Imagen de Marina Palova
La mujer del sacerdote
budista.
Olive Schreiner
¡Tapadla!
¡Qué quieta está! Se ve el contorno bajo la ropa blanca. Se diría que está
dormida. Dejad que entre el sol; le gustaba tanto... A una mujer que había
viajado tan lejos y por tantas tierras y que había hecho tanto y visto tantas
cosas, ¡cuánto le gustaría descansar ahora! ¿Habría amado alguna vez algo de
modo absoluto, esta mujer a la que quisieron tantos hombres y mujeres, que
brindó tanta comprensión y nunca pidió nada a cambio? ¿Le faltó alguna vez un
amor que no pudo tener? ¿Se vio alguna vez obligada a abrir las manos y soltar
aquello que sujetaban? ¿Era tan fuerte como parecía? ¿Nunca se despertó por la
noche llorando por lo que no podía conseguir? ¿El pensamiento y los viajes le
bastaban? ¿Vivió largos días abrumada por un peso que la aplastaba contra el
suelo? ¡Tapadla! Me parece que no le gustaría que la miráramos. En cierto modo
estuvo sola toda la vida, ¡ahora le gustaría estar sola!...
La
vida debió de ser muy hermosa para ella o no parecería ahora tan joven.
¡Tapadla! ¡Vámonos!
Hace
muchos años, en un piso londinense situado al final de largos tramos de
escalera, ardía el fuego en una chimenea. En las paredes se veían las marcas
que habían dejado los cuadros, ya descolgados; el papel pintado tenía
florecillas azules, en el suelo había una alfombra azul de fieltro, y junto al
fuego, a un lado, una mujer en una silla.
En
aquel momento se abrió la puerta y entró la anciana que se ocupaba del portal.
-¿Quiere
algo esta noche?- preguntó.
-No,
sólo estoy esperando una visita; cuando haya venido, me iré,
-¿Se
han llevado ya todas sus cosas?
-Sí,
dejo sólo esto.
La
anciana bajó de nuevo, pero volvió a subir con una taza de té en la mano.
-Bébase
esto, sienta bien: nada ayuda tanto como el té cuando una se ha pasado el día
embalando cosas.
La
joven que estaba junto al fuego no le dio las gracias, pero acarició la mano de
la mujer de la muñeca a los dedos.
-Me
despediré de usted cuando salga.
La
mujer atizó el fuego, echó los últimos carbones y se marchó. Cuando hubo
salido, en lugar de tomarse el té, la joven sacó una pequeña pitillera de plata
del bolsillo y encendió un cigarrillo. Fumó un rato junto al hogar; después se
levantó y anduvo por la habitación. Poco después se sentó de nuevo al lado de
la chimenea. Tiró la colilla del cigarrillo al fuego y empezó otra vez a ir y
venir con las manos a la espalda. Regresó a su asiento y encendió otro
cigarrillo. Volvió a dar vueltas por la habitación. Luego se sentó y contempló
el fuego; unió con fuerza las palmas de las manos y se quedó mirándolo fijamente.
Se
oyó entonces un rumor de pasos en la escalera y alguien llamó a la puerta. La
mujer se levantó, echó la colilla a las llamas y dijo sin moverse del sitio:
-¡Adelante!
Se
abrió la puerta y apareció un hombre vestido de etiqueta con un sobretodo
abierto.
-¿Me
permite? No he podido librarme de esto abajo, no he visto dónde dejarlo. -Se
quitó el abrigo-. ¿Cómo está usted? ¡Esto es un auténtico nido!
Ella
le indicó una silla.
-Espero
que no le moleste que le haya pedido que venga.
-Oh,
no. Estoy encantado. Pero he encontrado la nota en mi club hace veinte minutos.
¿Así que se va a la India? ¡Qué maravilla! Pero ¿qué va usted a hacer allí? Si
no me equivoco, fue Grey quien me contó hace seis semanas que se iba usted,
aunque lo comentó como una de esas historias míticas que no merecen mucho
crédito. Sin embargo, todavía no lo entiendo, a mí no me sorprende nada. -La
miró con una expresión entre divertida e interesada-. ¡Cuánto tiempo desde que
nos vimos por última vez! ¿Seis meses? ¿Ocho?
-Siete
-dijo ella.
-De
veras, tenía la sensación de que me evitaba usted. ¿Qué ha estado haciendo todo
este tiempo?
-Oh,
he estado ocupada. ¿No quiere un cigarrillo? -preguntó ella tendiéndole la
pitillera.
-¿Fumará
usted también? Ya sé que no le parece bien fumar en presencia de hombres, pero
puede hacer una excepción en mi caso.
-Gracias.
-La mujer encendió el suyo y le pasó las cerillas.
-Pero
dígame, de verdad, ¿qué ha estado haciendo todo este tiempo? Ha desaparecido
usted de la vida civilizada. Cuando estuve en casa de los Graham en primavera,
dijeron que iba usted a ir y, al final, en el último momento, se echó atrás.
Nos decepcionó a todos. ¿Y qué la lleva ahora a la India? ¿Va a ir a predicar
la doctrina social y la igualdad intelectual a las mujeres hindúes e incitarlas
a la revuelta? ¿Se casará usted con un viejo sacerdote budista, construirá una
casita en lo alto del Himalaya y vivirá allí, hablando de filosofía y
meditando? Me parece que eso es lo que a usted le gustaría. ¡No me sorprendería
nada si me dijeran que lo ha hecho!
Ella
se rió y sacó la pitillera. La mujer fumó lentamente.
-Llevo
aquí mucho tiempo, cuatro años, y quiero cambiar. Me alegré de ver lo bien que
le fue en las elecciones -añadió ella-. Tenía usted un gran interés, ¿verdad?
-Oh,
sí. La lucha fue reñida. Eso dice en mi favor, aunque no era exactamente un
asunto personal. Pero fue para mí una gran inquietud.
-¿No
le parece que se equivocó al enviar aquella carta a los periódicos? -preguntó
ella-. El silencio habría reforzado su postura.
-Sí,
tal vez sí; ahora lo creo, pero me aconsejaron que la enviara. De todos modos
hemos ganado, así que qué más da -dijo él, recostándose en la silla.
-¿Está
usted bien?
-Oh,
sí, muy bien; aburrido. Algunas veces uno no sabe para qué sirve tanto trabajo
y tanto esfuerzo.
-¿Adónde
irá de vacaciones este año?
-Oh,
a Escocia, imagino; siempre voy allí; a la vieja casa.
-¿Por
qué no va a Noruega? El cambio sería mayor para usted y significaría mayor
descanso. ¿Le llegó un libro sobre la caza en Noruega?
-¿Fue
usted quien me lo envió? ¡Qué amable! Lo leí con mucho interés. Estaba casi
decidido a ponerme en camino en el acto. Supongo que es la vis inertiae * que
nos invade a medida que nos hacemos mayores lo que nos devuelve a los orígenes.
Sería mucho mejor cambiar.
-Hay
una lista al final del libro de las cosas exactas que hay que llevar -dijo
ella-. Me pareció que ahorraba molestias; podría dársela a su criado y dejar
que él se ocupara de todo. ¿Todavía lo tiene?
-Oh,
sí. Me es tan fiel como un perro, me parece que no me abandonaría por nada. No
me deja ir a cazar porque el pasado otoño me hice un esguince en el pie y tengo
que ir a escondidas. Cree que no puedo tenerme en la silla con un esguince de
tobillo; pero es muy buena persona; me cuida como una madre. -Fumó en silencio;
el fuego brillaba en su chaqueta negra-. Pero ¿para qué se va usted a la India?
¿Conoce a alguien allí?
-No
-dijo ella-, pero creo que es un lugar espléndido. Siempre he sentido gran
interés por el Oriente. Es una vida compleja e interesante.
El
se volvió y la miró.
-Va
a buscar nuevas experiencias, dirá usted, imagino. Nunca he conocido a una mujer
que se echara a perder como lo hace usted; una mujer con su atractivo que
permitiera que se le escapara la vida entre los dedos y no hiciera nada por
evitarlo. Debe de ser usted la mujer de más éxito de todo Londres. Oh, sí; ya
sé lo que me va a decir: «Me da igual». Y ahí está la cosa: no le da igual. Va
usted en pos de experiencias, va a conseguirlo todo, y nunca lo consigue. Dice
que escribirá cuando sepa suficiente y nunca está satisfecha. Tendría que estar
ganando dos mil al año pero le da igual. ¡Ahí está la cuestión! Vivir,
enterrarse con un montón de antiguallas. Nunca hará nada. Podría tenerlo todo y
lo deja escapar.
-Oh, tengo una vida muy plena -dijo ella-. Hay
dos cosas que son realidades absolutas, el amor y el conocimiento, y no es
posible eludirlas. -Había tirado el cigarrillo y contemplaba el fuego con una
sonrisa.
-He
dejado este piso a una amiga mía -añadió, mirando a su alrededor y sonriendo-.
No sabe que le voy a dejar estas cosas. Le gustarán porque son mías. El mundo
es muy hermoso, me parece a mí... delicioso.
-Oh,
sí. Pero ¿qué hace usted con él? ¿Qué partido le saca? Debería sentar la cabeza
y casarse, como las demás mujeres, en lugar de vagar por el mundo hasta la
India y la China y Dios sabe dónde. Está arruinando su vida. Se rodea siempre
de todo tipo de gente insólita. Si oigo que un hombre o una mujer es gran amigo
suyo, siempre me digo: «¿Y a éste qué le pasa? ¿Ha perdido su dinero, se ha
echado a perder él? ¿Tiene una enfermedad incurable?». Diría que sólo puede
parecerle interesante una persona que padezca algún mal de mente o de cuerpo.
Me parece que adora usted los harapos. ¡Mira que venir a encerrarse en un lugar
así, lejos de todos y de todo! Es un error; es una majadería.
-Soy
muy feliz -contestó ella-. Mire -dijo, inclinándose hacia el fuego con las
manos sobre las rodillas-. Lo que importa es que algo te necesite. No es una
cuestión de amor. Para qué estar cerca de algo si otras personas pueden ser de
la misma utilidad que uno. Si los demás pueden ser más útiles es puro egoísmo.
Lo que establece el lazo orgánico de la unión es la necesidad que unas cosas
tienen de otras. A usted le gustan las montañas y los caballos, pero ellos no
lo necesitan; Así pues, ¡de qué sirve decir nada! Imagino que lo más delicioso
de la vida es sentir que algo te necesita y entregarse en el momento en que
seamos necesarios. Aquello que no te necesita... hay que quererlo con cierta
distancia.
-Oh,
pero una mujer como usted debería casarse, debería tener hijos. Se malgasta
usted en el primer mendigo anciano, la primera mujer desamparada o el primer
criminal fugitivo con que se encuentra; será estupendo para ellos, pero para
usted es un error. -Tocó suavemente la ceniza con la punta del dedo y la tiró-.
Yo sí tengo la intención de casarme -dijo, volviendo a apoyar un codo sobre una
rodilla y a ladear la cabeza, de modo que ella le veía el cabello castaño con
rizos menudos un poco entreverados de gris en las sienes-. Es cosa curiosa que
cuando un hombre alcanza cierta edad quiera casarse. No se enamora; no es que
tenga planes concretos; es la sensación de que debe tener casa, mujer y niños.
Supongo que es el mismo tipo de sensación que empuja a los pájaros a fabricar
nidos en determinadas épocas del año. No es amor; es algo más. Cuando era joven
despreciaba a los hombres que se casaban y me preguntaba por qué lo hacían;
podían perderlo todo y no ganaban nada. Pero, cuando un hombre alcanza los
treinta y seis, sus sentimientos cambian. No es amor o pasión lo que quiere; es
un hogar; es una esposa y niños. Puede tener casa y criados, pero no es lo
mismo. Yo habría dicho que a las mujeres les pasaba igual.
Ella
guardó silencio un minuto, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos; después
dijo lentamente:
-Sí,
algunas veces la mujer siente un curioso deseo de tener un hijo, especialmente
cuando se acerca a los treinta o los sobrepasa. Es distinto al amor por una
persona en concreto. Pero es algo que hay que superar. Para una mujer, el
matrimonio es mucho más serio que para un hombre. Puede pasarse la vida sin
encontrar al hombre al que sea capaz de querer y, si lo encuentra, quizá no sea
conveniente o posible. El matrimonio se ha convertido en algo muy complejo,
ahora que se ha transformado en algo tan intelectual. ¿No quiere otro?
Le
tendió la pitillera.
-Puede
encenderlo con el mío.
Se
inclinó para encenderlo.
-Es
usted un hombre que debería casarse. No tiene un trabajo que absorba su
pensamiento y en el que interfiera una mujer; el matrimonio lo completaría. -Se
reclinó, fumando serenamente.
-Sí
-dijo él-. Pero hay demasiadas cosas que hacer en esta vida; nunca encuentro el
momento de buscar una mujer y no me atraen esas bellezas sonrosadas tan comunes
y que tanto gustan a algunos hombres. Yo necesito otra cosa. Si he de tener una
esposa, tendré que ir a América a buscarla.
-Sí,
una americana le convendrá más.
-Sí
-dijo él-. No quiero una mujer a la que cuidar; tiene que ser autosuficiente y
tampoco tiene que ser aburrida. Usted ya sabe lo que quiero decir. La vida está
demasiado llena de preocupaciones para ocuparse además de una criatura
indefensa.
-Sí
-dijo ella levantándose y apoyando el codo en la chimenea-. El tipo de mujer
que usted desea debe ser joven y fuerte; no es necesario que sea demasiado
hermosa, pero tiene que ser atractiva; tiene que tener energía, pero no una
individualidad demasiado acusada; tiene que ser en gran medida neutra; no debe
mostrar por usted una devoción demasiado apasionada o demasiado profunda, pero
sí respaldarlo de modo completamente racional. Debe tener los mismos objetivos
y gustos que usted. Ninguna mujer tiene derecho a casarse con un hombre si se
va a ver obligada a moldearse para adaptarse a él. Quizá ella podría desearlo,
pero, por muy apasionadamente que se lo proponga, nunca podrá ser lo que otras
mujeres son sin esfuerzo. El carácter dominará todo lo demás y acabará saliendo.
-La mujer miró el fuego-. Cuando se case usted, no debe hacerlo con una mujer
que lo halague demasiado. Es siempre señal de algún tipo de falsedad. Si una
mujer lo ama como a ella misma, lo criticará y lo comprenderá como si fuera
ella misma. Dos personas que van a pasar juntas toda la vida deben ser capaces
de mirarse a los ojos y decirse la verdad. Eso ayuda en la vida. Encontrará
muchas mujeres así en América -dijo ella-, mujeres que lo ayudarán a triunfar,
que no lo arrastrarán hacia abajo.
-Sí,
ésa es mi idea. Pero ¿de dónde voy a sacar a la mujer ideal?
-Vaya
y búsquela. Vaya a América en lugar de ir a Escocia este año. Hará bien. Un
hombre tiene derecho a buscar lo que necesita. En el caso de las mujeres es
distinto; ésa es una de las diferencias radicales entre hombres y mujeres.
-Bajó la vista hacia el fuego-. Es una ley de la naturaleza femenina y de las
relaciones entre los sexos. No hay en ello nada arbitrario y convencional, del
mismo modo que no lo hay tampoco en el hecho de que la mujer dé a luz al hijo y
el varón no. Desde un punto de vista intelectual podemos ser iguales. Imagino
que si cincuenta hombres y cincuenta mujeres tuvieran que resolver un problema
matemático lo harían del mismo modo; cuanto más abstracto e intelectual es el terreno,
más nos parecemos. Cuanto más nos acercamos a lo personal y lo sexual, más
distintos somos -dijo-. Si tuviera que representar la naturaleza del hombre y
de la mujer con un diagrama, pintaría dos círculos; el lado derecho de ambos lo
pintaría de rojo brillante; después lo difuminaría hasta que en el lado
izquierdo se transformara en azul para uno y verde para el otro. Esa zona
representa el sexo y, cuanto más te acercas, más distintos son los colores de
los discos. Pero, si giras los discos para que se toquen los lados rojos,
parecen exactamente iguales; si los giras hasta que entren en contacto el verde
y el azul, parecerán totalmente distintos. Por ese motivo vemos que los hombres
brutales y sensuales invariablemente creen que las mujeres son totalmente
distintas a los hombres, son otro tipo de criaturas; y los hombres muy cultos e
intelectuales algunas veces creen que somos exactamente iguales. El amor sexual
puede ser, en sustancia, idéntico para ambos; en la forma de su expresión tiene
que distinguirse. La culpa no es del varón, es cosa de la naturaleza.
»Si
un hombre ama a una mujer, tiene derecho a intentar que lo quiera porque puede
hacerlo abiertamente, directamente, sin someterse. No es necesario que haya
sutilezas, vías indirectas. En el caso de las mujeres no es igual; la mujer no
puede aceptar un amor que no se ponga a sus pies. La naturaleza ordena que
nunca muestre lo que siente; la mujer que dijera a un hombre que lo amaba
habría levantado para siempre entre ambos una barrera insuperable; y, si lo
atrajera sutilmente, utilizando medios de mujer, con silencios, sutilezas,
tirando el pañuelo, con visitas sorpresa, con la amable afirmación de que no
pensaba verlo cuando había hecho un largo viaje sólo para eso, estaría
condenada. Conseguiría el amor, pero lo habría profanado con astucias; no
tendría valor. Por ello, en la relación con el otro sexo, la mujer debe
quedarse de brazos cruzados; sólo tiene derecho a tomar el amor que se postra a
sus pies y le ruega que lo acepte. He aquí la verdadera diferencia entre un
hombre y una mujer. Ustedes pueden ir en pos del amor porque pueden hacerlo
abiertamente; nosotras no podemos porque debemos hacerlo con argucias. La mujer
tiene que quedarse de brazos cruzados.
»Por
supuesto, la amistad es diferente. En ese terreno nos encontramos en pie de
igualdad con los hombres; es posible pedir a un amigo que venga a verte, como
acabo de hacer con usted. Ése es el atractivo que tiene el intelecto y la vida
intelectual para una mujer, permite que se aflojen los grilletes; y ése es el
motivo de que se retraiga tanto ante el sexo. Tal vez si estuviera muriéndose o
se encontrara en una situación igual de grave, podría... La muerte significa
mucho más para una mujer que para un hombre; si una mujer sabe que se muere,
puede mirar el mundo que la rodea y sentir que las ataduras de su sexo, que la
han quebrado y aplastado toda la vida, han desaparecido: no existe ya la mujer,
sólo queda el ser humano, capaz de tratar a su entorno en pie de igualdad.
»No
hay motivo para que no vaya usted a América y busque esposa con total
deliberación. No debe decir mentiras. Busque hasta que encuentre a una mujer a
la que quiera de veras, que le convenga sin la menor duda y no sólo la ame, y
pídale entonces que se case con usted. Tienen que tener niños; la vida de un
anciano sin hijos es muy triste.
-Sí,
tendría que tener hijos. Ahora muchas veces pienso que para qué sirve todo
esto, este trabajo, este esfuerzo, si no tengo a nadie a quien dejárselo. Es un
vacío, imaginemos que consigo...
-¿Imaginemos
que consigue su título?
-Sí.
¿De qué me sirve si no tengo a nadie a quien legárselo? Ésa es la sensación que
tengo. Es muy raro estar sentado hablando de esto con usted. Pero es usted tan
distinta a otras mujeres... Si todas fueran como usted, sus teorías de la
igualdad entre hombres y mujeres funcionarían. Es usted la única mujer con la
que puedo estar sin darme cuenta de que es una mujer.
-Sí
-dijo ella. Siguió contemplando el fuego
-¿Cuánto
tiempo piensa estar en la India?
-Oh,
no voy a volver.
-¡No
va a volver! Eso es imposible. Romperá el corazón de la mitad de la gente de
por aquí si no vuelve. No he conocido nunca a una mujer con una capacidad
semejante para atrapar el corazón de los hombres, a pesar de esa filosofía
suya. No sé -añadió con una sonrisa- si no habría caído yo también en esa
trampa (hace tres años casi creí caer) si no hubiera estado usted siempre
atacándome de modo tan incontinente y persistente en todos los aspectos y en
todas las ocasiones. No me gusta el dolor, las bofetadas me enfrían. Pero no
parece tener ese efecto en otros hombres... El año pasado, cuando estuve en el
campo, conocí a un individuo ridículo. Ya sabe cómo se llama... -Agitó los
dedos mientras hacía memoria-... Un individuo grande, de bigote amarillo, un
comandante que se ha ido ahora a la costa oriental de África; las señoras
sacaron a la luz que llevaba siempre una fotografía de usted en el bolsillo; y
tenía la costumbre de sacar trocitos de artículos que usted había publicado y
enseñárselos a la gente con aire misterioso. Casi se batió en duelo con un
hombre una noche, después de la cena, porque habló de usted de un modo que le
pareció inapropiado...
-No
me gusta hablar de los hombres que me han querido -dijo ella-. Por pequeño e
insignificante que fuera ese individuo, me ofreció lo mejor de sí mismo. No hay
nada ridículo en el amor. Me parece que una mujer debe pensar que todo el amor
que los hombres le han dado y que ella no ha podido devolver es como una corona
que le han puesto encima; tiene que intentar crecer para estar a su altura. No
puedo soportar la idea de que todo el amor que se me ha dado se ha malgastado
en alguien que no lo merecía. Esos hombres han sido encantadores y me han hecho
un gran honor. Les estoy agradecida. Si un hombre te dice que te quiere -dijo,
mirando el fuego-, si descubre su pecho ante ti para que lo golpees a voluntad,
lo menos que puedes hacer es extender la mano y ocultarlo de la mirada de los
demás. Si fuera una cierva y un ciervo se hiriera al perseguirme, aunque no pudiera
tenerlo como compañero, me quedaría quieta y echaría tierra con la pezuña sobre
el lugar en el que hubiera vertido su sangre; el resto de la manada no sabría
que se había herido siguiéndome. Taparía la sangre, si fuera una cierva
-repitió, y guardó silencio. Luego se sentó en la silla y añadió con la mano
extendida-: Sin embargo, no pienso lo mismo que todo el mundo sobre el amor.
Creo que el amado otorga un bien a quien ama, tan grande y hermoso es haber
sido amado. Creo que el hombre debería dar las gracias a la mujer o la mujer
debería dar las gracias al hombre que la ha amado, haya sido correspondido o
no, los hayan separado o no las circunstancias. -Se frotó la rodilla suavemente
con la mano.
-Bueno,
tengo que irme -dijo él, sacándose el reloj-. Es tan fascinante hablar con
usted que podría quedarme toda la noche, pero tengo todavía dos compromisos.
Se
puso en pie; ella se puso en pie también y lo miró un momento.
-¡Qué
buen aspecto tiene usted! Me parece que ha descubierto el secreto de la eterna
juventud. No aparenta ni un día más que cuando lo conocí, hace cuatro años.
Parece como si estuviera siempre entre llamas ardientes y no se quemara nunca.
El
la miró con expresión divertida, tal como se mira a un niño interesante o a un
gran perro de Terranova.
-¿Cuándo
volveré a verla?
-¡No
volverá a verme!
-¡No
volveré a verla! Tenemos que conseguir que vuelva; usted pertenece a este
lugar. Se cansará de su budista y volverá con nosotros.
-¿No
le molesta que le haya pedido que venga a despedirse? -preguntó ella con aire
infantil, impropio de la determinación que mostraba cuando hablaba de cosas
impersonales-. Quería decir adiós a todo el mundo. Si no te despides, te
sientes inquieto y tienes la sensación de que deberías regresar. Cuando te
despides de todos tus amigos, sabes que todo ha terminado.
-Oh,
no es una despedida definitiva, volverá usted dentro de diez años y
compararemos nuestras experiencias: las suyas con su sacerdote budista y yo con
mi bella americana ideal; y veremos a quién le ha ido mejor.
Ella
se echó a reír.
-Seguiré
sus andanzas por los periódicos, así que no estaremos del todo distanciados; y
tal vez le lleguen noticias mías.
-Sí,
espero que tenga mucho éxito.
Ella
lo estaba mirando de pies a cabeza, con los ojos muy abiertos. Él se volvió
hacia la silla de la que colgaba su abrigo.
-¿Lo
ayudo a ponérselo?
-Oh,
no, gracias.
Él
se puso el sobretodo.
-Abróchese
hasta arriba -dijo ella-. En esta habitación hace calor.
Él
se volvió hacia ella, con el abrigo y los guantes puestos. Se encontraban cerca
de la puerta.
-Bien,
adiós. Que le vaya bien
Él
la miraba, envuelto en su sobretodo. Ella alzó la mano un poco.
-Quisiera
pedirle algo- dijo rápidamente.
-¿Qué
es?
-¿Le
importaría besarme?
Él
la miró unos instantes y se inclinó hacia ella.
No
podría decirlo con certeza, pero años después tuvo siempre la sensación de que
ella extendió la mano y se la puso en la coronilla con una caricia extraña y
suave, con el gesto de una madre cuando el niño duerme y no quiere despertarlo.
Después se dio la vuelta y ella desapareció. La puerta se había cerrado sin
hacer ruido. Se quedó quieto unos momentos, se dirigió a la chimenea y
contempló una colilla, retrocedió hasta la puerta y la abrió. La escalera
estaba oscura y en silencio. Tocó la campanilla con violencia. La anciana
subió. Le preguntó dónde estaba la señora. Ella le dijo que había salido, tenía
un coche esperando. Él le preguntó cuándo volvería. La anciana le dijo: «No
volverá»; se había ido. Él preguntó adónde se había ido. La mujer dijo que no lo
sabía, había dado instrucciones de que le guardaran las cartas durante seis u
ocho meses hasta que escribiera comunicando su dirección. Él preguntó si tenía
alguna idea de dónde podría encontrarla. La mujer dijo que no. Él dio unos
pasos hasta un rincón de la pared donde había habido un cuadro y se quedó
mirando como si siguiera ahí colgado. Hizo un gesto con los labios como si
lanzara un largo silbido, pero nada se oyó. Dio a la mujer diez chelines y bajó
la escalera.
Habían
transcurrido ocho años desde entonces.
¡Qué
hermosa debe de haber sido la vida para quien sigue pareciendo tan joven!
The Buddhist Priest's Wife, Olive
Schreiner (1855-1920)
Biografía
Olive
Schreiner fue una luchadora por la paz y los derechos humanos, en una época en
la que estos no existían concretamente. Se dedicó especialmente a luchar por
los derechos de la mujer a través de un estilo narrativo modernista,
fuertemente influenciado por el feminismo de los últimos años del siglo XIX.
Su
obra captó el interés de la vanguardia literaria. Una de sus más fervientes
admiradoras fue nada menos que Virginia Woolf, que se inspiró en sus obras para
crear aquella serie de conferencias célebres que luego cobraron forma en el
estudio Una habitación propia (A Room of One's Own).
La
mujer del sacerdote budista presenta la mejor faceta narrativa de Olive
Schreiner, una autora que vale la pena descubrir.
La
mujer del sacerdote budista (The Buddhist Priest's Wife) es un relato
fantástico de la escritora sudafricana Olive Schreiner (1855-1920), escrito en
1892 y reeditado en la antología póstuma de 1923: Cuentos, sueños y alegorías
(Stories, Dreams and Allegories).