaba a Molly sin hacer cumplidos y con toda naturalidad para
pasar
una velada con ella, ni entraba en la casa si pasaba por allí. Llamaba a la
puerta
después de haber telefoneado, oía sonar el timbre arriba, y estaba segura
de
que Tommy ya sabía quién era. La puerta se abría, mostrando la astuta y
dolorosa
sonrisa, forzadamente alegre, de Molly. Subían ambas a la cocina,
hablando
de trivialidades y conscientes del chico que estaba al otro lado de la
pared,
hacían café o té, y ofrecían una taza a Tommy, que siempre la rehusaba.
Las
dos mujeres subían al cuarto que había sido el dormitorio de Molly,
transformado
ahora en una especie de sala de estar con alcoba, y se instalaban allí,
pensando,
sin querer, en el chico mutilado que estaba en el piso de abajo,
convertido
ahora en el centro de la casa, dominándola, consciente de todo lo que
pasaba
en ella, como una presencia ciega, pero consciente de todo lo que en ella
sucedía.
Molly charlaba un poco, y refería algunos chismes del teatro, llevada por la
costumbre.
Luego se callaba, con la boca torcida de ansiedad y los ojos enrojecidos
de
lágrimas contenidas. Había adquirido la tendencia de romper a llorar
súbitamente,
por una palabra dicha a la mitad de una frase, con lágrimas de
desamparo
e histerismo, que dominaba al instante. Su vida había cambiado por
completo.
Ahora únicamente salía para ir al teatro, a trabajar, y para hacer las
compras
necesarias. Luego volvía a casa y se sentaba a solas en la cocina o en su
cuarto.
—¿Ves
a alguien? —le preguntó Anna.
—Tommy
también me lo ha preguntado. La semana pasada me dijo: «No
quiero
que abandones tu vida de sociedad por mí, madre. ¿Por qué no traes a tus
amigos
a casa?». Bueno, pues le tomé la palabra y traje a aquel director, ya le
conoces,
el que se quería casar conmigo, Dick. ¿Te acuerdas? Se ha mostrado muy
afectuoso
a raíz de lo de Tommy, quiero decir realmente afectuoso y amable, sin
malicia.
Bien, pues estaba aquí con él, bebiendo whisky, y por primera vez pensé:
«No,
no me importaría. Es realmente amable, y esta noche estoy dispuesta a
aceptar
el afecto de un hombro masculino». Ya estaba a punto de ponerle la luz
verde,
cuando me percaté de que no podía darle ni un beso de hermana sin que
Tommy
lo supiera.
Claro
que Tommy nunca me lo reprocharía. A la mañana siguiente hubiera
dicho,
seguramente: « ¿Pasaste una velada agradable ayer, madre? Me alegro
mucho».
Amia
contuvo un impulso de decirle a su amiga que exageraba, porque lo
cierto
era que Molly no exageraba, y ella no se sentía capaz de representar ese tipo
de
deshonestidad ante Molly. 326
—¿Sabes,
Anna? Cuando miro a Tommy y le veo con esa cosa siniestra y
negra
tapándole los ojos, tan bien puesto y limpio, y con su boca, ya sabes, esa
boca
suya, fija, dogmática... Bueno, pues me invade una irritación tal...
—Sí,
te comprendo.
—Pero
¿no es horrible? Se trata de una irritación física... Todos esos
movimientos
lentos y cuidadosos, ¿comprendes?
—Sí.
—Porque
es exactamente igual que antes, sólo que confirmado. No sé si me
entiendes...
—Sí.
—Es
como una especie de fantasma.
—Si
—Sería
capaz de gritar de irritación... Y lo peor es que tengo que salir del
cuarto,
porque sé muy bien que él capta que yo siento esto y... —En este punto,
Molly
se contuvo. Luego decidió continuar, desafiante—: Él disfruta. —Soltó una
carcajada
chillona y añadió—: Es feliz, Anna.
—Sí.
Por
fin había salido aquel algo. Ahora las dos se sentían mejor.
—Es
feliz por primera vez en su vida—prosiguió Molly—. Esto es lo terrible...
Se
puede ver en el modo como se mueve y habla. Por primera vez en su vida es
todo
él de una pieza.
A
Molly se le cortó el aliento de horror ante sus propias palabras, oyendo lo
que
había dicho, todo él de una pieza, y encajándolo con la realidad de aquella
mutilación.
Entonces escondió la cara entre sus manos y lloró, de una manera
diferente,
con todo su cuerpo. Cuando hubo terminado de llorar, levantó la vista y
profirió,
tratando de sonreír:
—No
debiera llorar. Me va a oír.
En
aquellos momentos su sonrisa era valiente. Anna notó, por vez primera,
que
el casquete dorado del pelo de su amiga tenía mechones grises, y que
alrededor
de sus ojos, directos pero tristes, había unas cavidades oscuras por las
que
se le veían los huesos, delgados y agudos.
—Creo
que deberías teñirte el pelo —observó Anna.
—¿Para
qué? —preguntó Molly, enfadada. Luego se obligó a reír, y añadió—:
Ya
le oigo, cuando yo subiera la escalera con el pelo bien arreglado, satisfecha,
y él
oliera
el tinte o lo que fuese, captando el matiz de la cosa y diciéndome: «Madre,
¿te
has teñido el pelo? Pues me alegro de que no te dejes abandonar». 327
—Bueno,
pues a mí me alegraría que no te dejaras abandonar, aunque a él
no
le hiciera gracia.
—Supongo
que volveré a ser sensata cuando me haya acostumbrado a todo
esto...
Ayer lo pensaba, pensaba en estas palabras. Acostumbrarse a ello, quiero
decir.
¿Es esto la vida? ¿Acostumbrarse a cosas que son realmente intolerables...?
Los
ojos se le enrojecieron, se le llenaron de lágrimas, y de nuevo los aclaró
pestañeando
con determinación.
Unos
días más tarde, Molly llamó desde una cabina telefónica para decir:
—Anna,
está ocurriendo algo muy raro. Marion ha empezado a venir a todas
las
horas del día a visitar a Tommy.
—¿Qué
tal está ella?
—Casi
no ha bebido nada desde el accidente de Tommy.
—¿Quién
te lo ha dicho?
—Ella
misma se lo ha contado a Tommy, quien, a su vez, me lo ha dicho a
mí.
—¡Muy
bien! ¿Y qué opina él?
Molly
imitó la voz lenta y pedante de su hijo:
—Marion
está haciendo auténticos progresos ahora, en conjunto. Se está
transformando
en otra con gran rapidez.
—¡No
es posible!
—¡Oh!
Sí, eso es lo que dijo.
—Bueno,
por lo menos Richard debe de estar satisfecho.
—Está
furioso. Me manda unas cartas largas e indignadas, y cuando abro
una
de ellas, aunque hayan llegado por el mismo correo otras diez, Tommy me
pregunta:
« ¿Y qué dice ahora mi padre?». Marion se presenta casi todos los días.
Pasan
horas enteras juntos, como un profesor anciano que recibe a su alumno
favorito...
—¡Vaya,
vaya! —exclamó Anna, desconcertada.
—Sí,
ya.
Anna
fue citada para que apareciera en el despacho de Richard unos días
después.
Telefoneó, brusco y hostil, diciendo:
—Quisiera
verte. Podría ir a tu casa, si quieres...
—Pero
está claro que tú no quieres —le interrumpió ella. 328
—Reconozco
que mañana por la tarde tengo una o dos horas disponibles.
—¡Ah,
no! Estoy segura de que no tienes tiempo. Ya iré yo. ¿Quedamos a
una
hora?
—¿Te
va bien a las tres?
—A
las tres —concluyó Anna, consciente de que le alegraba que Richard no
acudiera
a su piso.
Durante
aquellos meses le había obsesionado el recuerdo de Tommy, de pie,
mirando
sus cuadernos, pasando página tras página, la misma noche que intentara
matarse.
Recientemente había hecho algunas anotaciones; pero con un gran
esfuerzo.
Sentía como si el chico, acusándola con sus ojos oscuros, la mirara por
encima
del hombro. Sentía como si su cuarto ya no le perteneciera. Y si hubiera
recibido
a Richard en él, habrían empeorado las cosas.
Se
presentó en la oficina de Richard a las tres en punto, diciéndose que,
naturalmente,
la haría esperar a propósito. Calculaba que unos diez minutos
bastarían
para satisfacer la vanidad del hombre. A los quince minutos, le informó su
secretaria
de que podía pasar. Tal como había dicho Tommy, Richard, detrás de la
mesa
de su despacho, causaba una impresión que ella no hubiera imaginado en él.
Las
oficinas centrales de aquel imperio ocupaban cuatro pisos de un edificio
antiguo
y
feo de la City. No era allí, evidentemente, donde se hacían los negocios;
constituían
más bien como un escaparate de las personalidades de Richard y sus
socios.
El decorado era discreto y la atmósfera, internacional. A una no le hubiera
sorprendido
verlo en cualquier otra parte del mundo. Tan pronto como se cruzaba
el
umbral de la gran puerta de entrada, el ascensor, los pasillos, las salas de
espera,
todo era como una larga y discreta preparación del momento en que,
finalmente,
se entraba en el despacho de Richard. Los pies se hundían seis
centímetros,
en una moqueta oscura y espesa, y las paredes eran de cristal oscuro,
enmarcado
en madera blanca. El conjunto estaba iluminado con discreción, al
parecer
desde detrás de varias plantas trepadoras que iban dejando ver algunas
hojas
verdes bien cuidadas en todos los pisos. Richard, con su cuerpo hosco y
testarudo
escondido bajo un traje anónimo, aparecía sentado tras un escritorio que
tenía
todo el aspecto de una tumba de mármol verdoso.
Anna
había estado examinando a la secretaria mientras esperaba, y observó
que
era un tipo semejante al de Marion: otra muchacha color de avellana, con clara
tendencia
a un desalmo elegante y vivaz. Puso cuidado en captar el
comportamiento
de Richard y de la muchacha durante los pocos segundos en que
les
vio juntos, al acompañarla ella hasta el despacho. Y sorprendió una mirada
entre
los dos, que le hizo comprender el grado de sus relaciones. Richard se dio
cuenta
de que Anna había llegado a unas conclusiones, y dijo:
—No
quiero un sermón de los tuyos, Anna. Quiero hablar en serio.
—Para
eso he venido, ¿no?
Él
dominó su disgusto y le ofreció el asiento colocado frente al escritorio,
que
Anna rechazó para ir a sentarse en el alféizar de una ventana, a cierta
distancia.
Antes de que él pudiera hablar, se encendió una luz verde en el tablero
del
teléfono y Richard se excusó, antes de hablar al aparato,
—Perdona
un momento —dijo, mientras una puerta interna se abría para dar
paso
a un joven portador de una carpeta, que depositó del modo más 329
agradablemente
discreto posible sobre la mesa de Richard, haciendo casi una
reverencia
antes de volver a salir de puntillas.
Richard
se apresuró a abrir la carpeta. Luego escribió una nota, a lápiz, e iba
a
pulsar otro botón cuando vio la cara de Anna y le preguntó:
—¿Qué
encuentras tan divertido?
—Nada
de particular. Me acordaba de que alguien dijo que la importancia de
cualquier
personalidad pública se puede medir por el número de jóvenes melifluos
que
le rodean.
—Molly,
imagino...
—Pues
sí, es verdad. ¿Cuántos tienes, por curiosidad?
—Un
par de docenas, supongo.
—El
primer ministro no podría alardear de tantos.
—Seguramente
no. Anna, ¿por qué te pones así?
—Yo
sólo pretendía conversar.
—En
ese caso, te ahorraré la molestia... Quiero hablarte acerca de Marion.
¿Sabías
que se pasa todo el tiempo con Tommy?
—Me
lo ha dicho Molly, y también que ya no bebe.
—Viene
a la ciudad por la mañana, compra todos los periódicos y va a
leérselos
a Tommy. Vuelve a casa a las siete o las ocho... De lo único que sabe
hablar
es de Tommy y de política.
—Ya
no bebe —insistió Anna.
—¿Y
qué ocurre con los niños? Les ve durante el desayuno, y si tienen
suerte,
una hora por la noche. Imagino que la mitad del tiempo ni se acuerda de
que
existen.
—Pienso
que deberías emplear a alguien, de momento.
—Oye,
Anna, te he pedido que vinieras para discutirlo seriamente.
—Hablo
en serio. Te sugiero que contrates a una buena mujer para que se
ocupe
de los niños hasta... que las cosas se aclaren.
—¡Dios
mío, lo que va a costar eso...! —exclamó Richard, quien
inmediatamente
calló, frunciendo el ceño y sintiéndose azorado.
—¿Quieres
decir que no deseas a una extraña en la casa, ni por una
temporada?
Porque es imposible que te preocupe el dinero. Marion dice que ganas
treinta
mil al año, sin contar los gastos pagados y los descuentos. 330
—Lo
que Marion diga acerca de dinero es, normalmente, una tontería. De
acuerdo,
pues no quiero a una extraña en la casa. ¡Toda la situación es absurda!
Marión
jamás se había preocupado de política. De repente, se pone a recortar
trozos
de periódicos y recita el New Statesman.
Anna
se echó a reír.
—Richard,
¿qué ha ocurrido, realmente? En fin, ¿de qué se trata? Marion se
embrutecía
bebiendo y ya no lo hace. Seguro que eso vale la pena, ¿no? Imagino
que
como madre debe de ser mejor que antes.
—¡Desde
luego eres una gran ayuda!
Los
labios de Richard comenzaron a temblar, y el rostro se le hinchó,
enrojecido.
Al ver la expresión de Anna, que le diagnosticaba con toda franqueza
lástima
de sí mismo, se recobró apretando el timbre, y cuando otro discreto y
atento
joven hubo entrado, le entregó la carpeta, al tiempo que decía:
—Llama
a sir Jason y pídele que almuerce conmigo el miércoles o el jueves,
en
el club.
—¿Quién
es sir Jason?
—Sabes
perfectamente que no te importa.
—Es
por interés.
—Es
un hombre encantador.
—Estupendo.
—Además,
es muy aficionado a la ópera... Lo sabe todo sobre música.
—Qué
bien.
—Y
vamos a comprar una participación en su compañía.
—Bueno,
todo esto marcha muy bien, ¿verdad? Quisiera que hablaras de lo
importante,
Richard. ¿Qué te preocupa, realmente?
—Si
pagara a una mujer para que ocupase el lugar de Marion con los niños,
toda
mi vida se trastocaría... Sin hablar del gasto —añadió, sin poder evitarlo.
—Se
me acaba de ocurrir que debes de ser tan raro en cuestiones de dinero
por
causa de tu fase bohemia, en los años treinta. Nunca había conocido a un
hombre
rico de nacimiento que tuviera esta actitud hacia el dinero. Supongo que,
cuando
la familia te dejó sin un chelín, fue un golpe muy duro para ti, ¿no? Te
comportas
como el director de una fábrica oriundo de los suburbios a quien las
cosas
le han ido mejor de lo que esperaba.
—Sí,
es verdad. Aquello fue un golpe. Fue la primera vez en mi vida en que
me
di cuenta del valor del dinero. Nunca lo he olvidado. Y estoy de acuerdo: con
el
dinero
muestro la misma actitud del que ha tenido que ganárselo. Marion nunca ha 331
podido
comprenderlo, ¡y tú y Molly no os cansáis de decirme que es una mujer tan
inteligente!
Esto
último lo dijo con un tono tan propio de víctima de una injusticia, que
Anna
volvió a reírse, sinceramente.
—Richard,
eres un caso cómico. Sí, realmente lo eres. En fin, no discutamos.
Sufriste
un trauma muy grave cuando la familia se tomó en serio tu flirteo con el
comunismo,
y el resultado es que no puedes disfrutar del dinero. Por otro lado,
siempre
has tenido muy mala suerte con tus mujeres. Molly y Marion son bastante
estúpidas,
y las dos tienen un carácter desastroso.
Richard
miraba de frente a Anna, con su testarudez característica.
—Así
es como lo veo yo, sí.
—Bueno.
¿Y qué más?
Richard
apartó los ojos de su interlocutora; se quedó frunciendo el ceño,
clavando
la mirada en una hilera de delicadas hojas verdes que se reflejaban en el
cristal
oscuro. Anna pensó que no quería verla por la razón de siempre, para atacar
a
Molly a través de ella, sino con objeto de anunciar un nuevo plan.
—¿Qué
intenciones tienes, Richard? ¿Vas a dejar a Marion y a pasarle una
pensión?
¿Es eso? ¿Tienes el plan de que Marión y Molly vivan juntas los años de la
vejez,
en alguna parte, mientras que tú...? —Anna se interrumpió, dándose cuenta
de
que aquella ocurrencia fantasiosa se acercaba, de hecho, a la verdad, y
exclamó—:
¡Oh, Richard! No puedes abandonar a Marion ahora. Especialmente
ahora
que ha empezado a controlar la bebida.
Richard
dijo con vehemencia:
—No
le importo nada. Es incapaz de dedicarme un minuto. Parece como si
yo
no estuviera en la casa.
En
su voz se reflejaba la vanidad herida. La huida de Marión para escapar a
su
situación de prisionera o de compañera víctima, le había dejado desamparado y
ofendido.
—¡Por
Dios, Richard! Te has pasado años sin hacerle ningún caso. Te has
limitado
a usarla como...
De
nuevo los labios de él temblaron con vehemencia, y sus ojos, grandes y
oscuros,
se llenaron de lágrimas.
—¡Dios
mío! —se limitó a decir Amia, con un suspiro.
Estaba
pensando: «Resulta que Molly y yo somos unas estúpidas. Es sólo
esto;
ésta es su manera de querer a una persona, y se muestra incapaz de
comprender
otra cosa. Probablemente también Marion lo entiende así».
—¿Y
cuál es tu plan? He tenido la impresión de que mantienes relaciones
con
esa chica de ahí fuera. ¿Es eso? 332
—Sí,
es eso. Por lo menos ella me quiere.
—¡Richard!
—exclamó Anna con desaliento.
—Pues
es verdad. Para Marión, es como si yo no existiera.
—Pero
si ahora te divorcias de Marion, puede que la destroces para siempre.
—Dudo
que llegue a darse cuenta. De todos modos, no me proponía hacer
nada
con prisas. Por esto quería verte. Deseo sugerir que Marion y Tommy se
vayan
de vacaciones juntos a alguna parte. Al fin y al cabo, ya se pasan todo el
tiempo
juntos. Estoy dispuesto a mandarlos a donde les guste, por todo el tiempo
que
deseen. Lo que quieran. Y mientras ellos estén fuera, yo acostumbraría a los
niños,
poco a poco, a la presencia de Jean. Ya la conocen, claro, y les cae bien;
pero
así se harían a la idea de que, cuando sea oportuno, me casaré con ella.
Anna
permaneció silenciosa hasta que él insistió:
—Bueno,
¿qué dices?
—¿Quieres
que yo te dé la opinión de Molly?
—Te
lo pregunto a ti, Anna. Me doy cuenta de que podría ser un choque
para
Molly.
—No
sería ningún choque para Molly. Nada de lo que tú hagas puede
afectarla,
lo sabes muy bien. Así, pues, ¿qué deseas saber?
Anna
se negaba a ayudarle, no sólo por el desagrado que le producía él, sino
por
el que se producía a sí misma, juzgando las cosas crítica y tranquilamente,
mientras
él parecía tan desgraciado. Siguió sentada allí, en el alféizar de la
ventana,
fumando.
—¿Bueno,
Anna?
—Si
se lo preguntaras a Molly, creo que sería un alivio para ella que Marion
y
Tommy se fueran por una temporada.
—Claro
que sí. ¡Se libraría de la carga!
—Escúchame,
Richard: puedes insultar a Molly ante otras personas, pero
ante
mí no.
—¿Y
cuál sería el problema, si a Molly no le iba a importar?
—Pues
Tommy, naturalmente.
—¿Por
qué? Marion me ha dicho que al chico no le gusta ni que Molly esté en
el
mismo cuarto; sólo es feliz con ella. Con Marion, quiero decir.
Tras
una vacilación, Anna dijo:
—Tommy
lo ha preparado todo para poder tener a su madre en casa, no
junto
a él, sino cerca. Como su prisionera. Y no es probable que renuncie a ello. 333
Puede
que acepte, como un gran favor, irse de vacaciones con Marion. Pero a
condición
de que Molly quede bien atada, bajo control...
Richard
estalló en un ataque de furia:
—¡Dios
mío, debí suponerlo! Sois un par de malpensadas, odiosas, con los
sesos
fríos y...
Acabó
farfullando y se quedó mudo, sin poder articular nada más,
respirando
pesadamente. Sin embargo, la observaba con curiosidad, esperando oír
lo
que iba a decirle.
—Me
has hecho venir para que dijera lo que he dicho y así poder insultarme.
O
insultar a Molly. Y ahora que ya te he hecho el favor de decirlo, me voy a
casa.
Anna
se dejó caer del alto alféizar de la ventana y se dispuso a salir de allí.
Sentía
un profundo desagrado de sí misma. «Está claro —pensó— que Richard me
ha
llamado aquí por las razones de siempre, para que acabara insultándole. Tenía
que
haberlo imaginado... Sí, estoy aquí porque tengo la necesidad de insultarle, a
él
y a lo que representa. Entro en el juego estúpido y debiera avergonzarme de mí
misma.»
Pero, a pesar de que pensaba esto sinceramente, Richard permanecía
frente
a ella con la actitud del que espera a que lo azoten, y esto le hizo añadir:
—Hay
gente que necesita tener víctimas, querido Richard. Seguro que me
comprendes.
Al fin y al cabo, es tu hijo. —Luego se dirigió hacia la puerta por la
que
había entrado, descubriendo que no se podía abrir; aquella puerta sólo
funcionaba
pulsando un botón situado en la mesa de la secretaria o en la de
Richard.
—¿Qué
puedo hacer, Anna?
—No
me parece que puedas hacer nada.
—Pues
no estoy dispuesto a dejar que Marion me tome el pelo.
A
Anna le dio de nuevo un ataque de risa.
—¡Richard,
por Dios, ya basta! Marion está harta, eso es todo. Incluso la
gente
de voluntad más blanda tiene caminos para escapar. Marion se ha dirigido a
Tommy
porque él la necesita. Y nada más. Estoy segura de que no existe
premeditación
por su parte. Hablar en términos de tomadura de pelo con respecto a
Marion
es tan...
—Es
lo mismo. Sí, Anna, se da perfecta cuenta de la situación, la está
gozando.
¿Sabes lo que me dijo hace un mes? Me dijo: «Puedes dormir solo
Richard,
y...» —pero se contuvo cuando estaba a punto de terminar la frase.
—Vamos,
Richard, ¡si te quejabas de tener que compartir la cama con ella!
—Es
como si no estuviera casado. Ahora Marion tiene su propia habitación. Y
no
está nunca en casa. ¿Por qué he de permitir que me estafen una vida normal?
—Pero,
Richard... —una sensación de inutilidad le hizo callar. Sin embargo,
como
él todavía esperaba, deseando saber qué iba a decir, añadió—: Pero tú tienes
334
a
Jean, Richard. Seguro que existe alguna relación entre eso y lo que acabas de
decirme.
¿Acaso no la ves? Tienes a tu secretaria.
—Ella
no va a esperar siempre. Quiere casarse.
—Pero
Richard, el surtido de secretarias no tiene límites. ¡Oh, no pongas
esta
cara de herido! Has tenido asuntos por lo menos con una docena de tus
secretarias,
¿verdad?
—Quiero
casarme con Jean.
—Bueno,
pues me parece que no va a ser fácil. Tommy no permitirá que lo
hagas,
aunque Marion se divorcie de ti.
—Ha
dicho que no quiere divorciarse.
—Entonces,
dale tiempo.
—¡Tiempo!
Yo no rejuvenezco. El año que viene cumpliré los cincuenta; no
puedo
perder tiempo. Jean tiene veintitrés años. ¿Por qué he de esperar, echando a
perder
oportunidades, mientras Marion...?
—Deberías
hablar con Tommy. ¿Seguro que te das cuenta de que él es la
clave
de todo?
—¡Como
si fuera a obtener alguna comprensión de su parte! Ha estado
siempre
del lado de Marión.
—Tal
vez si trataras de ponerle a favor tuyo...
—No
va a ocurrir ni en sueños.
—Sí,
es verdad. Me parece que tendrás que bailar al son que Tommy te
toque.
Igual que Molly y que Marion.
—Justamente
lo que esperaba de ti. El chico tiene una desgracia física, y tú
hablas
de él como si fuera un criminal.
—Sí,
ya sé que eso era lo que esperabas. No me perdono el no haberte
defraudado.
Por favor, déjame ir a casa, Richard. Abre. —Se acercó a la puerta,
esperando
a que él la abriera.
—Y
tú llegas y te burlas de todo este desgraciado lío.
—Me
río, como sabes muy bien, ante el espectáculo de una de las fuerzas
financieras
de nuestro gran país, pataleando rabiosamente como un niño de tres
años,
en medio de una alfombra tan cara. Por favor, déjame salir, Richard.
Richard,
con un esfuerzo, fue hasta su mesa y apretó un botón; la puerta se
abrió.
—Yo,
en tu lugar, esperaría unos meses y ofrecería un puesto aquí a
Tommy.
Uno bastante importante. 335
—¿Quieres
decir que ahora tendría la amabilidad de aceptarlo? Estás loca.
Atraviesa
una etapa de izquierdismo político, lo mismo que Marion, y ambos se
muestran
muy indignados por las injusticias que en este preciso instante se
cometen
con los condenados e infelices negros.
—Vaya,
vaya. ¿Y por qué no? Está muy de moda, ¿lo sabías? No tienes idea
de
la oportunidad que se te ofrece, Richard. Nunca lo has entendido, ¿sabes? Esto
no
es ser de izquierdas, es seguir lo que está a la mode.
—Creí
que la noticia te iba a gustar.
_-¡Ah!
Pues sí. Recuerda lo que te he dicho: si llevas las cosas con tino, a
Tommy
le gustará aceptar un trabajo aquí. Seguramente, incluso estará dispuesto
a
sustituirte.
—Pues
me alegraría. Nunca has acertado conmigo, Anna. La verdad es que
este
tinglado no me divierte. Quiero retirarme, lo más pronto posible, y marcharme
a
gozar de una vida tranquila con Jean, tener más hijos, tal vez. Esto es lo que
me
propongo.
No estoy hecho para los tinglados financieros.
—Salvo
que desde que tomaste la dirección has cuadriplicado las acciones y
los
beneficios de tus dominios, según Marion. Adiós, Richard.
—Anna.
—Bueno,
¿qué pasa ahora?
Había
dado la vuelta de prisa, para interponerse entre ella y la puerta,
medio
abierta. Entonces la cerró de un empujón, con una sacudida impaciente de
sus
nalgas. El contraste entre este gesto y la pomposidad del secreto
funcionamiento
de aquel lujoso despacho o sala de exhibición, tuvo en Anna el
efecto
de recordarle su propia persona, tan fuera de lugar, aguardando de pie para
salir
de allí. Se vio a sí misma, pequeña, pálida, bonita, manteniendo una sonrisa
inteligente
y crítica. Se sentía, bajo esta forma ordenada, como un caos de
incomodidad
y ansiedad. Aquel feo empujoncito de las bien vestidas nalgas de
Richard
concordaba con su propia agitación, apenas ocultada. Ante tales
pensamientos,
se sintió exhausta y dijo:
—Richard,
no veo qué sentido tiene todo esto. Cada vez que nos vemos,
pasa
lo mismo.
Richard
había captado su momentáneo colapso de desaliento. Permaneció
frente
a ella, respirando con pesadez y aguzando sus ojos oscuros. Luego sonrió
con
lentitud y sarcasmo. « ¿Qué está tratando de hacerme recordar? —se preguntó
Anna—.
No será...» Sí, lo era. Le estaba haciendo recordar aquella noche en que
ella
pudo, casi seguramente, haberse ido a la cama con él. Y en lugar de enojarse o
de
despreciarle, se dio cuenta de que se sentía incómoda. Entonces clamó:
—Richard,
por favor, abre la puerta.
Él
no se movió, volcando sobre ella su sarcasmo, divirtiéndose, y ella se
dirigió
hacia la puerta, cruzando por donde él estaba, para tratar de hacer fuerza,
de
abrirla. Se veía, torpe y atolondrada, empujando inútilmente la puerta, que
finalmente
se abrió: Richard había vuelto al escritorio y pulsado el botón apropiado.
Anna
salió sin volverse, pasó frente a la exuberante secretaria, la probable 336
sucesora
de Marión, y descendió por el centro del edificio, lleno de almohadones,
luces,
alfombras y plantas, hasta la calle, fea, donde se sintió aliviada.
Fue
a la estación de metro más cercana, sin pensar, sabiendo que se hallaba
en
un estado próximo al derrumbamiento. Había empezado la hora punta, y le
empujaba
un rebaño de gente. Pero de súbito se encontró sobrecogida de pánico,
tanto
que se apartó de la gente con las palmas de las manos y los sobacos
húmedos,
para apoyarse contra una pared. Esto le había sucedido dos veces,
recientemente,
en la hora punta. «Me está pasando algo —pensó, luchando para
controlarse—.
Estoy consiguiendo resbalar por la superficie de algo, pero ¿de qué?»
Permaneció
junto a la pared, incapaz de volver a avanzar entre la muchedumbre.
No
podía salvar de prisa los siete u ocho kilómetros que la separaban de su piso,
si
no
era en metro. Nadie podía. Todos, toda aquella gente estaba apresada por el
terrible
atolladero de la city. Todos, salvo Richard y la gente como él. Si volviera
arriba
y le pidiera que la mandara en coche a casa, él lo haría. ¡Naturalmente!
Estaría
encantado. Pero no podía pedírselo. No le quedaba más remedio que
decidirse
a avanzar. Lo hizo, sumergiéndose en el río de gente, a la espera de que
le
llegara el turno para sacar el billete. Luego bajó las escaleras en medio de
una
multitud,
y esperó en el andén. Pasaron cuatro trenes antes de que ella pudiera
escurrirse
hasta el interior de un vagón. Lo peor ya estaba hecho; ahora sólo tenía
que
mantenerse de pie, dejarse sostener por la presión de la gente, en aquel sitio
tan
iluminado, abarrotado y maloliente, y al cabo de diez o doce minutos ya habría
llegado
a la estación de su casa. Tenía miedo de desmayarse.
«Cuando
una persona enloquece, ¿qué significa? ¿En qué momento se da
cuenta
uno de que está enloqueciendo, cuando se halla al borde de caer hecho
pedazos?
Si yo enloqueciera, ¿qué forma adoptaría?» Cerró los ojos, sintiendo el
resplandor
de la luz en los párpados, el estrujamiento de los cuerpos, que olían a
sudor
y suciedad, y fue consciente de sí misma, de una Anna reducida al apretado
nudo
de determinación que le oprimía el estómago. «Anna, Anna, yo soy Anna —
repitió
para sí varias veces—. Pero, de todos modos, no puedo enfermar, ni
dejarme
ir, porque está Janet. Si yo desapareciera del mundo mañana, a nadie le
importaría,
salvo a Janet. ¿Qué soy, pues? Alguien necesario a Janet. ¡Pero esto es
terrible!
—concluyó aumentándole el miedo—. Es malo para Janet. Volvamos a
probar:
¿quién soy yo?...» Ya no pensó en Janet; la suprimió. Y vio su cuarto,
largo,
blanco, a media luz, con los cuadernos de colores sobre la mesa de caballete.
Se
vio a sí misma, Anna, sentada en el taburete de música, escribiendo
afanosamente,
redactando un párrafo en un cuaderno y tachándolo luego con una
línea
o una cruz. También vio las páginas recubiertas de diversos tipos de letra:
frases
entre paréntesis, fragmentadas, rotas, y sintió mareo y náusea. A
continuación
vio a Tommy, ya no a ella, de pie, con los labios fruncidos en un gesto
que
revelaba concentración, pasando las páginas de sus ordenados cuadernos.
Abrió
los ojos, mareada y temerosa, y vio el balanceo del reluciente techo.
La
rodeaban una mezcla de anuncios publicitarios y de caras inexpresivas, con la
vista
fija por el esfuerzo de mantener el equilibrio en el tren. Una de aquellas
caras,
con
la carne gris, amarillenta y de poros grandes, y la boca de aspecto arrugado y
húmedo,
estaba a seis centímetros y tenía los ojos clavados en ella. La cara sonrió,
mitad
temerosa, mitad invitadora, y Anna pensó: «Mientras yo estaba con los ojos
cerrados,
él me miraba y se imaginaba que me tenía debajo». Se encontró mal.
Desvió
sus ojos de aquel rostro, pero sentía el irregular aliento del hombre en su
mejilla.
Quedaban todavía dos estaciones. Anna empezó a escurrirse, centímetro a
centímetro,
sintiendo cómo en el traqueteo del tren el hombre se apretujaba tras
ella,
lívido de excitación. Era feo. « ¡Dios mío, qué feos son! ¡Qué feos somos
todos!»,
pensó Anna, mientras su carne, amenazada por la proximidad del otro, se
retorcía
de repugnancia. En la estación se deslizó afuera, chocando con los que
entraban.
Pero el hombre bajó también, se apretujó detrás de ella en la escalera 337
automática
y la siguió junto a la barrera del que recogía los billetes. Anna entregó
su
billete y avanzó apresuradamente, volviéndose para fruncirle el ceño mientras
él
le
decía, detrás mismo:
—¿Damos
un paseo? ¿Un paseo?
Mostraba
una sonrisa de triunfo, seguro de que en su imaginación la había
humillado,
triunfando sobre ella en el tren, mientras permanecía con los ojos
cerrados.
—Váyase
—le conminó, y avanzó en dirección a la calle.
El
hombre continuaba siguiéndola. Anna sentía miedo, y estaba asombrada
de
sí misma, asustada al comprobar que tenía miedo. « ¿Qué me ha pasado? —se
preguntó—.
Esto ocurre cada día, es el vivir en una ciudad, no me afecta...» Pero el
hecho
es que sí le afectaba, como la había afectado la necesidad agresiva de
Richard
de humillarla, media hora antes, en el despacho. La conciencia de que el
hombre
aún la seguía, con aquella sonrisa desagradable, le hizo desear echarse a
correr,
espantada. «Si pudiera ver o tocar algo que no fuera feo...» Enfrente mismo
de
ella había un carro de fruta que ofrecía, en ordenadas pilas, ciruelas,
melocotones,
albaricoques. Anna compró fruta y aspiró su olor ácido y limpio,
palpando
las pieles suaves o velludas. Aquello le hizo sentirse mejor. El pánico
había
desaparecido. El hombre que la había seguido continuaba cerca, aguardando
con
la sonrisa; pero se sentía ya inmunizada contra él. Le cruzó por delante,
impasible.
Llegaba
tarde, pero no le preocupaba, pues Ivor estaría en casa. Durante el
tiempo
que Tommy permaneció en el hospital y Anna estuvo tan a menudo con
Molly,
Ivor había entrado en sus vidas. Aquel joven casi desconocido, que vivía en
el
cuarto de arriba, que decía buenas noches y buenos días, que entraba y salía
discretamente,
se había convertido en amigo de Janet. La había llevado al cine
cuando
Anna estaba en el hospital, le ayudaba a hacer los deberes, y le repetía a
Anna
que no se preocupara, que le encantaba cuidar de Janet. Y era verdad. Sin
embargo,
esta nueva situación hacía que Anna se sintiese incómoda. No por ella o
por
Janet, pues con la niña demostraba una inteligencia de lo más simple, de lo
más
encantador.
De
pronto, se puso a pensar, subiendo las feas escaleras que conducían a la
puerta
del piso: «Janet necesita un hombre en su vida, echa de menos a un padre.
Ivor
es muy afectuoso con ella, pero como él no es un hombre... ¿Qué quiero decir
con
eso de que no es un hombre? Richard es un hombre, Michael es un hombre,
¿por
qué no lo es Ivor? Sé que con un hombre de verdad se produciría toda un área
de
tensiones, de malentendidos, que con Ivor no pueden producirse. Habría toda
una
dimensión que ahora no existe. Y, sin embargo, él es encantador con la niña...
¿Qué
quiero decir, pues, con eso de un hombre de verdad? Porque Janet adora a
Ivor.
Y adoraba, o así lo dice, a su amigo Ronnie...».
Hacía
unas semanas que Ivor le había preguntado si podía compartir la
habitación
con un amigo que iba corto de dinero y estaba sin trabajo. Anna siguió
los
trámites convencionales de ofrecerse a instalar otra cama en el cuarto, etc.
Ambas
partes habían interpretado su papel, pero Ronnie, actor en paro, se había
trasladado
al cuarto de Ivor y a su cama, y como a Anna le daba igual, no había
dicho
nada. Al parecer, Ronnie tenía la intención de quedarse, si a ella no le
importaba.
Anna sabía que Ronnie era el precio que se esperaba debía pagar por la
reciente
amistad de Ivor con Janet. 338
Ronnie
era un joven moreno y lleno de gracia, con el pelo cuidadosamente
ondulado
y brillante, y con una sonrisa blanca que emitía destellos. A Anna le cayó
mal,
pero al darse cuenta de que no le disgustaba tanto la persona como el tipo,
controló
sus sentimientos. También era amable con Janet, pero no le salía de
dentro
(como a Ivor), sino que era un afecto calculado. Seguramente su relación
con
Ivor también se debía a un cálculo, aunque esto no les atañía ni a ella ni a
Janet.
Sin embargo, Anna se sentía incómoda. «Supongamos que yo viviera con un
hombre...,
con un hombre de verdad —pensó—. O bien que estuviera casada.
Seguro
que entonces se produciría una tensión con Janet. Ella experimentaría
resentimiento
hacia él, se vería forzada a aceptarle, tendría que adaptarse. Y el
resentimiento
se debería precisamente al sexo, a que se trataría de un hombre. 0
incluso
si en la casa hubiera un hombre con el que yo durmiese o con el que no
quisiera
dormir, aun entonces el hecho de que él fuera un hombre de verdad
provocaría
tensiones, establearía un equilibrio. ¿Por qué, pues, siento que en
realidad
debiera tener a un hombre auténtico, por el bien de Janet y ya no digamos
por
el mío, en lugar de Ivor, un joven tan amable, encantador y sensible? ¿Acaso
pienso
—o así lo acepto (¿lo aceptamos todos?)—, que los niños necesitan
tensiones
para crecer? Pero ¿por qué? Y, no obstante, es obvio que lo siento así,
porque
de lo contrario no me incomodaría ver a Ivor con Janet, ya que él es como
un
perrazo cariñoso, como una especie de hermano mayor inofensivo... ¿Por qué
uso
la palabra inofensivo? Desprecio. Siento desprecio. Es despreciable por mi
parte
que
lo sienta. Un hombre auténtico... ¿Como Richard? ¿Como Michael? Ambos son
muy
estúpidos con sus hijos, lo cual no me impide creer que, sin duda alguna, su
condición,
el hecho de que les gusten las mujeres en lugar de los hombres, sería
mejor
para Janet.»
Anna
llegó a la pulcritud de su piso por las escaleras oscuras y polvorientas,
y
oyó la voz de Ivor arriba, leyéndole algo a Janet. Pasó ante la puerta de su
cuarto
grande,
subió por la escalera blanca, y encontró a Janet sentada con las piernas
cruzadas
sobre la cama, un diablillo de niña con el pelo negro, y a Ivor, moreno,
peludo
y afectuoso, sentado en el suelo, con una mano en el aire y recitando una
historia
sobre un colegio de niñas. Janet hizo un gesto con la cabeza a su madre,
avisándola
para que no interrumpiera. Ivor, usando la mano levantada como si
fuera
un palo, hizo un guiño y alzó la voz al leer:
—«Y,
así, Betty se inscribió como candidata para la selección del equipo de
hockey.
¿La seleccionarían? ¿Tendría suerte?» —Hizo una pausa para decirle a
Anna,
con su voz normal—: Te llamaremos cuando hayamos terminado. —Luego
prosiguió—:
«Todo dependía de la señorita Jackson. Betty se preguntaba si había
sido
sincera al desearle buena suerte el miércoles, después del partido. ¿Lo había
dicho
sinceramente?».
Anna
se quedó detrás de la puerta para escuchar, y descubrió que en la voz
de
Ivor había otro componente, un matiz nuevo: burla. La burla iba dirigida contra
el
mundo del colegio de niñas, contra el mundo femenino, no contra lo absurdo de
la
historia; y había empezado en el instante en que Ivor se dio cuenta de la
presencia
de Anna. Sí, pero no había nada insólito en ello; ya estaba
acostumbrada.
Porque la burla, la defensa del homosexual, no era otra cosa que el
exceso
de galantería de un hombre de verdad, del hombre normal que trata de
sentar
unos límites en la relación con una mujer, conscientemente o no, aunque por
lo
general sea inconsciente. Era el mismo sentimiento, frío y evasivo, llevado un
paso
más allá; había una diferencia de grado, pero no intrínseca. Anna miró a Janet
asomándose
por la puerta, y vio en la cara de la niña una sonrisa indicadora de que
estaba
encantada, aunque también algo incómoda. Sentía que la burla iba dirigida
a
ella, una hembra. Anna dirigió el pensamiento mudo y compasivo a su hija:
«Bueno,
pobrecita, más vale que te acostumbres pronto, porque vas a tener que 339
vivir
en un mundo lleno de esto». Y entonces, cuando Anna estuvo totalmente fuera
de
escena, la voz de Ivor perdió el elemento de parodia y volvió a ser normal.
La
puerta de la habitación que compartían Ivor y Ronnie estaba abierta.
Ronnie
cantaba, también en tono de parodia. Era una canción que se cantaba por
todas
partes en un tono de deseo anhelante y como un aullido: «Dame esta noche
lo
que quiero, nena. No me gusta que tú y yo peleemos, nena. Bésame,
apriétame...»,
etc. Ronnie también se burlaba del amor normal, y a un nivel de
mofa
vulgar y arrabalera. Anna pensó: « ¿Por qué supongo que todo esto no va a
afectar
a Janet? ¿Por qué doy por supuesto que no se puede corromper a los niños?
Lo
que pasa es que estoy segura de que mi influencia, la influencia de una mujer
sana,
es lo suficientemente fuerte como para contrarrestar la de ellos. Pero ¿por
qué
razón habría de serlo?». Se volvió para bajar la escalera. La voz de Ronnie
calló,
y su cabeza apareció por la puerta. Era una cabeza peinada con cariño: la
cabeza
de una muchacha con aire de chico. Él sonrió, sarcástico, como diciendo lo
más
claramente posible que, en su opinión, Anna le había estado espiando. Una de
las
cosas turbadoras de Ronnie era que siempre suponía que la gente decía o hacía
cosas
referidas a él; de modo que constantemente se tenía conciencia de su
persona.
Anna le saludó con un gesto de la cabeza, mientras pensaba: «En mi
propia
casa no me puedo mover libremente por culpa de estos dos. Estoy todo el
tiempo
a la defensiva, en mi propio piso...». Entonces Ronnie decidió ocultar su
malicia
y salió, parándose con negligencia y dejando caer todo el peso de su cuerpo
sobre
una cadera.
—Vaya,
Anna, no sabía que también tú participaras de la alegría de la hora
de
los niños.
—Me
he asomado a echar un vistazo —repuso Anna sin más.
Se
había convertido en la encarnación del encanto seductor.
—Es
una niña tan encantadora, tu Janet...
Indudablemente,
Ronnie había recordado que estaba viviendo allí gratis, y
que
dependía del buen humor de Anna. En aquellos momentos era la figura
perfecta
de... «Pues sí —pensó Anna—, la perfecta imagen de la muchacha bien
educada,
de una corrección casi pegajosa. —Y añadió, dirigiéndose a él en
silencio—:
Muy jeune filie.» Le dedicó una breve sonrisa, con la que trataba de
comunicarle:
A mí no me engañas, y más vale que te des cuenta de ello, y bajó las
escaleras.
Sin embargo, una vez estuvo abajo miró arriba y pudo ver que él seguía
allí,
sin mirarla a ella, con los ojos clavados en la pared. Su cara, bonita y
cuidada,
tenía
una expresión preocupada. De miedo. « ¡Jesús! —pensó Anna—. Ya veo lo
que
va a suceder: quiero que se largue, pero si no me vigilo no seré capaz de
echarle,
porque le tendré lástima.»
Entró
en la cocina y llenó un vaso de agua, lentamente, dejando correr el
líquido
para verlo salpicar y brillar, para oír su rumor refrescante. Usaba el agua
como
antes había usado la fruta: para calmarse, para darse confianza ante la
posibilidad
de lo normal. Sin embargo, todo el rato pensaba: «He perdido el
equilibrio
completamente. Siento como si el aire de este piso estuviese
envenenado,
como si el espíritu de lo perverso y feo estuviera por todas partes. No
obstante,
es una tontería. Lo cierto es que todo lo que pienso actualmente está
equivocado.
Siento que lo está... y, sin embargo, me protejo con este tipo de
reflexiones.
¿De qué me protejo?». Volvió a sentirse mal, y tuvo miedo, como le
había
ocurrido en el metro. Pensó: «Tengo que pararlo, no me queda otro remedio
que
pararlo». Pero era incapaz de decir qué debía parar. Decidió ir a la habitación
340
de
al lado, sentarse y... No terminó la reflexión, porque la mente se le ocupó con
la
imagen
de un pozo seco que se llenaba lentamente de agua. «Sí, esto es lo que me
pasa:
estoy seca, vacía. Debo tocar una fuente en alguna parte; de lo contrario...»
Abrió
la puerta del cuarto grande y allí, negra, a contraluz frente a la ventana,
había
una gran forma femenina que tenía algo amenazador. Anna preguntó,
secamente:
—¿Quién
es?
Inmediatamente
accionó el interruptor de la luz, de modo que la figura
cobró
forma y personalidad al iluminarse.
—¡Dios
mío, Marion!, ¿eres tú?
Anna
parecía enfadada; estaba azorada por la equivocación cometida.
Observó
de cerca a Marion, pues durante los años de trato le había parecido una
figura
que daba pena, pero nunca que amenazara. Y mientras lo hacía se pudo ver
a
sí misma realizando todo el proceso que, le parecía, tenía que seguir cientos
de
veces
al día: erguirse, endurecerse, ponerse en guardia. Pero se sentía tan
cansada,
debido a que «el pozo estaba vacío», que alertó su cerebro como una
maquinita
crítica y seca. Podía, incluso, sentir el funcionamiento de su inteligencia,
operando
a la defensiva y con eficacia, como una máquina. Y pensó: «La
inteligencia
es la única barrera entre yo y... —Hizo una pausa, aunque esta vez
sabía
cómo terminar la frase—: Entre yo y la locura. Sí».
Marión
dijo:
—Lamento
haberte dado un susto, pero fui arriba y oí a tu joven leyéndole
algo
a Janet, y no quise molestarles. Luego, aquí, he pensado que se estaba bien a
oscuras...
Anna
oyó las palabras «tu joven», que reflejaban una modestia ingenua,
como
si procedieran de una matrona de salón dedicándole cumplidos a una joven, y
pensó
que los cinco primeros minutos después de encontrarse con Marión siempre
tenían
algo de discordante. Luego se acordó del ambiente en que Marion se crió y le
dijo:
—Perdona
si he parecido enfadada. Estoy cansada. Me ha pillado la hora
punta...
Se
puso a correr las cortinas y a restaurar en la habitación la severidad
tranquila
que necesitaba para ella.
—¡Pero,
Anna, estás tan mal acostumbrada! La gente común como nosotros
la
vivimos cada día...
Anna
le lanzó una mirada atónita: ella, Marion, que jamás había tenido que
enfrentarse
con algo tan común como las aglomeraciones de las horas punta, ahora
le
hablaba en aquel tono. Miró su cara, inocente, con los ojos brillantes, llena
de
entusiasmo,
y le dijo:
—Necesito
beber una copa. ¿Quieres?
Le
ofreció una copa a Marion con la sincera naturalidad de siempre, cuando
ésta
ya decía: 341
—Oh
sí, me gustaría mucho. Pero sólo una. Tommy dice que es mucho más
valiente
decidir beber normalmente, en lugar de dejarlo del todo. ¿Crees que tiene
razón?
Yo sí. Creo de verdad que es muy listo y muy fuerte.
—Sí,
pero debe de ser mucho más difícil.
Anna
vertió whisky en dos vasos, de espaldas a Marión, tratando de pensar:
«
¿Está aquí porque sabe que acabo de ver a Richard? Y si la razón es otra, ¿cuál
será?».
—Acabo
de ver a Richard.
Marion
tomó el vaso y lo colocó a su lado con una falta aparentemente
sincera
de interés, al tiempo que comentaba:
—Ah,
¿sí? Bueno, siempre habéis sido muy buenos compinches.
Anna
se negó a parpadear ante el vocablo compinches; notó con alarma que
la
irritación le iba aumentando progresivamente, fortaleció el rayo claro de su
fría
inteligencia,
y oyó arriba a Ivor vociferar con toda su alma:
—¡Chuta!,
gritaron cincuenta voces entusiasmadas. Y Betty, corriendo a
través
del campo como si le fuera en ello la vida, dio un puntapié a la pelota y
metió
un gol. ¡Lo había conseguido! El aire vibró con los vítores de las jóvenes,
mientras
Betty vislumbraba los rostros de sus camaradas a través de una neblina
de
lágrimas de felicidad.
—¡Me
gustaban tanto estas maravillosas historias de colegio, cuando era
niña!
—la voz de Marion adquirió un timbre juvenil, y suspiró.
—Yo
las odiaba.
—Es
que tú siempre has sido una chica muy intelectual.
Anna
se sentó entonces con el vaso de whisky y examinó a Marion. Llevaba
un
traje caro de color marrón, claramente nuevo. El pelo oscuro, algo gris,
acababa
de
ser ondulado. Los ojos, castaños, le brillaban y tenía las mejillas rosadas.
Era la
viva
estampa de la matrona pletórica, feliz y viva.
—Y
por eso he venido a verte. La idea fue de Tommy. Necesitamos tu
ayuda,
Anna. Tommy ha tenido una idea maravillosa, de veras creo que es un chico
muy
inteligente... Bueno, pues los dos hemos creído que te lo debíamos pedir a ti.
En
este punto, Marion sorbió el whisky, hizo una ligera moue de delicado
disgusto
y, dejando el vaso, continuó en aquel tono parlanchín:
—Gracias
a Tommy, me acabo de dar cuenta de lo ignorante que soy.
Empezó
al leerle los periódicos. Nunca había leído nada. Y, claro, ¡él está tan bien
informado!
Me explica las cosas, y realmente me siento una persona muy distinta,
terriblemente
avergonzada por no haberme preocupado nunca más que de mí
misma.
—Richard
mencionó que ahora te interesabas por la política. 342
—¡Oh
sí! Y él está enfadadísimo, lo mismo que mi madre y mis hermanas. —
Oyéndola,
se hubiera dicho que era una chica traviesa.
Sonreía
apretando coquetamente los labios y lanzando miraditas y
parpadeos
de reojo.
—Lo
imagino —comentó Anna.
La
madre de Marion era la viuda de un general, y sus hermanas eran todas
ladies
u honorables. Anna era capaz de comprender que alguien se complaciera en
enojarlas.
—Claro
que ellas no tienen idea de nada. Como yo hasta que Tommy me
tomó
a su cuidado. Siento como si mi vida hubiera empezado en aquel instante. Me
siento
como nueva.
—Pareces
otra persona.
—Ya
lo sé, Anna. ¿Dices que has visto a Richard?
—Sí,
en su despacho.
—¿Ha
mencionado algo sobre el divorcio? Te lo pregunto porque si te ha
mencionado
algo de ello a ti, entonces supongo que me lo tengo que tomar en
serio.
Siempre me viene con amenazas y chulerías. ¿Sabes? Es un chulo terrible.
Por
eso no me lo he tomado en serio. Pero si realmente habla de ello, debo creer
que
Tommy y yo habremos de tomárnoslo en serio.
—Me
parece que quiere casarse con su secretaria. Así lo ha dicho.
—¿La
has visto? —inquirió Marión, que verdaderamente se reía y adoptaba
una
expresión pícara.
—Sí.
—¿Has
notado algo?
—Que
se parece a ti cuando tenías su edad.
—Sí.
—Marion se rió de nuevo—. ¿No es divertido?
—Si
a ti te lo parece...
—Sí
me lo parece. —Marión suspiró de repente, y la cara le cambió. Ante los
ojos
de Anna, se convirtió, de una niña pequeña en una mujer sombría. Se quedó
con
la mirada fija, seria, irónica, y añadió—: ¿Es que no te das cuenta? Tengo que
encontrarlo
cómico.
—Sí,
me doy cuenta.
—Sucedió
de repente, una mañana, durante el desayuno. Richard siempre
ha
sido horrible a la hora del desayuno. Siempre ha tenido mal humor y se ha
quejado.
Pero lo curioso es que se lo he dejado hacer. ¿Por qué...? Y él, dale que
dale,
venga a quejarse de que veía demasiado a Tommy. De pronto, fue como una 343
revelación.
En serio, Anna. Parecía como si botara por toda la habitación, con la
cara
roja y un genio de mil diablos. Yo escuchaba su voz. Tiene una voz muy fea,
¿no
encuentras? Tiene voz de matón, ¿verdad?
—Sí,
es cierto.
—Y
yo pensé..., Anna, ¡ojalá lo pudiera explicar! Realmente fue una
revelación.
Pensé: «He estado casada con él muchos años, y durante todo el
tiempo
he estado... como transportada por él». En fin, a las mujeres les pasa, ¿no?
No
pensaba en nada más. Durante años, por las noches he llorado hasta caer
dormida,
y he hecho escenas, y he sido una tonta y una desgraciada y... La
cuestión
es, ¿y todo para qué? Hablo en serio, Anna. —Anna sonrió, y Marion
prosiguió—:
Porque lo importante es que él no es nada, ¿verdad? No es muy
guapo,
ni muy inteligente..., y me importa un comino que sea tan importante, que
sea
el jefe de una industria. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Anna
asintió, al tiempo que preguntaba:
—Bueno,
¿y qué pasó?
—Pues
que pensé: « ¡Dios mío, por esta persona he echado a perder mi
vida!»
Me acuerdo del momento exacto. Yo estaba sentada a la mesa del desayuno,
vestida
con una especie de negligée que había comprado porque a él le gusto con
ese
tipo de cosas, ya sabes, volantes y flores... Bueno, mejor dicho, antes le
gustaba
con ellas. Yo siempre las he odiado. Y pensé que durante años he estado
llevando
ropa que encuentro odiosa y todo para dar gusto a esa criatura.
Anna
se rió. Marion también se reía, con su hermosa cara llena de vida por
la
ironía crítica que empleaba consigo misma, y tenía los ojos tristes y sinceros.
—Es
humillante, ¿verdad, Anna?
—Sí,
lo es.
—Me
apuesto lo que quieras a que tú nunca has hecho la tonta ningún
estúpido.
Tienes demasiado sentido común para ello.
—Eso
es lo que tú crees —replicó Anna secamente pero se dio cuenta de que
había
cometido un error, porque Marion necesitaba verla, a ella, Anna, como a una
mujer
autosuficiente y no vulnerable.
Marión,
sin haber oído las palabras de Anna, insistió:
—No,
tú tienes demasiado sentido común, y por eso te admiro.
Lo
dijo sujetando el vaso con los dedos en tensión. Luego bebió un sorbo de
whisky,
y otro, otro, otro... Anna se esforzó en no mirar. Finalmente, oyó la voz de
Marión:
—Y
luego está esa chica, Jean. Cuando la vi, fue otra revelación. Está
enamorado
de ella; es lo que dice. Pero ¿de qué está enamorado? Ésta es la
cuestión.
Sólo está enamorado de un tipo, de algo que le pone cachondo.
La
grosería de las palabras pone cachondo, sorprendente en Marion, hizo
que
Anna levantara la vista hacia ella. Marion estaba crispada, con su gran cuerpo
344
rígido
y derecho en la silla, los labios apretados, los dedos como garras en torno al
vaso
vacío, cuyo contenido miraba con avidez.
—¿Y
qué es ese amor? Nunca me ha querido. Quiere a chicas altas, de pelo
castaño
y con pechos abultados. Yo tenía un busto muy bonito en mi juventud.
—Una
chica color de avellana —dijo Anna, espiando la mano ávida que se
enroscaba
en torno al vaso vacío.
—Sí.
Y por eso no tiene nada que ver conmigo. Es, lo que he decidido.
Seguramente
ni sabe cómo soy. Por lo tanto, ¿para qué hablar de amor?
Marion
se rió, con dificultad. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, los
cerró
con tanta fuerza que las pestañas color castaño temblaron contra las mejillas,
que
ahora parecían cansadas. Luego abrió nuevamente los ojos, que parpadearon y
escudriñaron;
buscaban la botella de whisky que estaba encima de la mesa de
caballete,
junto a la pared. «Si me pide más bebida tendré que dársela», pensó
Anna.
Era como si ella, Anna, estuviera participando con todo su ser en la lucha
silenciosa
de Marión. Ésta cerró los ojos otra vez, recobró el aliento, los abrió, miró
la
botella, giró espasmódicamente el vaso entre los dedos, y volvió a cerrar los
ojos.
«Con
todo —pensó Anna—, para Marion es mejor ser una borrachina y una
persona
entera; mejor borracha, desengañada y sincera que sobria, si el precio ha
de
ser convertirse en una pequeña ingenua, boba y detestable.» La tensión se
había
hecho tan dolorosa que de pronto, dijo, con objeto de romperla:
—¿Qué
quería Tommy de mí?
Marion
se incorporó, dejó el vaso, y en un instante se transformó de una
mujer
triste, honesta y vencida, en una niña pequeña.
—¡Oh
qué maravilloso es!¡Es tan maravilloso en todo, Anna! Le he dicho que
Richard
quería divorciarse, y él ha reaccionado maravillosamente.
—¿Qué
dijo?
—Que
debo hacer lo que sea justo, lo que a mí me parezca bien, y que no
he
de seguirle la corriente a Richard sobre su engreimiento sólo porque me parece
que
sería lo más generoso o porque quiero mostrarme noble de sentimientos. Mi
primera
reacción fue decir: «Que se divorcie, ¿a mí qué me importa? Yo tengo
dinero
suficiente, no es problema». Pero a Tommy no le parecía bien, pues tengo
que
pensar en lo que a la larga resultará mejor para Richard. Y, así, he de
obligarle
a
enfrentarse con sus responsabilidades.
—Ya
veo.
—Sí.
Tiene una cabeza muy clara. Y más cuando piensas que sólo cuenta
veintiún
años. Aunque imagino que esta cosa terrible que le ha pasado tiene mucho
que
ver con ello. Quiero decir que es terrible, sí, pero no la puedes considerar
una
tragedia
cuando ves que se comporta con tanto valor, sin ceder nunca, y que es
una
persona tan maravillosa.
—No,
supongo que no. 345
—Y
por eso mismo Tommy me aconseja que no haga ningún caso a Richard,
que
lo ignore. Porque, lo digo muy en serio, quiero dedicar mi vida a cosas más
importantes.
Tommy me está enseñando el camino. Voy a vivir para los demás, y
no
para mí.
—Bien.
—Ésta
es la razón por la que he pasado a verte. Tienes que ayudarnos a
Tommy
y a mí.
—De
acuerdo. ¿Qué debo hacer?
—¿Te
acuerdas de aquel cabecilla negro, aquel africano que tú conocías? Un
tal
Mathews, o algo así.
Eso
no era, en absoluto, lo que Anna se esperaba.
—¿No
querrás decir Tom Mathlong?
Marion
había sacado un cuaderno de notas y estaba con el lápiz a punto.
—Sí.
Dame su dirección, por favor.
—¡Pero
si está en la cárcel!
Se
sentía impotente. Al oír su propia voz haciendo tímidos reparos, se dio
cuenta
de que no sólo se sentía impotente, sino aterrorizada. Era el mismo pánico
que
la asaltaba cuando estaba con Tommy.
—_Sí,
claro, está en la cárcel. Pero ¿cómo se llama?
—Pero,
Marión, ¿qué te propones hacer?
—Ya
te lo he dicho, no voy a vivir más para mí sola. Quiero escribirle al
pobre,
a ver en qué puedo ayudarle.
—Pero,
Marión... —Anna la miró, tratando de establecer contacto con la
mujer
que hacía unos minutos había estado hablando con ella, pero se encontró
con
la mirada fija de unos ojos castaños empañados por una culpable, pero dichosa
histeria.
Anna prosiguió, con firmeza—: No es una cárcel bien organizada, como
Brixton
o alguna otra de aquí. Seguramente es una barraca entre el matorral, a
cientos
de kilómetros de cualquier parte, con unos cincuenta prisioneros políticos
que,
muy probablemente, ni reciben cartas. ¿Qué creías? ¿Que tenían sus días de
visita
y cosas así?
Marión
hizo un puchero y respondió:
—Me
parece que ésa es una actitud horrible y negativa hacia aquellos
pobres.
Anna
pensó: «Actitud negativa viene de Tommy; son ecos del Partido
comunista.
Pero lo de pobres es totalmente de Marion. Es muy probable que su
madre
y sus hermanas den ropa vieja a sociedades caritativas». 346
—Quiero
decir —prosiguió Marion alegremente— que es un continente
encadenado.
(Tribune, pensó Anna; o quizás el Daily Worker.)— Deben tomarse
medidas
inmediatas para restaurar la fe de los africanos en la justicia, si no es ya
demasiado
tarde. — (El New Statesman, pensó Anna.)— En fin, la situación debe
ser
examinada exhaustivamente en interés de todos. — (El Manchester Guardian,
en
momentos de crisis aguda.)— ¡Pero, Anna, no comprendo tu actitud! ¿Seguro
que
reconoces que hay algo que no funciona? — (El Times, en un editorial
publicado
una semana después de la noticia sobre el fusilamiento de veinte
africanos
por la administración blanca, que, además, encarceló a otros cincuenta
sin
juicio.)
—Marion,
¿qué te ha dado?
Marión
se inclinaba adelante ansiosamente, pasándose la lengua por sus
labios
sonrientes y parpadeando con avidez.
—Mira,
si quieres intervenir en la política de África, hay unas organizaciones
de
las que puedes hacerte miembro. Tommy lo debe saber.
—Pero
los pobres infelices, Anna... —dijo Marión, en tono de gran
reprobación.
Anna
pensó: «La mentalidad política de Tommy, antes del accidente, había
llegado
mucho más allá de... "los pobres infelices"... De modo que su mente
ha
sido
afectada seriamente o...». Anna guardó silencio, considerando por vez primera
que
el cerebro de Tommy podía haber resultado dañado.
—¿Te
ha dicho Tommy que vinieras a pedirme la dirección de la cárcel del
señor
Mathlong, para que tú y él pudierais mandar paquetes de comida y cartas de
consuelo
a los pobres prisioneros? Él sabeI perfectamente que nunca llegarían a la
cárcel,
aparte todo lo demás.
Los
ojos castaños y brillantes de Marión, fijos en Anna, no la veían. Su
sonrisa
de muchacha iba dirigida a una amiga encantadora, pero terca.
—Tommy
ha dicho que tus consejos podrían ser útiles. Y que los tres
podríamos
trabajar juntos para la causa común.
Anna,
al empezar a comprender, se enojó. Dijo, en voz alta, con sequedad:
—Hace
años que Tommy no ha pronunciado la palabra causa más que
irónicamente.
Si ahora la usa...
—Pero,
Anna, ¡eso suena tan cínico! No parece que venga de ti.
—Olvidas
que todos nosotros, Tommy incluido, hemos estado metidos en el
ambiente
de las buenas causas desde hace años, y te aseguro que si hubiéramos
pronunciado
la palabra con ese respeto tuyo, nunca hubiéramos conseguido nada.
Marion
se puso de pie. Daba la impresión de sentirse extremadamente
culpable,
astuta y encantada consigo misma. Entonces, Anna comprendió que
Marion
y Tommy habían hablado de ella, y decidieron salvar su alma. ¿Para qué? Se
sentía
extraordinariamente enojada. El enojo era desproporcionado con relación a
lo
sucedido, se daba perfecta cuenta de ello; y por eso sentía más terror. 347
Marion
captó el enojo, lo cual le produjo complacencia y confusión a la vez.
—Lamento
muy de veras haberte molestado para nada —se excusó.
—¡Oh,
no! No ha sido para nada. Escríbele una carta al señor Mathlong,
Administración
de la Cárcel, Provincia Septentrional. No la recibirá, naturalmente,
pero
en estas cosas lo que cuenta es el gesto, ¿verdad?
—Gracias,
Anna. Muchas gracias. ¡Eres tan útil! Ya sabíamos nosotros que
ibas
a colaborar. Bueno, ahora debo irme.
Marion
se fue, deslizándose por la escalera de un modo que parodiaba a una
niña
culpable, pero desafiadora. Anna la observó y se vio a sí misma, de pie en el
rellano,
con aire impasible, rígida, crítica. Cuando Marion hubo desaparecido de su
vista,
Anna fue al teléfono y llamó a Tommy.
La
voz le llegó lenta y educada, a través del kilómetro de calles.
—Cero,
cero, cinco, seis, siete.
—Soy
Anna. Marion acaba de irse. Dime, ¿ha sido realmente idea tuya eso
de
adoptar por carta a prisioneros políticos africanos? Porque si es así, no puedo
menos
que sospechar que andas algo despistado.
Hubo
una pausa momentánea.
—Me
alegro de que hayas llamado, Anna. Me parece que sería una buena
cosa.
—¿Para
los pobres prisioneros?
—Para
serte franco, creo que sería una buena cosa para Marion. ¿Tú no? Es
evidente
que necesita interesarse por algo fuera de ella misma.
Anna
dijo:
—¿Una
especie de terapéutica, quieres decir?
—Sí.
¿No estás de acuerdo conmigo?
—Pero,
Tommy, la cuestión es que yo no creo que necesite ninguna
terapéutica
o, por lo menos, no de esta clase en particular.
Tommy
dijo con cuidado, al cabo de un silencio:
—Gracias
por llamarme y darme tu opinión, Anna. Te estoy muy agradecido.
Anna
se rió, enfadada. Esperaba que él se riera con ella; a pesar de todo,
había
estado pensando en el antiguo Tommy, quien sí se hubiera reído. Colgó el
aparato
y se quedó temblando. Tuvo que sentarse.
«Este
chico, Tommy... Le conozco desde que era niño. Ha sufrido un
percance
terrible y, sin embargo, ahora le veo como una especie de sombra, como
una
amenaza, algo que da miedo. Y todos tenemos la misma sensación. No, no 348
está
loco, no es eso; pero se ha transformado en una persona distinta, nueva...
Ahora
no puedo pensar sobre ello; lo haré más tarde. Tengo que dar la cena a
Janet.»
Eran
las nueve pasadas, y hacía rato que Janet debía haber cenado. Anna
puso
comida en una bandeja y la subió, ordenando su mente para disipar a Marión,
Tommy
y todo lo que representaban. De momento, al menos.
Janet
tomó la bandeja sobre sus rodillas y dijo:
—¿Madre?
—Sí.
—¿Te
gusta Ivor?
—Sí.
—A
mí me gusta mucho. Es cariñoso.
—Sí
que lo es.
—¿Te
gusta Ronnie?
—Sí
—repuso Anna, después de vacilar.
—Pero,
en realidad, no te gusta.
—¿Por
qué lo dices? —preguntó Anna, sorprendida.
—No
lo sé. Sólo he pensado que no te gustaba, porque a Ivor le hace hacer
cosas
tontas.
No
dijo nada más, pero se tomó la cena en un estado meditativo y
abstraído.
Miró varias veces, muy astutamente, a su madre. Ésta, dejándose
inspeccionar,
mantenía una expresión de calma.
Cuando
se hubo acostado Janet, Anna bajó a la cocina y fumó mientras
bebía
una taza de té. Ahora estaba preocupada por Janet. «A Janet la turba todo
este
asunto —pensó—, pero ella no sabe por qué. La causa no es Ivor, sino el
ambiente
creado por Ronnie. Podría decirle a Ivor que Ronnie tiene que marcharse.
Casi
seguro que ofrecerá pagar un alquiler por Ronnie, pero no se trata de eso.
Siento
exactamente lo mismo que con Jemmie...»
Jemmie
era un estudiante cingalés que había vivido en el cuarto de arriba
durante
un par de meses. A Anna no le gustaba, pero no se atrevía a decirle que se
fuera
porque era de color. Al final, el problema se solucionó gracias a que él se fue
a
Ceilán. Y ahora Anna era incapaz de decir a un par de jóvenes que turbaban su
paz
de espíritu, que se marcharan porque eran homosexuales. Sabía que a ellos,
como
al estudiante de color, les iba a ser difícil encontrar una habitación.
Sin
embargo, ¿por qué habría de sentirse Anna responsable...? «Como si
una
no tuviera ya suficientes problemas con los hombres normales —se dijo,
tratando
de disipar su sensación de incomodidad con una broma. Pero la broma 349
fracasó.
Lo intentó de nuevo—: Es mi casa, mi casa, mi casa.» Esta vez intentaba
revestirse
de arraigados sentimientos de propiedad. Esto también fracasó. Se
quedó
pensando: «Al fin y al cabo, ¿por qué tengo una casa? Porque escribí un libro
del
que me avergüenzo y que me ha producido mucho dinero. Suerte, suerte, eso
es
todo. Y odio todo esto: mi casa, mis posesiones, mis derechos. Y, no obstante,
cuando
llega un punto en que me siento incómoda, caigo en ello como cualquier
otra
persona. Lo mío. La propiedad, las posesiones... Voy a proteger a Janet debido
a
mis posesiones. ¿De qué sirve protegerla a ella? Va a crecer en Inglaterra, un
país
lleno de hombres que son como niños pequeños, como homosexuales, como
semihomosexuales...».
Sin embargo, este pensamiento un tanto manido se
desvaneció
arrastrado por una fuerte ola de emoción auténtica: « ¡Qué caramba!
Quedan
unos pocos hombres auténticos y haré lo posible para que tenga uno de
ellos
a su lado. Voy a cuidar de que crezca de modo que sepa reconocer a un
hombre
auténtico cuando se lo encuentre. Ronnie va a tener que marcharse».
Con
lo cual se fue al cuarto de baño, y se dispuso a acostarse. Las luces
estaban
encendidas. Se detuvo junto a la puerta y vio a Ronnie contemplándose
ansiosamente
en el espejo situado encima el estante donde ella tenía sus
cosméticos.
Se estaba poniendo loción en las mejillas, con el algodón de ella, y
tratando
de borrar las arrugas de la frente.
—¿Te
gusta más mi loción que la tuya?
Se
volvió, sin mostrar sorpresa. Anna notó que lo había hecho adrede para
que
ella le encontrara allí.
—Querida
mía —dijo él graciosamente y con coquetería—, estaba probando
tu
loción. ¿A ti te va bien?
—No
mucho—dijo Anna.
Se
apoyó contra la puerta, observando, aguardando a que le explicara lo
que
ocurría.
Ronnie
llevaba un costoso batín de seda, de un color purpúreo, suave y
borroso,
y un pañuelo rojo alrededor del cuello. Sus zapatillas eran de cuero rojo,
caro,
en forma de babuchas, con una tira dorada. Daba la impresión de que estaba
en
un harén, no en aquel piso perdido en el Londres estudiantil. Ladeó la cabeza,
dándose
toquecitos a las ondas de pelo negro, ligeramente gris, con una mano bien
cuidada.
—He
probado de utilizar un tinte —observó—, pero se ve el gris.
—Hace
distinguido, de todos modos —comentó Anna.
Acababa
de comprender que, aterrorizado ante la perspectiva de verse en la
calle,
apelaba a ella como lo haría una chica con otra. Trató de convencerse de que
la
divertía. Lo cierto era que sentía repugnancia, y que se avergonzaba de ello.
—Pero,
mi querida Anna —susurró él, seductoramente—, tener un aspecto
distinguido
está muy bien si uno se codea, si me permites decirlo así, con los que
conceden
los empleos.
—Ronnie
—dijo Anna, sucumbiendo a pesar de su repugnancia, e
interpretando
el papel que se esperaba de ella—, si estás encantador, a pesar de 350
alguna
que otra cana. Estoy segura de que docenas de personas te encuentran
irresistible.
—No
tantas como antes —puntualizó—. Por desgracia, debo confesarlo.
Claro
que me las arreglo bastante bien, a pesar de las subidas y bajadas. Pero
tengo
que cuidarme mucho.
—Tal
vez deberías encontrar un protector rico y permanente muy pronto.
—Pero,
querida —exclamó, con un pequeño contoneo de la cadera, del todo
inconsciente—,
¿no pensarás que no lo he probado?
—¡No
sabía que el mercado estuviera tan saturado! —exclamó Anna,
expresando
su repugnancia y avergonzándose de sus palabras antes, incluso, de
haberlas
pronunciado.
«
¡Dios mío! —pensó—. ¡Nacer así! ¡Y me quejo de las dificultades que
entraña
ser una mujer como yo! ¡Dios bendito! ¡Podía haber nacido un Ronnie!»
Él
le dirigió una rápida y franca mirada llena de odio. Vaciló, 'pues el impulso
había
sido demasiado fuerte, y dijo:
—Me
parece que, bien pensado, prefiero tu loción a la mía. Tenía la mano
encima
de la botella, reclamándola. Le sonrió de lado, desafiándola, odiándola
abiertamente.
Ella,
con una sonrisa, adelantó la mano y tomó la botella: —Bien, será mejor
que
te compres una para ti. ¿No crees? Y entonces la sonrisa de él fue rápida,
impertinente.
Reconocía que ella le había vencido, que la odiaba por ello, que se
proponía
volver a intentarlo pronto. Luego la sonrisa se desvaneció y fue sustituida
por
la expresión de miedo frío y cansado que había visto antes. Se estaba diciendo
a
sí mismo que sus impulsos de sarcasmo eran peligrosos, y que debería aplacarla,
en
lugar de desafiarla.
Se
excusó rápidamente, con un murmullo encantador y que trataba de
restablecer
las paces, dio las buenas noches, y subió de puntillas al cuarto de Ivor.
Arma
se bañó y luego fue a ver si Janet dormía bien. La puerta del cuarto de
los
jóvenes estaba abierta. Anna se sorprendió, pues ellos sabían que cada noche a
aquella
hora subía a ver a Janet. Luego se dio cuenta de que estaba abierta a
propósito.
Oyó: —De nalgas gruesas como vacas...
Era
la voz de Ivor, y añadió un ruido obsceno. Luego la voz de Ronnie:
—Pechos
sudorosos y caídos... E hizo como si vomitara.
Anna,
furiosa, estuvo a punto de entrar e insultarles. Se encontró, en
cambio,
débil, temblorosa y aterrorizada. Bajó sigilosamente la escalera, con la
esperanza
de que no se hubieran dado cuenta de su presencia. Pero entonces
cerraron
la puerta con un golpe, y oyó la risa de Ivor y las carcajadas estridentes
de
Ronnie. Se metió en la cama, horrorizada de sí misma, pues se daba cuenta de
que
aquella breve escena de obscenidades que habían preparado para ella, no era
más
que el aspecto nocturno de la puerilidad de niña pequeña de Ronnie, o de la
afabilidad
de perrazo de Ivor, y de que así podía habérselo imaginado mucho antes,
sin
tener que esperar a que se lo demostraran. Tenía miedo porque se sentía 351
afectada.
Permaneció sentada en la cama, fumando a oscuras en el centro de
aquella
gran habitación, y la embargó una profunda sensación de vulnerabilidad e
impotencia.
Se dijo de nuevo: «Si me desmoronara...». El hombre del metro la
había
afectado; los dos jóvenes de arriba la habían dejado temblando. Una semana
antes,
al volver tarde del teatro, un hombre se le había exhibido en la esquina de
una
calle oscura. Su reacción no fue ignorarlo, sino encogerse por dentro, como si
se
hubiera tratado de un ataque personal contra ella. Sintió que había sido
amenazada...
En cambio, recordando tiempos no muy lejanos, vio a aquella otra
Anna
que atravesaba los peligros y la fealdad de la gran urbe sin miedo e inmune.
Ahora,
sin embargo, parecía como si la fealdad se le hubiera acercado tanto que
estaba
a punto de desvanecerse gritando.
¿Y
cuándo había nacido esa nueva Anna vulnerable? Lo sabía. Cuando
Michael
la dejó.
Anna
con miedo y sintiéndose mal, pese a todo se sonrió de sí misma, se
sonrió
de su conciencia de que ella, la mujer independiente, sólo era independiente
e
inmune frente a la fealdad de las perversidades del sexo, del sexo violento,
cuando
era querida por un hombre. Permanecía sentada a oscuras, sonriendo, o
más
bien forzándose a sonreír, y pensando que no había ninguna persona en el
mundo
a quien pudiera comunicar aquella broma, salvo a Molly. Pero Molly estaba
pasando
tantas dificultades, que no se podía hablar con ella, por el momento. Sí:
tenía
que llamar a Molly por la mañana y hablar con ella de Tommy.
Y
entonces Tommy volvió a ocupar la primera fila de sus preocupaciones,
junto
a su problema con Ivor y Ronnie. ¡Aquello era demasiado! Se deslizó bajo las
sábanas,
aferrándose a ellas.
«El
hecho —se dijo Anna, tratando de conservar la calma— es que no me
encuentro
en condiciones para enfrentarme con nada. Me mantengo por encima de
todo
esto, del caos, gracias a este cerebro mío que cada vez es más frío. Me
balanceo
para conservar el equilibrio.» (Anna vio de nuevo su cerebro como una
maquinita
impávida, haciendo tic tac en la cabeza.)
Estaba
tumbada, con miedo, y otra vez acudieron a su mente aquellas
palabras:
el manantial se ha secado. Y a las palabras las acompañó la imagen: el
pozo
seco, una hendidura abierta en la tierra, que era todo polvo.
Buscando
algo donde sujetarse, se asió al recuerdo de Madre Azúcar. «Sí.
Tengo
que soñar con agua», se dijo. ¿De qué le serviría aquella larga
"experiencia"
con
Madre Azúcar, si ahora, en tiempo de sequía, no podía recurrir a ella en busca
de
ayuda? «Tengo que soñar cómo volver al manantial.»
Anna
se durmió y soñó. Estaba de pie al borde de un desierto ancho y
amarillo,
al mediodía. El sol aparecía oscurecido por el polvo que pendía del aire, y
tenía
un siniestro color naranja por encima de la extensión amarilla y polvorienta.
Anna
sabía que debía cruzar el desierto. Al otro lado, en el extremo más alejado,
había
unas montañas, de color púrpura, naranja y gris. Los colores del sueño eran
extraordinariamente
hermosos y vividos. Pero estaba encerrada en medio de ellos,
cercada
por aquellos colores brillantes y secos. No había agua en ninguna parte.
Anna
empezó a caminar a través del desierto, para llegar a las montañas.
Éste
fue el sueño con que se despertó por la mañana; y sabía lo que
significaba.
El sueño marcaba un cambio en ella, en el conocimiento de sí misma.
En
el desierto estaba sola, no había agua y se encontraba muy lejos de los
manantiales.
Se despertó sabiendo que, si quería cruzar el desierto, tendría que 352
librarse
de fardos. Se había ido a la cama sin ideas claras acerca de lo que haría
con
Ivor y Ronnie, y despertó sabiendo lo que iba a hacer. Detuvo a Ivor cuando
salía
hacia el trabajo (Ronnie estaba todavía en la cama, durmiendo el sueño de las
amantes
mimadas), y le comunicó:
—Ivor,
quiero que te vayas.
Aquella
mañana tenía el semblante pálido, aprensivo y suplicante. No podía
exteriorizar
más claramente sus sentimientos, sin pronunciar estas palabras:
—Lo
siento mucho. Estoy enamorado de él y no puedo controlarme.
Pero
no era necesaria la aclaración.
—Ivor,
debes darte cuenta de que esto no puede seguir así.
—Hace
tiempo que te lo quería decir... ¡Has sido tan amable!
Verdaderamente
me gustaría pagar por la estancia de Ronnie.
—No.
—El
alquiler que fijes tú.
Incluso
entonces, cuando sin duda se sentía avergonzado por su actitud de
la
noche anterior, y sobre todo asustado porque su idilio podía recibir un rudo
golpe,
no pudo evitar que su voz adoptase de nuevo aquel tono de desprecio y
burla.
—Puesto
que hace semanas que Ronnie está aquí y yo no he mencionado la
cuestión
del alquiler, es obvio que no se trata de eso —contestó Anna, disgustada
con
la persona fría y crítica que estaba allí, hablando con aquella voz.
Él
volvió a vacilar. Su cara era una mezcla muy notable de culpabilidad,
impertinencia
y miedo.
—Mira,
Anna, voy a llegar muy tarde al trabajo. Bajaré esta noche y lo
discutiremos,
¿te parece bien?
Habló
desde la espalera, bajándola a saltos, tratando desesperadamente de
alejarse
de ella y de su propio impulso de burlarse, de provocarla.
Anna
regresó a la cocina. Janet estaba tomando el desayuno. La niña le
preguntó:
—¿De
qué hablabas con Ivor?
—Le
sugería que debería marcharse o que, por lo menos, lo hiciera Ronnie...
—Rápidamente
añadió, pues Janet iba a protestar—: El cuarto es para una persona,
no
para dos. Y como son amigos, seguramente prefieren vivir juntos.
Ante
la sorpresa de Anna, Janet decidió no protestar. Durante el desayuno
se
mantuvo quieta y en silencio, tal como había permanecido durante la cena de la
noche
anterior. Al final observó: 353
—¿Por
qué no voy al colegio?
—¡Pero
si ya vas al colegio!
—No.
Quiero decir a un colegio de verdad, a un pensionado.
—Los
pensionados no son ni mucho menos como el de la historia que Ivor te
leía
ayer noche.
Janet
pareció que iba a proseguir, pero abandonó el tema. Se fue a la
escuela,
como siempre.
Ronnie
bajó al cabo de un rato, mucho antes de lo que tenía por costumbre.
Iba
vestido con cuidado, y estaba muy pálido bajo el débil colorete que llevaba en
las
mejillas. Por primera vez se ofreció a hacerle las compras a Anna.
—Soy
muy útil para las tareas de la casa —adujo.
Cuando
Anna rehusó, tomó asiento en la cocina y se puso a charlar con
mucha
gracia. Sus ojos la miraban suplicantes.
Pero
Anna había tomado una determinación firme, y cuando Ivor fue a verla
a
su cuarto aquella noche, se mantuvo en su decisión. Así que Ivor sugirió que
Ronnie
se marcharía, pero él se quedaría.
—Después
de todo, Anna, he vivido aquí durante muchos meses, y nunca
habíamos
tenido ninguna agarrada. Estoy de acuerdo contigo; Ronnie pedía
demasiado.
Pero él se va a ir, te lo prometo. —Anna vaciló y él insistió—: Además
está
Janet. La echaría de menos... Y no creo que exagere si digo que ella también
me
echaría de menos a mí. Nos vimos muy a menudo mientras tú estabas tan
ocupada
ayudando a tu amiga durante aquel horrible asunto de su hijo.
Anna
cedió, y Ronnie se marchó. Lo hizo aparatosamente, dando a entender
claramente
a Anna que era una mala pécora por echarle (y ella, en efecto, se sentía
una
mala pécora), y a Ivor que había perdido un amante, cuyo precio mínimo era
un
techo bajo el que cobijarse. Ivor sintió resentimiento hacia Anna por la
pérdida,
y
se lo demostró. Ponía mala cara.
Sin
embargo, la mala cara de Ivor significó que las cosas volvieron a ser
como
antes del accidente de Tommy. Casi nunca le veían. Se había vuelto a
convertir
en el joven que daba las buenas noches y los buenos días cuando se
cruzaban
en la escalera. La mayoría de las noches salía. Luego Anna oyó que
Ronnie
no había logrado retener a su nuevo protector, que se había instalado en un
cuartito
en una calle vecina, y que Ivor le mantenía.
Doris Lessing - El cuaderno dorado - Versión de Helena Valenti - Editorial Noger S.A.
Libro: El Cuaderno Dorado
Magnífico, como todo lo de Doris Lessing.
ResponderEliminarTocó varios géneros y en todos destacó.
Ana,
ResponderEliminarSí, a mi me dejo un huella profunda la lectura de sus novelas.
Un abrazo