Imagen de Flor Garduño
El
papel de tapiz amarillo
Por Charlotte
Perkins Gilman
versión: Jofre Homedes Beutnagel - Editorial
Lumen, 2001
No es nada habitual que gente corriente
como John y yo alquile casas solariegas para el verano.
Una mansión colonial, una heredad... Diría
que una casa encantada, y llegaría a la cúspide de la felicidad romántica.
¡Pero eso sería pedir demasiado al destino!
De todos modos, diré con orgullo que hay
algo extraño en ella.
Si no, ¿por qué iba ser tan barato el
alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo desocupada?
John se ríe de mí, claro, pero es lo que se
espera del matrimonio.
John es sumamente práctico. No tiene
paciencia con la fe, la superstición le produce un horror intenso, y se burla
abiertamente en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver
y reducir a cifras.
John es médico, y es posible (claro que no
se lo diría a nadie, pero esto lo escribo sólo para mí, y con gran alivio por
mi parte), es posible, digo, que ése sea el motivo de que no me cure más
deprisa.
¡Es que no se cree que esté enferma!
¿Y qué se le va a hacer?
Si un médico de prestigio, que además es tu
marido, asegura a los amigos y a los parientes que lo que le pasa a su mujer no
es nada grave, sólo una depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a
la histeria), ¿qué se le va a hacer?
Mi hermano, que también es un médico de
prestigio, dice lo mismo.
O sea, que tomo no sé si fosfatos o
fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro aire fresco, y hago ejercicio, y tengo
terminantemente prohibido «trabajar» hasta que vuelva a encontrarme bien.
Personalmente disiento de sus ideas.
Personalmente creo que un trabajo
agradable, interesante y variado, me sentaría bien.
Pero ¿qué se le va a hacer?
Durante una temporada sí que escribí, a
pesar de lo que dijeran; pero es verdad que me agota bastante. Tener que
llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición firme...
A veces me parece que en mi estado, con
algo menos de oposición y más trato con la gente, más estímulos... Pero John
dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que hacerlo
me produce siempre malestar.
Así que cambiaré de tema y hablaré de la
casa.
¡Qué maravilla de finca! Es bastante
solitaria, apartada de la carretera, a sus buenos cinco kilómetros del pueblo.
Me recuerda esas casas inglesas que salen en los libros, porque tiene setos,
muros y verjas que se cierran con candado, y muchas casitas desperdigadas para
los jardineros y la gente.
¡Además tiene un jardín que es una
preciosidad! No lo he visto igual en mi vida: grande, con mucha sombra,
cruzado por caminitos con boj en los bordes, y en todas partes hay pérgolas
largas, con parras y asientos debajo.
También había invernaderos, pero están
todos rotos.
Tengo entendido que hubo problemas legales,
una cuestión de herederos y coherederos; el caso es que lleva años vacía.
Me temo que eso da al traste con lo del
fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.
Hasta se lo dije a John una noche de luna,
pero me contestó que lo que notaba era corriente de aire, y cerró la ventana.
¡Corriente de aire!
A veces me enfado con John sin motivo.
Estoy más sensible que antes, eso seguro. Yo creo que es por mi problema de
nervios.
Pero John dice que si pienso eso me
olvidaré de controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por controlarme,
al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.
No me gusta nada el dormitorio. Yo quería
uno de la planta baja que daba a la galería, con rosas enmarcando la ventana y
unas colgaduras de chintz anticuadas que eran una preciosidad; pero John se
negó en redondo.
Dijo que sólo había una ventana, que el
espacio no daba para dos camas y que tampoco había ningún otro dormitorio
cerca para que se instalara él.
Es muy atento, muy cariñoso, y casi no me
deja dar un paso sin intervenir.
Me ha preparado un horario con indicaciones
para cada hora del día. John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una
mezquina y una desagradecida por no valorarlo más.
Dijo que si habíamos venido a esta casa era
exclusivamente por mí, que aquí tendría reposo absoluto y todo el aire que se
puede respirar. «El ejercicio que hagas depende de tu fuerza, cariño –dijo–, y
lo que comas, en cierto modo, de tu apetito, pero el aire lo puedes absorber en
todo momento.» En definitiva, que nos instalamos en el cuarto de los niños, el
más alto de la casa.
Es una habitación grande y aireada, que
ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todos los flancos, y aire
y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto de los niños, luego
sala de juegos y al final gimnasio, porque en las ventanas hay barrotes para
niños pequeños, y en las paredes anillas y otras cosas.
Es como si la pintura y el papel de pared
estuvieran gastados por todo un colegio. Está arrancado (el papel) a trozos
grandes alrededor del cabezal de mi cama, más o menos hasta donde llego con el
brazo, y en una zona grande de la pared de enfrente, cerca del suelo. En mi
vida he visto un papel más feo.
Uno de esos diseños vistosos y exagerados
que cometen todos los pecados artísticos habidos y por haber.
Es lo bastante soso para confundir al ojo
que lo sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a
su examen, y cuando sigues un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se
suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en
contradicciones inconcebibles.
El color es repelente, casi repugnante: un
amarillo chillón y sucio, desteñido de manera rara por la luz del sol, que se
desplaza lentamente.
En algunas partes se convierte en un
naranja paliducho y desagradable, y en otras coge un tono verdoso repelente.
¡No me extraña que no les gustara a los
niños! Yo, si tuviera que vivir mucho tiempo en esta habitación, también lo
odiaría.
Viene John. Tengo que esconder esto. Le
irrita que escriba.
Llevamos dos semanas en la casa y desde el
primer día no he vuelto a tener ganas de escribir.
Estoy sentada al lado de la ventana, en
este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide explayarme todo
lo que quiera, como no sea la falta de fuerzas.
John se pasa el día fuera, y hasta hay
noches en que tiene casos graves y se queda.
¡Me alegro de que no lo sea el mío!
Aunque estos problemas de nervios son lo
más deprimente que hay.
John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay
«motivo» para sufrir, y con eso le basta.
Claro que sólo son nervios. ¡Me agobian
tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer!
¡Yo que tenía tantas ganas de ayudar a
John, de servirle de descanso y de consuelo, y aquí estoy, tan joven y
convertida en una carga!
Nadie se creería el esfuerzo que representa
lo poco que puedo hacer: vestirme, recibir visitas y hacer pedidos.
Suerte que Mary tiene tanta maña con el
bebé. ¡Qué monada de criatura!
Pero no puedo, no puedo estar con él. ¡Me
pongo tan nerviosa...!
Supongo que John no habrá estado nervioso
en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel de pared!
Al principio quiso poner uno nuevo, pero
luego dijo que estaba dejando que me obsesionara, y que para una enferma de
los nervios no hay nada peor que ceder a esa clase de fantasías.
Dijo que una vez puesto un papel nuevo
pasaría lo mismo con la cama, tan maciza, y luego con los barrotes de las
ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se
convertiría en el cuento de nunca acabar.
–Tú sabes que este sitio te sienta bien
–dijo–, y francamente, cariño, no pienso reformar la casa sólo para un alquiler
de tres meses.
–Pues vamos abajo –dije yo–. Abajo hay
dormitorios muy bonitos.
Entonces me tomó en brazos y me llamó
tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.
De todas maneras tiene razón con lo de las
camas, las ventanas y el resto.
Es una habitación tan aireada y cómoda que
más no se puede pedir. Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar
a John por un simple capricho.
La verdad es que me estoy encariñando con
el dormitorio. Con todo menos con ese papel tan horrible.
Por una ventana se ve el jardín, las
misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable las flores de otra época,
creciendo por todas partes, los arbustos los árboles nudosos...
Por otra tengo una vista encantadora de la
bahía, y de un embarcadero pequeño, privado, que pertenece a la casa. Se baja
por un caminito precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente
caminando por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha avisado de que no
alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre
de inventarme cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede desembocar
en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi fuerza de
voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.
A veces pienso que si tuviera fuerzas para
escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar.
Pero cada vez que lo intento me doy cuenta
de que me canso mucho.
¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me
haga compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien del todo
invitaremos varios días al primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento
preferiría ponerme petardos en el cojín que dejarme en una compañía tan
estimulante.
Ojalá me curara más deprisa.
Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la
impresión de que este papel «sabe» la mala influencia que tiene!
Hay una zona recurrente donde el dibujo se
dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al revés.
Es tan impertinente, tan pertinaz, que me
pone furiosa. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes
aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no
encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto
que el otro.
Nunca había visto tanta expresión en una
cosa inanimada, ¡y ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba
despierta en la cama, y sacaba más diversión y más miedo de una pared en
blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría de los niños en una
tienda de juguetes.
Aún me acuerdo de la simpatía con que me
guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y había una silla
a la que siempre tuve por una amiga fiel.
Me parecía que si alguna de las demás cosas
tenía un aspecto demasiado amenazador siempre podía subirme a la silla y
ponerme a salvo.
Lo peor que puede decirse del mobiliario de
esta habitación es que le falta armonía, porque tuvimos que subirlo de la
planta baja. Supongo que cuando servía de sala de juegos tuvieron que quitar
todo lo de cuando eran pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto unos
destrozos como los que hicieron aquí los chavales.
Ya he dicho que el papel de pared está
arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían
de tener perseverancia.
El suelo, además, está cubierto de rayas,
agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y
esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la
habitación, parece salida de una guerra.
Pero a mí me da igual. Sólo me molesta el
papel.
Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es, y
qué bien me trata! Que no me encuentre escribiendo.
Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y
no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy
enferma porque escribo!
Pero cuando no está puedo seguir
escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos.
Hay una que da a la carretera, una
carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene vistas al campo. También
es bonita, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados.
Este papel de pared tiene una especie de
dibujo secundario en otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve
cuando la luz entra de según qué manera y ni siquiera así queda nítido.
Pero en las partes donde no se ha descolorido
y donde da el sol así... Veo una especie de figura extraña, provocadora,
amorfa, algo que parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y
llamativo.
¡Ya sube la hermana!
¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de
julio! Se han marchado todos y estoy agotada. John pensó que me iría bien ver a
gente, y por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una
semana.
Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa
Jennie de todo.
Pero igualmente me he cansado.
John dice que si no mejoro más deprisa me
enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell.
Yo no quiero ir por nada del mundo. Una vez
fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano, sólo que
peor.
Además, un viaje tan largo son palabras
mayores.
Tengo la sensación de que no vale la pena
esforzarse por nada, y es horrible lo nerviosa y quejica que me estoy poniendo.
Lloro por nada, y me paso casi todo el día
llorando.
Cuando está John no lloro, claro, ni con él
ni con nadie, pero cuando estoy sola sí.
Y últimamente paso mucho tiempo sola. A
menudo John se queda en la ciudad por casos graves, y Jennie, que es buena, me
deja sola siempre que se lo pido.
Entonces paseo un poco por el jardín o por
aquel caminito tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas, y
paso bastante tiempo estirada aquí arriba.
Me está gustando mucho el dormitorio, a
pesar del papel de pared. O puede que a causa de él...
¡Lo tengo tan metido en la cabeza!
Me quedo estirada en esta cama enorme e
imposible de mover (yo creo que está clavada al suelo), y me paso horas
siguiendo el dibujo. Va tan bien como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo:
empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me
comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a algún
tipo de conclusión.
Algo sé de los principios del diseño, y veo
que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición,
simetría o cualquier otro principio que conozca yo.
Se repite en cada rollo, lógicamente, pero
en nada más.
Según cómo se mire, cada rollo es
independiente, y las pomposas curvas y adornos (una especie de «románico
degenerado» con delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas
y fatuas.
En cambio, visto de otra manera se conectan
en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas de horror
óptico, como una vasta extensión de algas movidas por la corriente.
También funciona en sentido horizontal, o
al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa
dirección que acabo cansada.
Pusieron un rollo en horizontal, a modo de
friso. Parece mentira lo que ayuda eso a complicarlo todavía más.
Hay una esquina de la habitación donde está
casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la
luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables
grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos
despedidos con el mismo enloquecimiento.
Me cansa seguirlo con la vista. Me parece
que voy a echar una cabezadita.
No sé por qué escribo esto.
No quiero escribirlo.
No me siento capaz.
Además, sé que a John le parecería absurdo.
¡Pero de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un
alivio tan grande...!
Aunque el esfuerzo está siendo más grande
que el alivio.
Ahora me paso la mitad del tiempo con una
pereza horrible, y me tiendo con mucha frecuencia.
John dice que no tengo que perder fuerzas.
Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué
más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha.
¡Qué bueno es John! Me quiere mucho, y no
le gusta nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él en serio y
contarle las ganas que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo
Henry y Julia.
Pero dijo que no estaba en condiciones de
hacer el viaje, ni de resistirlo una vez ahí; y yo no me defendí demasiado
bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.
Me está costando mucho razonar. Supongo que
será por los nervios.
Y el bueno de John me tomó en brazos, me
llevó arriba, me puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza.
Dijo que yo era la niña de sus ojos, su
consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y
ponerme bien.
Dice que de esto sólo puedo salir yo misma;
que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por
fantasías tontas.
Una cosa me consuela: el bebé está bien de
salud y contento, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los niños,
con su horrendo papel de pared.
¡Si no lo hubiéramos usado nosotros habría
sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo
que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera en una habitación así.
Es la primera vez que lo pienso, pero a fin
de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo
soportarlo mucho mejor que un bebé.
Claro que ahora ya no se lo comento a
nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo.
En ese papel hay cosas que sólo sé yo;
cosas que no sabrá nadie más.
Cada día se destacan más las formas
imprecisas que hay detrás del dibujo principal.
Siempre es la misma forma, sólo que muy
repetida.
Y es como una mujer agachada, arrastrándose
detrás del dibujo. No me gusta nada. Me pregunto si... Empiezo a pensar...
¡Ojalá que John se me llevase de aquí!
Es muy difícil hablar con John de mi caso,
porque es tan listo, y me quiere tanto...
De todos modos anoche lo intenté.
Había luna. La luna entra por todos los
lados, igual que el sol.
Hay veces en que odio verla; va subiendo
muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas.
John dormía, y como no me gusta despertarlo
me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre el papel de pared ondulante,
hasta que me entró miedo.
Parecía que la figura borrosa de detrás
sacudiera el dibujo, como si quisiera salir.
Me levanté sigilosamente y fui a tocar el
papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.
–¿Qué te pasa, criatura? –dijo–. No te
pasees así, que te resfriarás.
Me pareció buen momento para hablar. Le
dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que se me llevara a otra
parte.
–¡Pero cariño! –contestó–. Nos quedan tres
semanas de alquiler, y no se me ocurre ninguna manera de marcharnos antes.
»En casa aún no están hechas las
reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad así como así. Si corrieras
peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor mío,
aunque tú no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que me digo. Estás
ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más
tranquilo que antes.
–No peso ni un gramo más –dije–; al revés.
¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por
la mañana, cuando te vas, está peor!
–¡Pobre cielito mío! –dijo John,
abrazándome con fuerza–. ¡Te dejo estar todo lo enferma que quieras! Pero a ver
si ahora aprovechamos para dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.
–¿O sea, que no quieres marcharte?
–pregunté con voz triste.
–¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres
semanitas más y saldremos de viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar
la casa. Estás mejor, cariño. Hazme caso.
–Físicamente puede que sí... –empecé a
decir; pero me quedé a media frase, porque John se incorporó y me dirigió una
mirada tan seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.
–Cariño –dijo–, te ruego por mi bien y el
de nuestro hijo, además del tuyo, que no dejes que se te meta esa idea en la
cabeza ni un segundo. Para un carácter como el tuyo no hay nada más peligroso.
Ni más fascinante. Es una idea falsa, además de tonta. ¿No te fías de mi
palabra de médico?
Yo, como es lógico, no dije nada más al
respecto. Tardamos poco en acostarnos. John creyó que había sido la primera en
dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta varias horas, tratando de
decidir si el dibujo principal y el de detrás se movían juntos o separados.
* * *
En un dibujo de esta clase, a la luz del
sol, hay una falta de secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación
constante en un cerebro normal.
El color de por sí ya es bastante
repulsivo, bastante inestable y bastante exasperante, pero el dibujo es una
tortura.
Te parece que lo tienes dominado, pero
justo cuando lo sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás y se acabó lo
que se daba. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te pisotea. Es como una
pesadilla.
El dibujo principal es un arabesco
recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con
articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en circunvoluciones
que no se acaban nunca. Es algo así.
¡Pero sólo a veces!
Este papel tiene una peculiaridad muy
marcada, algo que por lo visto sólo noto yo: que cambia con la luz.
Cuando entra el sol de lleno por la ventana
del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa
que nunca acabo de creérmelo.
Por eso siempre lo observo.
A la luz de la luna (cuando hay luna entra
luz toda la noche) no me parece el mismo papel.
¡De noche, sea cual sea la fuente de luz
(el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se
convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se
ve con absoluta claridad.
Tardé bastante en reconocer lo que se ve
detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es
una mujer.
A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo
creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante...! Yo,
mirándolo, me quedo horas sin moverme.
Últimamente paso mucho tiempo estirada.
John dice que me conviene, y que tengo que dormir todo lo que pueda.
Lo cierto es que empecé por culpa suya,
porque me obligaba a estirarme una hora después de cada comida.
Estoy convencida de que es mala costumbre,
porque el caso es que no duermo.
Y eso fomenta el engaño, porque no le digo
a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar!
El caso es que le estoy tomando un poco de
miedo a John.
Hay veces en que lo veo muy raro, y hasta
Jennie tiene una mirada inexplicable.
De vez en cuando, como mera hipótesis
científica, pienso... ¡que quizá sea el papel!
En más de una ocasión he observado a John
sin que se diera cuenta, uno de esos días en que entraba en el dormitorio sin
avisar con cualquier excusa inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando
el papel. A Jennie también. Una vez sorprendí a Jennie tocándolo.
Ella no sabía que yo estuviera en la habitación,
y cuando le pregunté con voz tranquila, muy tranquila, controlándome al
máximo, qué hacía con el papel... ¡Dio media vuelta como si la hubieran
sorprendido robando, y me miró con cara de enfadada! ¡Me preguntó que por qué
la asustaba!
Luego dijo que el papel lo manchaba todo,
que había encontrado manchas amarillas en toda mi ropa y en la de John, y que a
ver si teníamos más cuidado.
Qué inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que está
estudiando el dibujo, y estoy decidida a ser la única que descubra la solución!
Mi vida se ha vuelto mucho más interesante.
Es porque tengo algo más que esperar, que vigilar. La verdad es que como mejor
y estoy más tranquila que antes.
¡Qué contento está John de que mejore! El
otro día se rió un poco y dijo que se me veía más sana, a pesar del papel de
pared
Yo, para no hablar del tema, me reí. No
tenía la menor intención de decirle que la causa era justamente el papel de
pared. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera querido sacarme de esta casa.
Ahora no quiero irme hasta que haya
descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.
¡Me encuentro cada vez mejor! De noche no
duermo mucho, por lo interesante que es observar los acontecimientos; de día,
en cambio, duermo bastante.
De día cansa y desconcierta.
Siempre hay nuevos brotes en el hongo, y
nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo llevar la
cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente.
¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me
recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los
ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas.
Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el
olor! Lo noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto
sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que
estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha.
Se infiltra por toda la casa.
Lo encuentro flotando por el comedor,
agazapado en el salón, escondido en el vestíbulo, acechándome en la escalera.
Se me mete en el pelo.
Hasta cuando salgo a montar a caballo. De
repente giró la cabeza y lo sorprendo: ¡ahí está el olor!
¡Y qué raro es! Me he pasado horas
intentando analizarlo, para saber a qué olía.
Malo no es, al menos al principio. Es muy
suave. Nunca había olido nada tan sutil y a la vez tan persistente.
Con esta humedad resulta asqueroso. De
noche me despierto y lo descubro flotando sobre mí.
Al principio me molestaba. Llegué a pensar
seriamente en quemar la casa, sólo para matar el olor.
Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo
único que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor amarillo.
Hay una marca muy rara en la pared, por la
parte de abajo, cerca del zócalo: una raya que recorre toda la habitación. Pasa
por detrás de todos los muebles menos de la cama. Es una mancha larga, recta y
uniforme, como de haber frotado algo muchas veces.
Me gustaría saber cómo y quién la hizo, y
para qué. Vueltas, vueltas y vueltas. Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!
* * *
Por fin he hecho un verdadero hallazgo.
A fuerza de mirarlo cada noche, cuando
cambia tanto, he acabado por descubrir la solución.
El dibujo principal se mueve,
efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás!
A veces pienso que detrás hay varias
mujeres: otras veces que sólo hay una, que se arrastra a toda velocidad y que
el hecho de arrastrarse lo sacude todo.
En las partes muy iluminadas se queda
quieta, mientras que en las más oscuras coge las barras y las sacude con
fuerza.
Siempre quiere salir, pero ese dibujo no
hay quien lo atraviese. ¡Es tan asfixiante! Yo creo que es la explicación de
que tenga tantas cabezas.
Lo atraviesan, y luego el dibujo las
estrangula, las deja boca abajo y les pone los ojos en blanco.
Si estuvieran tapadas las cabezas, o
arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.
* * *
¡Me parece que la mujer sale de día!
Voy a decir por qué, pero que no se entere
nadie: ¡la he visto!
¡La veo por todas mis ventanas!
Estoy segura de que es la misma mujer,
porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que se arrastren a la luz del
día.
La veo por el camino largo que pasa debajo
de los árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se esconde
debajo de las zarzamoras.
La entiendo perfectamente. ¡Debe de ser muy
humillante que te sorprendan arrastrándote en pleno día!
Yo, cuando me arrastro de día, siempre
cierro con llave. De noche no puedo, porque sé que John enseguida sospecharía
algo.
Y últimamente está tan raro que prefiero no
irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación!
Además, no quiero que a esa mujer la saque
nadie de noche como no sea yo.
A menudo me pregunto si podría verla por
todas las ventanas a la vez.
Pero por muy deprisa que dé vueltas, sólo
consigo mirar por una.
¡Y aunque siempre la vea, cabe la
posibilidad de que la velocidad con que anda a gatas sea mayor que la de mis
vueltas!
Alguna vez la he visto lejos, en campo
abierto, arrastrándose con la misma rapidez que la sombra de una nube en un día
de viento.
* * *
¡Ojalá el dibujo principal pudiera
separarse del de debajo! Me propongo intentarlo poco a poco.
¡He descubierto otra cosa extraña, pero
esta vez no pienso decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente.
Sólo quedan dos días para quitar el papel,
y me parece que John empieza a notar algo. No me gusta cómo me mira.
Además, le he oído hacer a Jennie muchas
preguntas profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno.
Dice que de día duermo mucho.
¡John sabe que de noche no duermo demasiado
bien, y eso que casi no me muevo!
También me hizo toda clase de preguntas a
mí fingiéndose muy tierno y atento.
¡Como si no se le notara!
De todos modos no me extraña nada su
comportamiento, después de tres meses durmiendo debajo de este papel.
Lo mío sólo es interés, pero estoy segura
de que a John y a Jennie, en secreto, les afecta.
* * *
¡Hurra! Es el último día, pero no me hace
falta ninguno más. John se queda a dormir en la ciudad, y no volverá hasta
tarde.
Jennie quería dormir conmigo, la muy pilla,
pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola una noche.
¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad
es que no he estado sola en absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer
empezó a arrastrarse y sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla.
Yo estiraba, y ella sacudía; luego sacudía
yo y estiraba ella, y antes del amanecer habíamos arrancado varios metros de
papel.
Una franja como yo de alta, y de ancha como
la mitad de la habitación.
¡Después, cuando ha salido el sol y el
dibujo ha empezado a burlarse de mí, he jurado acabar con él hoy mismo!
Nos vamos mañana. Están trasladando todos
mis muebles a la planta baja para dejarlo todo como al llegar.
Jennie ha mirado la pared con cara de
sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura rabia, por lo horrible que era el
papel.
Se ha puesto a reír y me ha dicho que no le
habría importado hacerlo ella misma, pero que no está bien que me canse.
¡Qué manera de quedar en evidencia!
Pero estoy aquí, y este papel no lo toca
nadie más que yo. ¡Antes muerta!
Jennie ha intentado sacarme de la
habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero yo le he dicho que ahora está tan vacía y
tan limpia que me entraban ganas de estirarme otra vez y dormir todo lo que
pudiera; que no me despertara ni para cenar, y que ya la avisaría yo cuando
estuviera despierta.
Vaya, que se ha marchado, y los criados no
están. Los muebles tampoco. Sólo queda la cama clavada al suelo, con el colchón
de lona que encontramos encima.
Esta noche dormiremos abajo, y mañana
tomaremos el barco a casa.
Me gusta bastante esta habitación, ahora
que vuelve a estar vacía.
¡Qué destrozos hicieron los niños!
¡La cama está como si la hubieran mordido!
Pero tengo que poner manos a la obra.
He cerrado la puerta y he tirado la llave
al camino de delante.
No quiero salir, ni quiero que entre nadie
hasta que llegue John.
Quiero darle una buena sorpresa.
Tengo una cuerda que no ha encontrado ni
Jennie. ¡Así, si sale la mujer y quiere escaparse, podré atarla!
¡Pero se me ha olvidado que no puedo llegar
muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay quien la mueva!
He intentado levantarla y empujarla hasta
quedarme lisiada. Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de
un mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el papel hasta
donde alcanzaba de pie en el suelo. ¡Está pegadísimo, y el dibujo se lo pasa
en grande! ¡Todas las cabezas estranguladas, y los ojos saltones, y la
proliferación de hongos, todos se mofan de mí a gritos!
Me estoy enfadando tanto que acabaré
haciendo algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable,
pero las barras son demasiado fuertes para intentarlo.
Además, tampoco lo haría. Desde luego que
no. Sé perfectamente que sería un acto indecoroso, y que podría interpretarse
mal.
Ni siquiera me gusta mirar por las
ventanas. ¡Hay tantas mujeres arrastrándose, y corren tanto...!
Me gustaría saber si salen todas del papel,
como yo.
Pero ahora estoy bien sujeta con mi cuerda,
la que no encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la carretera!
Supongo que cuando se haga de noche tendré
que ponerme otra vez detrás del dibujo. ¡Con lo que cuesta!
¡Es tan agradable estar en esta habitación
tan grande, y andar a gatas siempre que quiera...!
No quiero salir. No quiero, ni que me lo
pida Jennie.
Porque fuera hay que arrastrarse por el
suelo, y en vez de amarillo es todo verde.
Aquí, en cambio, puedo andar a gatas por el
suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a la marca larga de la pared,
con la ventaja de que así no me pierdo.
¡Anda, si está John al otro lado de la
puerta! ¡Es inútil, jovencito, no podrás abrirla!
¡Qué berridos, y qué golpes!
Ahora pide un hacha a gritos.
¡Sería una lástima destrozar una puerta tan
bonita!
—¡John, querido! —he dicho con la máxima
amabilidad—. ¡La llave está al lado de la escalera de entrada, debajo de una
hoja!
Con eso se ha callado un rato.
Luego ha dicho (con mucha serenidad):
—¡Abre la puerta, cariño!
—No puedo —he contestado yo—. ¡La llave
está al lado de la puerta principal, debajo de una hoja!
Lo he repetido varias veces, muy poco a
poco y con mucha dulzura; lo he dicho tantas veces que ha tenido que bajar a
comprobarlo. La ha encontrado, como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado
a un paso del umbral.
—¿Qué pasa? —ha gritado—. ¿Pero qué haces,
por Dios?
Yo he seguido andando a gatas como si nada,
pero le he mirado por encima del hombro.
—Al final he salido —he dicho—, aunque no
quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no
puedan volver a meterme!
¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que
lo ha hecho, y justo al lado de la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he
tenido que pasar por encima de él a cada vuelta!
Relato de Charlotte Perkins