Foto de Kate Chopin (Missouri
History Museum, St. Louis, USA)
Os dejo
un relato apasionante de Kate Chopin, autora estadounidense, escrito en el
siglo XIX, relata la vida de una madre y el reciente nacimiento de su pequeño. Kate Chopin nos irá desvelando la trama con sutileza.
En el
marco de una sociedad sureña, racista y clasista.
El hijo de Desirée – Kate Chopin
Como era
un día agradable, Madame Valmondé decidió ir hasta L’Abri a visitar a Désirée y
su pequeño hijo.
Pensar en
Désirée con un bebé la hacía sonreír. Le parecía mentira que hubiese pasado
tanto tiempo desde que Désirée fuera, ella misma, una criatura; desde que
Monsieur, al salir a caballo del portón de Valmondé, la hubiese encontrado
dormida bajo la sombra de una gran columna de piedra.
La
pequeña despertó en los brazos de Monsieur y empezó a gritar, llamando a
«Dada». No sabía hacer ni decir nada más. Algunos pensaron que quizá, en forma
espontánea, había caminado sola hasta ese lugar, pues ya tenía edad como para
dar sus primeros pasos. Otros creían que había sido abandonada por una banda de
tejanos, cuya carreta cubierta de lona, tarde aquel día, había cruzado en la
balsa de Coton Maïs, un poco más abajo de la plantación. Con el tiempo, Madame
Valmondé dejó de lado todas las especulaciones, excepto que Désirée le había
sido enviada por la bondadosa Providencia para que ella la amara, ya que no
tenía hijos de su propia sangre. Y la niña creció para convertirse en una joven
dulce, bella, cariñosa y sencilla, la predilecta de Valmondé.
A nadie
sorprendió, pues, que un día en que Désirée se hallaba recostada contra la
columna de piedra —bajo cuya sombra había dormido dieciocho años antes—, Armand
Aubigny, paseando a caballo y viéndola allí, se hubiese enamorado de ella. Ésa
era la manera como todos los Aubigny se enamoraban, de un certero disparo. Lo
increíble era que no se hubiese fijado en ella antes, pues la conocía desde que
su padre lo había traído de París, apenas un niño de ocho años, después de la
muerte de su madre en aquella ciudad. La pasión que se despertó en él aquella
mañana, cuando la vio en el portón, avanzó igual que una avalancha o un
incendio en el bosque, como algo inefable que no se detiene ante ningún
obstáculo.
Pero
Monsieur Valmondé era un hombre práctico y quería que todo fuera debidamente
examinado; por ejemplo, el origen desconocido de la muchacha. Armand la miró a
los ojos y no le importó. Se le recordó que ella no tenía apellido. ¿Qué podía
importar un nombre cuando él podía darle uno de los más antiguos y rancios de
Louisiana? Encargó los regalos de casamiento a París, y esperó impaciente a que
llegaran; entonces se llevó a cabo la boda.
Hacía
cuatro semanas que Madame Valmondé no veía a Désirée y a su hijo. Al llegar a
L’Abri, como siempre le sucedía, se estremeció ante la primera impresión. Era
un lugar triste, que durante muchos años no había conocido la dulce presencia
de una mujer, de una dueña. El viejo Monsieur Aubigny se había casado y había
enterrado a su esposa en Francia; y Madame Aubigny había amado demasiado su
tierra como para alejarse de ella.
El techo
caía en pendiente inclinada, negro como capucha de monje, y bajaba más allá de
las amplias galerías que rodeaban la casa de estuco amarillo. A su lado se
erguían robles altos y austeros, cuyas largas y frondosas ramas ensombrecían la
casa como un paño mortuorio. El joven Aubigny era estricto, además: bajo su
mando, los negros llegaron a olvidar la alegría que habían disfrutado en los
tiempos plácidos e indulgentes del viejo amo.
La joven
madre se recuperaba lentamente y yacía recostada, entre muselinas y encajes, en
un canapé. El bebé reposaba a su lado, todavía en sus brazos, donde se había
dormido. La nodriza de piel cetrina estaba sentada frente a la ventana,
abanicándose.
Madame
Valmondé inclinó su corpulenta figura sobre Désirée y la besó, mientras la
abrazaba con ternura un instante. Enseguida miró al niño.
—¡Éste no
es el niño! —exclamó en tono sobresaltado. El francés era el idioma que se
hablaba en esos días en Valmondé.
—Sabía
que te ibas a sorprender —rió Désirée—, por la manera en que ha crecido. ¡El
pequeño cochon de lait! Mira sus piernitas, mamá, y sus manos y uñas, uñas de
verdad. Zandrine tuvo que cortárselas esta mañana. ¿No es cierto, Zandrine?
La mujer
inclinó majestuosamente la cabeza cubierta por un turbante: —Mais si, Madame.
—Y su
manera de llorar —continuó Désirée— aturde a todos. El otro día, sin más,
Armand lo oyó desde la cabaña de La Blanche, que está tan lejos de aquí.
Madame
Valmondé no le había quitado los ojos de encima al pequeño en ningún momento.
Lo alzó en brazos y caminó con él hacia la ventana mejor iluminada. Lo examinó
con cuidado y miró inquisitiva a Zandrine, que había desviado la cara para
contemplar la campiña.
—Sí, el
niño ha crecido, ha cambiado —dijo Madame Valmondé, despacio, mientras lo
colocaba de nuevo al lado de su madre—. ¿Qué dice Armand?
El rostro
de Désirée resplandeció de felicidad.
—¡Ah!
Armand es el padre más orgulloso del condado, estoy segura. Sobre todo porque
es un varón, que llevará su nombre, aunque dice que no..., que hubiera querido
igualmente a una niña. Pero sé que no es cierto. Sé que lo dice para
complacerme. Y, mamá... —agregó, atrayendo a Madame Valmondé hacia ella y
hablando en voz baja—, no ha castigado a ninguno de ellos, a ninguno de ellos,
desde que el bebe nació. Ni siquiera a Negrillon, que fingía haberse quemado la
pierna para no trabajar... Armand sólo se rió y dijo que Negrillon era un gran
pillo. ¡Ay, mamá, me asusta ser tan feliz!
Lo que
decía Désirée era verdad. El matrimonio y luego el nacimiento de su hijo habían
ablandado la naturaleza arrogante y exigente de Armand en forma notoria. Esto
era lo que hacía tan feliz a la dulce Désirée, pues ella lo amaba con pasión.
Cuando él arrugaba la frente, ella temblaba, pero lo seguía amando. Cuando él
sonreía, no había para ella mayor bendición del cielo. Pero ningún enojo había
desfigurado el semblante moreno y atractivo de Armand desde el día en que se
había enamorado de Désirée.
Cuando el
bebé tuvo alrededor de tres meses, Désirée se despertó una mañana con la
sensación de que había algo imperceptible en el ambiente que amenazaba su
tranquilidad. Al principio, el sentimiento era demasiado sutil para captar su
sentido. Se trataba sólo de una insinuación inquietante, un aire de misterio
entre los negros; apariciones inesperadas de vecinos lejanos que apenas podían
justificar sus visitas. Luego, un cambio extraño y terrible en el
comportamiento de su marido, que ella no se atrevía a pedir que explicara. Al dirigirse
a ella, él desviaba los ojos, despojados del destello amoroso de antaño. Se
ausentaba del hogar; y cuando estaba en casa, eludía su presencia y la del
bebé, sin ninguna excusa. Y, de pronto, el mismo Satanás parecía poseerlo en su
trato con los esclavos. Désirée se sentía tan desgraciada que deseaba morir.
Una tarde
calurosa estaba sentada en su habitación, en salto de cama, retorciendo
indiferente entre los dedos el largo y sedoso cabello que le caía sobre los
hombros. El bebé, semidesnudo, dormía en la cama de caoba de Désirée, un gran
lecho semejante a un suntuoso trono, con el dosel revestido en satén. Uno de
los pequeños mestizos de La Blanche, también semidesnudo, estaba de pie
refrescando despacio al niño con un gran abanico de plumas de pavo real. Los
ojos de Désirée se habían posado con tristeza, distraídamente, en el niño,
mientras se esforzaba por penetrar en la niebla amenazadora que sentía cernirse
sobre ella. Miró primero a su hijo y luego al niño que estaba de pie a su lado,
y de éste a su hijo, una y otra vez. «¡Ah!» No pudo sofocar el grito. Es más,
ni siquiera se dio cuenta de que lo había pronunciado en voz alta. La sangre se
le heló en las venas y un sudor húmedo le empapó el rostro.
Intentó
hablarle al pequeño mestizo, pero ningún sonido salió al principio de sus
labios. Al oír su nombre, él miró a su ama, que le señalaba la puerta. Dejó a
un lado el abanico, grande y suave, y obedientemente se deslizó, descalzo, por
el piso lustroso, de puntillas.
Ella
permaneció inmóvil, con los ojos clavados en su hijo, mientras su rostro se
convertía en la imagen misma del terror.
Poco
después, su marido entró en el aposento. Se acercó a la mesa y, sin prestarle
atención, empezó a buscar entre los varios papeles que la cubrían.
—Armand
—lo llamó, en un tono de voz que hubiera desgarrado a un ser humano. Pero él no
se dio cuenta—. Armand —repitió. Entonces fue hacia él, tambaleándose—. Armand
—dijo, una vez más, con sonidos entrecortados—, mira a nuestro hijo. ¿Qué
significa? Dime.
Fríamente,
pero con suavidad, él desprendió uno a uno los dedos que asían su brazo y le
apartó la mano.
—¡Dime
qué significa! —gritó, desesperada.
—Significa
—le respondió, gentilmente— que el niño no es blanco; significa que tú no eres
blanca.
La
comprensión inmediata del sentido de aquella acusación le dio inusitadas
fuerzas para defenderse.
—Es
mentira, no es verdad, ¡soy blanca! Mira mi cabello, es castaño. Mis ojos son
grises, Armand. Tú sabes que son grises. Y mi piel es clara —dijo, tomándolo de
la muñeca—. Mira mis manos, más blancas que las tuyas, Armand —rió
histéricamente.
—Tan
blancas como las de La Blanche —replicó con crueldad, y se fue, dejándola sola
con el niño.
Cuando
ella pudo sostener una pluma en sus manos, le escribió una carta desesperada a
Madame Valmondé.
«Madre,
me dicen que no soy blanca. Armand me ha dicho que no soy blanca. Por amor de
Dios, diles que no es cierto. Tú sabes, sin duda, que no es cierto. Me moriré.
Debo morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo.»
La
respuesta fue breve:
«Mi
querida Désirée: regresa a Valmondé, regresa a tu madre que te quiere. Ven con
tu hijo.»
En cuanto
llegó la carta, Désirée la llevó al estudio de su marido y la puso sobre el
escritorio delante de él. Ella parecía una estatua de piedra: callada, pálida,
inmóvil.
En
silencio y fríamente, él recorrió con la vista las palabras escritas. No dijo
nada.
—¿Debo
ir, Armand? —preguntó. El suspense en la voz delataba su angustia.
—Sí,
vete.
—Quieres
que me vaya.
—Sí,
quiero que te vayas.
Armand
pensaba que Dios había sido injusto y cruel con él; y sentía, de algún modo,
que le pagaba al Señor con la misma moneda cuando desgarraba así el corazón de
su mujer. Además, ya no la amaba; grande había sido la injuria, por
inconsciente que fuera, con la que ella había manchado su casa y su nombre.
Ella le
dio la espalda como si la hubiesen aturdido de un golpe y caminó despacio hacia
la puerta, con la esperanza de que la volviese a llamar.
—Adiós,
Armand —gimió.
Él no le
respondió. Fue su última venganza contra el destino.
Désirée
salió a buscar a su hijo. Zandrine estaba paseando al niño por la lúgubre
galería. Lo tomó de los brazos de la nodriza sin ninguna explicación y
descendió los escalones y se alejó bajo las frondosas ramas de los robles
siempre verdes.
Era una
tarde de octubre; el sol empezaba a hundirse en el horizonte. Afuera, en el
campo, los negros recogían algodón.
Désirée
no se había cambiado el salto de cama, blanco y fino, ni las chinelas que
llevaba puestas. Nada cubría sus cabellos, y los rayos de sol arrancaban
destellos dorados de sus mechones castaños. No se dirigió hacia el camino ancho
y transitado que conducía a la distante plantación de Valmondé. Caminó a través
de un campo desierto, donde el rastrojo lastimó sus exquisitos pies, calzados
tan delicadamente, e hizo trizas su camisón vaporoso.
Desapareció
entre los juncos y los sauces que crecían enmarañados a orillas del profundo e
indolente pantano; y nunca más regresó.
Semanas
después, en L’Abri, tuvo lugar una curiosa escena. En el centro de un patio
posterior, barrido con pulcritud, había una gran hoguera. Armand Aubigny se
encontraba sentado en el amplio zaguán desde donde dominaba el espectáculo; era
él quien repartía, entre una media docena de negros, el material que mantenía
vivo el fuego.
Una
elegante cuna de madera de sauce, con todos sus primorosos adornos, fue puesta
en la pira, que ya había sido alimentada con la suntuosidad de un magnífico
ajuar de bebé recién nacido. Había vestidos de seda, y junto a éstos, otros de
raso y de terciopelo; encajes, también, y bordados; sombreros y guantes, pues
la corbeille había sido de excepcional calidad.
Lo último
en desaparecer entre las llamas fue un pequeño manojo de cartas; inocentes
garabatos diminutos que Désirée le había mandado durante los días de su vida en
común. Quedaba una hoja suelta en la parte de atrás del cajón de donde había
tomado el manojo. Pero no era de Désirée. Pertenecía a una vieja carta de su
madre dirigida a su padre. La leyó. En ella, su madre le agradecía a Dios por
haberla bendecido con el amor de su esposo.
«Pero,
sobre todo», había escrito, «agradezco noche y día al buen Dios por haber
dispuesto de tal manera nuestras vidas, que nuestro querido Armand nunca sabrá
que su madre (quien lo adora) pertenece a la raza que ha sido marcada a fuego
con el estigma de la esclavitud».
Éste cuento
fue escrito en 1892 y fue publicado en uno de los números de enero de 1893 de
la revista Vogue. Posteriormente fue vuelto a publicar en el volumen de cuentos
Bayou Folk en 1894.
Desconozco
al autor de la traducción.
Para leer
el texto original despliegue el siguiente enlace:
Para
escucharlo en:
Biografía
Katherine
O'Flaherty Faris (St. Louis, Missouri, EEUU, en 1850-1904 en St. Louis,
Missouri, EEUU), más conocida como Kate Chopin, fue una autora estadounidense
de historias cortas y novelas.
Escribió The awakening, The story of an hour y The
storm, entre otros trabajos.
A finales
de la década de 1880, Kate ya publicaba narraciones cortas, artículos y
traducciones que aparecieron en los periódicos Atlantic monthly, Criterion,
Harper's young people, The Saint Louis dispatch, The story of an hour y Vogue.
Aunque
fue aclamada muy pronto como autora por su descripción de la sociedad sureña,
sus cualidades literarias pasaron más desapercibidas.
En 1899
su segunda novela, The awakening (El despertar), fue publicada a pesar de las
duras críticas que recibió, más por cuestiones morales que literarias. Esta
obra trata de la historia de una esposa insatisfecha que explora su sexualidad.
Fuera de circulación durante varias décadas, hoy se encuentra hoy ampliamente
disponible.
Chopin,
profundamente decepcionada pero no derrotada, retomó el cuento breve. En 1900
escribió The gentleman from New Orleans, y ese mismo año fue incluida en la
primera edición de Marquis Who's Who.
Hacia
1904 Kate experimentó un colapso mientras visitaba el St. Louis World's Fair.
Falleció dos meses después, a la edad de 53 años.
En España
se ha publicado The awakening (El despertar), 1899; The story of an hour (En el
espacio de una hora), 1894; The storm (La tormenta), 1969; Athenaïse, 1896;
Pair of silk stockings (Un par de medias de seda), 1897; o A respectable woman,
(Una mujer respetable) 1894, entre otros.
Kate
Chopin centró gran parte de su obra en retratar la vida de las mujeres y sus
esfuerzos constantes para crear una identidad propia dentro de la sociedad
sureña de finales del siglo XIX