Imagen de Leonora Carrington
La
mudanza
Hay un amor al extravío en todas las personas extraviadas,
a la larga uno levanta su casa donde resulta que ha caído:
arena, agua, barro, tierra firme. ¿Pero y si resultara
posible la mudanza, si el movimiento
no fuera una explosión que de improviso
transporta las moléculas de un cuerpo
de un lugar a otro lugar, si el movimiento fuera
desprenderse como se desprende una gota de una rama,
si fuera algo así de lento, así
de irreversible?
Imagen de Remedios Varo - aprendiz
París,
Texas
Me gustaría contarte lo que veo, hablarte
de los hoteles abandonados apareciendo de la nada
en el medio de la carretera como castillos solitarios
cuyos puentes levadizos hubieran sido
contarte lo que veo pero es imposible
hallar un dolor que condescienda
a ser narrado. ¿Vale la pena entonces,
emprender tan largo viaje para ir de un extremo
a otro del silencio? También es imposible
callar por completo: sé que terminaré por llamarte,
como se llama a alguien cuando se está a oscuras,
sin el auxilio de la voz, un estremecimiento
semejante al de esas luciérnagas
que al chocar contra un parabrisas en la ruta,
de polvo y luz, y ésa – quizás- es su idea
de un encuentro.
(Wim Wenders)
Imagen de la red
Leona
Nunca fue el violador:
fue el hermano, perdido,
el compañero/gemelo cuya
palma
tendría una línea de la
vida idéntica a la/nuestra.
Adrienne Rich
Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aún así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
es ser como una fiera que ha caído
cada músculo, cada ligamento,
Biografía
Claudia Masin nació en
Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es escritora y psicoanalista. Vive
desde 1990 en Buenos Aires. Coordina talleres de escritura.
Publicó los libros de poesía:
Bizarría (Nusud, Buenos Aires, 1997), Geología (Nusud, Buenos Aires, 2001,
reeditado por Curandera, Buenos Aires, 2011), La vista (Visor, Madrid, 2002,
reeditado por Hilos, Buenos Aires, 2012), Abrigo (Bajo la Luna, Buenos Aires,
2007), La plenitud (Hilos, Buenos Aires, 2010, Raspabook, Murcia, 2014), El
secreto (antología 1997-2007) (Ediciones de la Paz, Resistencia, 2007), el
libro de fotografías y poemas El verano (Ediciones de la Paz, Resistencia,
2010) y La siesta (Naveluz, UNAM, México).
Actualmente se encuentran en
preparación su antología personal La materia sensible, a ser editada en Buenos
Aires por la editorial Viajero Insomne, y el libro La cura, que será editado en
Buenos Aires por la editorial Hilos.
Su libro La vista ha obtenido por
unanimidad el Premio Casa de América de España en 2002. Su libro Abrigo ha obtenido
una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004.
Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés, portugués
e italiano.
Participó en varias antologías de poesía y ensayo, en su país
y en el exterior.
Fuente: La Revista del otro
Puse mucha atención a tus letras.
ResponderEliminarMe gustan tienes una pluma diferente
Me agrada.
Seguiré leyendo te!
Gracias
poetacallado.
Hola Humberto, estos tres poemas pertenecen a la poeta argentina Claudia Masin, celebro que te hayan gustado.
ResponderEliminarUn saludo