Flor de Mamey y espíritu de la selva de José Leonardo Morey
¿Qué
nos permite acercarnos a la realidad del otro? ¿Cuál es la barrera? Hay miradas
que son aproximan a otras realidades, esa realidad aprendida con manuales que
solo enfocan un punto de vista, el occidental y excluyen otros mundos, esos
mundos que a pesar de convivir en nuestras sociedades aún permanecen ajenos a
la cultura occidental. Esas otras culturas poseen valores diferentes, sentires
diferentes y que por ende tienen otra mirada. El mundo de las migraciones y que
a pesar de compartir espacios en las principales ciudades del mundo siguen
siendo desconocidas e incomprendidas por los occidentales.
Bharati Mukherjee
nos acerca en su relato “La gestión del dolor” a la tragedia personal de una
mujer hindú que ha perdido a su familia en un atentado de avión, realidad entre
el mundo hindú y el mundo occidental en el que vive y donde eligió vivir. Las
barreras que van más allá del idioma, también implican maneras de enfrentar el
dolor. Es un relato apasionante que nos interpela y nos invita a reflexionar
sobre la inmigración.
Bharati
MUKHERJEE, «La gestión del dolor (1988)»
El
Dr. Ranganathan vacía el forro de los bolsillos de su americana. Rosas
aplastadas, en distintos
tonos de rosa oscuro,
flotan en el
agua. Arrancó las
rosas de las enredaderas de un jardín privado. No pidió permiso a nadie,
pero ahora hay un
artículo sobre este
tema en los
periódicos locales. Si
ve una persona india, por favor, dele flores. «Un
muchacho fuerte de catorce años», dice, «puede muy bien rescatar a uno
más joven». Mis
hijos, aunque se
llevan cuatro años,
estaban muy unidos.
Vinod no hubiese
dejado ahogarse a
Mithun. Ingeniería eléctrica,
pienso, quizás un poco tontamente: este hombre conoce secretos
importantes del universo, cosas que a mí me están vetadas. Una sensación de
alivio me aturde. Por eso las fotografías de mis chicos no han aparecido en la
galería con las imágenes
de los muertos
que han hallado.
«Qué rosas tan
bonitas», digo. «Mi mujer adoraba
las rosas rosas.
Cada viernes yo
tenía que traer
un ramo a
casa. Le decía,
¿por qué? Después
de más de
veinte años de
matrimonio todavía necesitas pruebas de que te quiero». Ha identificado
a su mujer y a tres de
sus hijos. También
a otros de
Montreal, los afortunados,
familias enteras sin ningún superviviente. Suelta una risita mientras
regresa a la orilla. Entonces
se gira y
me hace una
pregunta. «Mrs. Bhave,
¿quiere arrojar unas rosas para
sus seres queridos? Me quedan dos grandes». Pero tengo
otras cosas que
lanzar: la calculadora
de bolsillo de
Vinod; una maqueta B-52 a medio
pintar para mi Mithun. Las querrían en su isla. ¿Y para mi marido? para él dejo
caer en las aguas quietas y cristalinas un poema que escribí ayer en el
hospital. Por fin sabrá lo que siento por él.«No se caigan, las rocas
resbalan», avisa el Dr. Ranganathan. Alarga la mano para que pueda
agarrarme.Entonces ya es la hora
de volver al
autobús, de apresurarnos
hasta nuestros puestos de guardia
en los bancos del hospital Kusum es una
de las afortunadas.
Los afortunados volaron
hasta aquí, identificaron a sus muchos seres queridos, y
volarán a India con los cuerpos para
las debidas ceremonias.
Satish es uno de
los
pocos hombres que
emergieron. Las fotos de los rostros que vimos en las paredes de una
oficina en Heathrow y
aquí en el
hospital son sobre
todo de mujeres.
Las mujeres tienen más grasa corporal, me explicó sin
ambages una monja. Flotan mejor. Hoy
un joven marinero
me paró en
la calle. Había
ayudado a cargar
cuerpos, se había
metido en el
agua cuando –busca
en mi rostro
signos de fortaleza–
cuando descubrieron a
los tiburones. Yo
ni me sonrojo,
y él se
desmorona. «Está bien», digo. «Gracias». Sabía lo de los tiburones por
el Dr.
En su
ordenado cerebro la
ciencia procura comprensión,
no cabe el terror. Es el deber de
los tiburones. Hay un cazador para cada ciervo, un pescador para cada pez. Los
irlandeses no son tímidos; se lanzan hacia mí y me abrazan, algunos
llorando. No puedo
imaginarme reacciones como
estas en las
calles de Toronto. Solo son desconocidos, y eso me
conmueve. Algunos llevan flores encima y se las dan a los indios que se van
encontrando. Después de la comida, un policía al que ya conozco bastante bien
se me acerca. Me dice que cree que ha encontrado coincidencias con Vinod. Yo le
explico lo buen nadador que es Vinod. «¿Quiere que la acompañe mientras mira
las fotos?». El Dr. Ranganathan camina
delante de mí
hacia la galería
de fotos. En
estas cuestiones es
un científico, y
yo se lo
agradezco. Es una
nueva perspectiva. «Han
hecho milagros», dice. «Estamos
en deuda con ellos». Los primeros dos
días los policías
nos mostraban foto
por foto a
los familiares; ahora tienen
prisa, quieren asegurarse de los posibles, incluso de los probables. El rostro
de la foto es el de un chico del estilo de Vinod; los mismos ojos inteligentes,
las mismas cejas pobladas en forma de V. Pero los rasgos de este chico, también
las mejillas, son más llenos, más anchos, más blandos. «No». Otras fotos atraen
mi mirada. Hay cinco chicos más que se parecen a Vinod. La monja que me han
asignado para consolarme frota la primera imagen con la punta del dedo. «Cuando
llevan un tiempo en el agua, querida, se ven un poco más pesados. Los huesos
están rotos bajo la piel, dijeron el primer día –intenten ajustar sus
recuerdos–. Es importante». «No es él. Soy su madre. Lo sabría». «¡Conozco a
este!», exclama el Dr. Ranganathan, y de repente, desde el fondo de la galería.
«¡Y también a
este!». Creo que él siente que no quiero encontrar a
mis chicos. «Son
los hermanos Kutty.
También eran de
Montreal». No quiero
llorar. Al contrario,
estoy eufórica. Mi
maleta en el
hotel está llena de ropa seca para mis chicos. El policía se echa a
llorar. «Lo siento, lo siento mucho, señora. De verdad que pensé que teníamos
alguien que encajaba». Con la monja
abriendo el camino
y el policía
detrás, nosotros, los
desafortunados que no
tenemos los cuerpos
de nuestros hijos,
enfilamos la salida de la improvisada galería.
Desde
Irlanda la mayoría de nosotros vuela a India. Kusum y yo cogemos el mismo
vuelo directo a
Bombay, así puedo
ayudarla a pasar
aduanas rápidamente. Pero tenemos
que discutir con un hombre uniformado. Tiene la cara llena
de forúnculos. Los
forúnculos se hinchan
y explotan mientras
hablamos con él.
Quiere que Kusum
espere en la
cola y se
niega a tomar
ninguna decisión porque
su jefe está
tomándose un té
en una pausa.
Pero Kusum no
quiere perder de
vista los féretros,
y yo no
pienso abandonarla aunque
sé que mis
padres, ancianos y
diabéticos, deben de
estar esperando dentro de un coche agobiante en un descampado
abrasador. «¡Cabrón!», le grito
al hombre de
los forúnculos. Otros
pasajeros se acercan. «¡Crees que estamos pasando
contrabando en esos féretros!». Hubo
alguna vez en
el pasado en
que fuimos mujeres
bien educadas; fuimos
esposas obedientes con
la cabeza cubierta,
con voces tímidas
y complacientes. En India
vuelvo a ser
otra vez la hija única
de unos padres
ricos y enfermos.
Viejos amigos de
la familia vienen
a presentar sus
respetos. Algunos son sijs y, por dentro, sin quererlo, me estremezco.
Mis padres son personas progresistas; no culpan a una comunidad por algunos
individuos. En Canadá eso ahora es otra historia. «Quédate más tiempo», implora
mi madre. «Canadá es un sitio muy frío. ¿Para qué quieres estar sola?». Me
quedo. Pasan tres meses. Después otros tres.«¡Vikram no hubiese querido que te
rindieras!», protestan. Llaman a mi marido por su nombre de nacimiento. En
Toronto se lo cambió por Vik para que sus compañeros de oficina encontrasen su
nombre tan fácil como Rod o Chris. «¡Sabes que los muertos no están separados
de nosotros!». Mi abuela, la hija mimada de un rico zamindar, se afeitó la
cabeza con unas cuchillas oxidadas
a los dieciséis
años. Mi abuelo
murió de diabetes infantil a los diecinueve, y ella se
creyó portadora de mala suerte. Mi madre creció sin padres, criada por un tío
indiferente, mientras su verdadera madre dormía
en una cabaña
detrás de la
mansión y comía
con los sirvientes.
Se convirtió en
una racionalista. Mis
padres aborrecen toda
mortificación innecesaria. La hija
del zamindar mantuvo
su fe en
los rituales védicos
con obstinación; mis padres se rebelaron. Yo estoy atrapada entre dos
modos de conocimiento. A los treintaiséis, soy demasiado vieja para empezar de
nuevo y demasiado joven
para rendirme. Como
el espíritu de
mi marido, estoy
flotando entre dos mundos.
Cortejando la
afasia, viajamos. Viajamos
con nuestra falange
de sirvientes y parientes
pobres. A estaciones de montaña y centros turísticos en la playa.
Jugamos al bridge
en polvorientos clubes
de recreo. Subimos
temblorosas sendas de montaña montando ponis diminutos. En los bailes de
tarde, nos dejamos
voltear por la
sala un par
de veces. Llegamos
hasta los lugares sagrados que nunca habíamos tenido
tiempo de visitar. En Varanasi, Kalighat, Rishikesh, Hardwar, los astrólogos y
quirománticos me buscan para ofrecerme consolaciones cósmicas a cambio de un
precio. A los viudos
ya les están
mostrando nuevas candidatas
para el matrimonio.
Ellos no pueden
resistirse a la llamada de
la costumbre, la
autoridad de sus padres y hermanos mayores. Se tienen que casar; es el
deber de un hombre cuidar a una esposa. Las nuevas esposas serán jóvenes viudas
con hijos, pobres
pero de buena
familia. Serán buenas
esposas, pero los
hombres las rehuirán.
He recibido llamadas
de los hombres
por las chisporroteantes líneas
telefónicas indias. «Sálvame»,
dicen, estos hombres
educados, exitosos, sólidos cuarentones. «Mis padres me están
concertando un matrimonio». En
un mes habrán
enterrado a una
familia y regresado
a Canadá con otra esposa y otra
familia parcial. En comparación, yo tengo suerte. Aquí a nadie se le ocurre
concertar un marido para una viuda desafortunada. Entonces, el tercer día
del sexto mes
de esta odisea,
en un templo
abandonado de un
pequeño pueblo del
Himalaya, cuando estoy
ofreciendo flores y dulces al
dios de una tribu de animistas, mi marido desciende hasta mí. Está
sentado con las
piernas cruzadas junto
a un sadhucon
vestiduras apolilladas. Vikram
lleva el traje de color vainilla que llevaba la última vez que lo abracé. El
sadhuarroja pétalos a una llama alimentada con manteca, recitando mantas en
sánscrito, y se aparta las moscas de la cara. Mi marido coge mi mano entre las
suyas. Estás bellísima, empieza. Y entonces, ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Me
quedo?, pregunto. Él se limita a
sonreír, pero la imagen ya se está
desvaneciendo. Debes terminar
tú sola lo
que empezamos juntos. Ninguna corona
de algas marinas
oculta su boca.
Habla demasiado rápido,
como solía hacer
cuando éramos una
familia envidiada en
nuestro adosado rosa. Se ha ido.
En este
altar sin ventanas,
entre el humo
de varitas de
incienso y lámparas de manteca, una mano sudorosa tantea
mi blusa. No grito. El sadhuse arregla la túnica. Las lámparas sisean y se
apagan con un chisporroteo. Cuando
salimos, mi madre
pregunta, «¿Has sentido algo
raro ahí dentro?». Mi
madre no tiene
paciencia con fantasmas,
sueños proféticos, santones, ni cultos. «No», miento. «Nada». Pero ella
sabe que me ha perdido. Sabe que en unos días me iré. Kusum ha
puesto su casa
en venta. Quiere
vivir en un
ashram en Hardwar. Trasladarse a
Hardwar fue idea de su swami. Su swami dirije dos ashrams, el de Hardwar y otro
aquí, en Toronto «No huyas», le digo. «No
estoy huyendo», dice
ella. «Estoy buscando
la paz interior.
¿Crees que tú o ese Ranganathan estáis mejor?». Pam se
ha ido a
California. Quiere hacerse
modelo, dice. Dice
que cuando reciba
el dinero del
seguro abrirá un
estudio de yoga
y aeróbic en
Hollywood. Me envía postales tan pícaras que no me atrevo a dejarlas en
la mesita del café. Su madre la ha abandonado a ella y al mundo. Los demás no
perdemos el contacto, se trata de eso. Hablar es todo lo que tenemos, dice el
Dr. Ranganathan, que también se ha resistido a todos los parientes y ha vuelto
a su trabajo en Montreal, solo. Dice, ¿con quién hablar mejor que con otros
familiares? Nos hemos fundido y hemos vuelto a emerger como una nueva tribu. Me
llama dos veces a la semana desde Montreal. Cada miércoles por la noche
y cada sábado
por la tarde. Ha
cambiado de trabajo,
ahora va a
Ottawa. Pero Ottawa está a más de cien millas, y tiene que conducir
doscientas veinte millas cada día hasta su casa en Montreal. No se puede
decidir a vender su casa. La casa es un templo, dice; la cama de matrimonio en
la habitación principal es un altar. Él duerme en un plegatín. Un devoto. Aún
quedan algunos parientes histéricos. Judith Templeton tiene una lista donde los
que necesitan ayuda y los que han «aceptado» está en casi perfecto equilibrio.
Aceptar significa que hablas de tu familia en pasado y que haces planes para
llevar tu vida adelante. Podríamos hacer unos cursos que dan en Seneca College
y Ryerson. Su reluciente maletín de cordobán está lleno de catálogos universitarios y
listas de asociaciones
culturales que necesitan
nuestra ayuda. Ha hecho un trabajo impresionante, le digo. «En los
manuales sobre la gestión del dolor», responde –me doy cuenta de que soy su
confidente, una de las pocas personas cuyo dolor no ha dado lugar a
obsesiones extrañas– «hay
unas fases que
transitar: negación, depresión,
aceptación,
reconstrucción». Ha elaborado
un esquema y encuentra
que, al cabo de seis meses de la tragedia, ninguno de nosotros sigue
negando la realidad,
pero solo unos pocos
la están reconstruyendo. «Aceptación deprimida» es el estadio que
hemos alcanzado. Volver a casarse es un paso importante en la reconstrucción
(aunque está un poco sorprendida, incluso asombrada, de cuán rápido han vuelto
a formar una familia algunos hombres). Vender la casa y cambiar de trabajo es
señal de salud. ¿Cómo le digo a Judith Templeton que mi familia está conmigo, y
que como criaturas épicas
han cambiado de
forma? Ella me
ve tan calmada
y conformada, pero le preocupa
que no tenga trabajo ni carrera profesional. Mis amigos más íntimos están peor
que yo. No puedo decirle que mis días, incluso mis noches, son emocionantes. Me
pide que la ayude con familias a las que no puede llegar. Una pareja de ancianos
en Agincourt cuyos
hijos fueron asesinados
pocas semanas después de traer a sus padres de un pueblo en
el Punyab. Por sus nombres sé que son sijs. Judith Templeton y una traductora
les han visitado dos veces para ofrecerles dinero para un vuelo a Irlanda, con
impresos bancarios y de poderes legales,
pero ellos se
han negado a
firmar, o a
abandonar el minúsculo
apartamento. El dinero
de sus hijos
está congelado en
el banco. Los
apartamentos que sus hijos compraron como inversión han sido destrozados
por los inquilinos, que han vendido los muebles. Los padres temen que firmar
algo o recibir algún dinero significará el fin de las obligaciones de la
compañía o del Gobierno para con ellos. Temen estar vendiendo a sus hijos a
cambio de dos billetes de avión a un lugar que no han visto nunca. La torre de
apartamentos está llena de indios y caribeños, más un puñado de orientales.
En la parada
de autobús más
cercana se alinean
mujeres con sari.
Los chicos juegan
a críquet en
el aparcamiento. Dentro
del edificio, incluso a mí me incomoda un poco la ferocidad
del olor a cebolla, la distintiva e inmediata indianidad del olor a ghee frita,
pero Judith Templeton mantiene un
flujo de información
inalterable. Estos pobres
ancianos están en
peligro inminente de perder su
casa y todos los servicios. Le
digo, «Son sijs.
No abrirán la
puerta a una
mujer hindú». Y
lo que quiero añadir es que, por mucho que intente
evitarlo, me violenta la visión de turbantes
y barbas. Recuerdo
un tiempo en
que todos confiábamos
unos en otros en este nuevo país, el nuevo país era lo
único que nos preocupaba. Los dos cuartos son oscuros y agobiantes. Las luces
están apagadas y una lámpara de aceite balbucea sobre la mesita. La encogida
anciana nos ha hecho pasar, y su marido está envolviendo su aceitado cabello,
que le llega hasta las caderas, en un turbante blanco. Ella va a la cocina
enseguida y yo escucho el sonido más familiar de un hogar indio, el agua del
grifo golpeando el fondo de una tetera hasta llenarla. No han
pagado las facturas,
por miedo y
porque no saben
rellenar un cheque. Les han cortado el teléfono y pronto
le seguirán la electricidad, el gas y
el agua. Le
han dicho a
Judith que se
encargarán sus hijos.
Son buenos chicos, y siempre han ganado dinero y han
cuidado de sus padres. Conversamos un
poco en hindi. No preguntan sobre el accidente y yo me pregunto si
debería sacar el
tema. Si piensan
que estoy aquí
solo como traductora,
pueden sentirse insultados.
Hay miles de
personas que hablan
punyabí, sijs, en Toronto, que podrían hacer mejor el trabajo. Así que
le digo a la anciana, «Yo también he perdido a mis hijos y mi marido en el
accidente». Sus ojos se llenan de
lágrimas. El hombre farfulla unas pocas palabras que suenan como una bendición.
«Dios nos da y Dios nos quita», dice. Quiero decir, pero solo los hombres
destrozan y no dan nada de vuelta. «Mis hijos y mi marido no van a volver»,
digo. «Tenemos que entender eso». Ahora
es la anciana
quien responde. «¿Pero
quién puede saberlo?
El hombre no puede
decidir estas cosas»
Su marido asiente
mostrando su conformidad. Judith pregunta sobre los
papeles del banco, los impresos de autorización. Con un golpe de bolígrafo,
tendrán un apoderado provincial que pagará sus facturas, invertirá su dinero, y
les enviará una pensión mensual. «¿Conocen a esta mujer?», les pregunto.
El hombre levanta
la mesa de
la mano, la
gira, y parece
observar cada dedo por separado antes de responder. « Siempre
que viene esta
joven le preparamos té y nos deja papeles para que los
firmemos». Sus ojos escrutan una pila de papeles en una esquina del cuarto.
«Pronto se nos acabará el té. ¿Se irá entonces?». La anciana añade, «He
preguntado a los vecinos y nadie recibe visitas de angrezi. ¿Qué hemos hecho?».
«Es su trabajo», intento explicar. «El Gobierno está preocupado. Pronto ustedes
no tendrán ningún lugar donde vivir, ni luz, gas, ni agua». «El Gobierno recibirá
su dinero. Dile
que no se
preocupe, que somos personas
honradas».
Intento
explicarle que el Gobierno quiere darles dinero, no recibirlo. Él levanta la
mano. «Que lo
cojan», dice. «Estamos
acostumbrados a eso.
No hay problema». «Somos personas
fuertes», dice la esposa. «Dígale eso». «¿Quién
necesita toda esta
maquinaria?», pregunta el
marido. «No es
saludable, las luces tan fuertes, el aire frío en días de calor, la
comida fría, los cuatro fuegos en la cocina. Dios proveerá, no el Gobierno».
«Cuando vuelvan nuestros chicos», dice la madre. Su marido chasquea la lengua.
«Basta de charla», dice. Judith
interviene. «¿Les ha
convencido?». Los broches
del maletín de
piel chasquean como fuegos artificiales en el silencioso apartamento.
Coloca el fajo de legajos sobre la mesita. «Si no saben escribir sus nombres,
una X servirá – ya se lo he dicho a ellos–». Ahora la anciana ha ido a la
cocina arrastrando los pies y pronto aparece con una tetera y
dos tazas. «Creo
que me voy a
arruinar la vejiga
con un trabajo como este», me dice Judith,
sonriendo. «Si hubiese alguna manera de llegar
hasta ellos. Por
favor, dele las
gracias por el
té. Dígale que
es muy amable». Asiento mirando a Judith y les digo
en hindi, «Les da las gracias por el té.
Dice que son
muy hospitalarios, pero
no tiene la
menor idea de
lo que significa eso». Quiero decir, Síganle la
corriente. Quiero decir, Mis chicos y mi marido están conmigo, más que nunca.
Miro a los ojos del anciano y puedo leer su mensaje tenaz de hombre del campo:
He protegido a esta mujer lo mejor que he podido. Ella es la única persona que
me queda. Deme o quíteme lo que quiera, pero no lo firmaré. No fingiré que acepto.
En el coche, Judith dice, «¿Ve a lo que me enfrento? Estoy segura de que son
gente encantadora, pero su obstinación e ignorancia me están volviendo loca.
Piensan que firmar un papel es firmar la sentencia de muerte de sus hijos, ¿no
es así?». Yo estoy mirando
por la ventana.
Quiero decir, En
nuestra cultura, la
obligación de los padres es mantener la esperanza. «Bueno, Shaila, la
siguiente mujer vive en el caos. Llora día y noche, y rechaza toda ayuda
médica. Quizás tendremos que...». «Déjeme en el metro», digo. «¿Perdone?».
Puedo sentir esos ojos azules clavados en mí. No le pegaría desobedecer.
Simplemente no está de acuerdo y reduce la velocidad para
dejarme salir en
una esquina. Su
voz es quejumbrosa.
«¿Es algo que he dicho? ¿Algo que he hecho?».
A bote
pronto podría darle
una docena de
respuestas, pero decido
no hacerlo. «¿Shaila? Hablemos de
ello», le oigo decir, y doy un portazo. Una madre y esposa comienza su vida en
un país nuevo, y entonces le cortan
la vida. Sin
embargo su marido
le dice: «Completa
lo que hemos
empezado». Nosotros, que
nos mantuvimos al
margen de la
política y cruzamos medio mundo para evitar los duelos
religiosos y políticos, hemos sido los primeros en morir por ellos en el Nuevo
Mundo. Yo ya no sé lo que empezamos, ni cómo completarlo. Escribo cartas a los
periódicos locales y a miembros del Parlamento. Ahora por lo menos admiten que
fue una bomba. Un miembro del Parlamento
responde, con simpatía,
pero con un
desafío. ¿Quiere marcar
la diferencia? Trabaje
en una campaña.
Trabaje en la
mía. Politice al votante indio. El
viejo abogado de mi marido me ayuda a crear un fideicomiso. Vikram era
ahorrador, y un inversor cuidadoso. Había ahorrado para los internados y la
universidad de los chicos. Vendo la casa rosa por cuatro veces lo que nos
costó y
cojo un pequeño
apartamento en el
centro. Estoy buscando
alguna fundación benéfica a la que dar apoyo. Estamos en el
pleno invierno de Toronto, cielos
grises y pavimentos
helados. Me quedo
en casa viendo
la televisión. He
intentado sopesar mi
situación, pensar cómo vivir mi vida de la mejor manera posible, completar
lo que empezamos hace tantos años. Kusum me ha escrito desde Hardwar que su
vida está ahora serena. Ha visto a Satish y ha oído cantar a su hija de nuevo.
Iba en
una peregrinación, y
al pasar por
un pueblo oyó
una voz de
chica cantando uno de los bhajans
favoritos de su hija. Siguió la música a través de la miseria
de un pueblo
de los Himalayas,
hasta una choza
donde una muchacha, una réplica exacta de su hija,
avivaba el carbón bajo el fuego de la cocina. Cuando ella apareció, la muchacha
gritó, «¡Mamá!» y salió corriendo. ¿Qué me parecía eso? Creo que solo puedo
envidiarla. Pam no llegó hasta California, pero me escribe desde Vancouver.
Trabaja en unos grandes
almacenes, asesorando a
chicas indias y
orientales sobre maquillaje. El Dr. Ranganathan ha dejado su
trabajo en Ottawa y su casa, y ha aceptado un puesto académico en Texas, donde
nadie conoce su historia, y él ha jurado no contarla. Ahora me llama una vez a
la semana. Yo espero, escucho, y rezo, pero Vikram no ha vuelto a mí. Las voces
y las formas y las noches llenas de visiones se acabaron de repente hace
algunas semanas. Lo he tomado como una señal.
Un
día extraño, hermoso y soleado de la semana pasada, cuando volvía de un recado
en Young Street, estaba cruzando el parque desde el metro a mi
apartamento. Vivo a
la misma distancia
del Parlamento de
Ontario y la
Universidad de Toronto. El día no era frío, pero algo en los desnudos
árboles me llamó la atención. Levanté la mirada desde la gravilla, hacia las
ramas y el cielo azul claro que se extendía más allá. Pensé que había oído el
crujir de formas más grandes, y esperé un momento por si oía voces. Nada. «¿Qué?»,
pregunté. Entonces, mientras estaba
de pie en
el camino mirando
hacia Queen’s Park al norte y hacia la universidad al
oeste, escuché las voces de mi familia por última vez. Ha llegado tu momento,
dijeron. Adelante, sé valiente. No sé dónde terminará este viaje que he
empezado. No sé qué dirección tomaré. Dejé el paquete en un banco del parque y
eché a andar.
FUENTE DEL TEXTO ORIGINALMukherjee,
Bharati, «The Managment of Grief», The Middleman and Other Stories, Nueva York,
Grove Press, 1988, págs. 177-197
Traducido
por ISABEL ALONSO BRETO
Universidad
de Barcelona, Gran Via Corts Catalanes, 585, 08007 Barcelona.
Dirección
de correo electrónico: alonsobreto@ub.edu
ORCID:
https://orcid.org/0000-0001-5684-7399.
Recibido:
28/2/2017. Aceptado: 30/7/2017.
Cómo
citar: Mukherjee, Bharati, «La gestión del dolor (1988)», trad. Isabel Alonso
Breto, Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación, 20 (2018): 609-625.
RESEÑA
Bharati
Mukherjee nació en Kolkata (entonces Calcuta), India, en 1940. Durante su
infancia asistió a colegios privados en Europa, y después regresó a India para
estudiar en las universidades de Baroda y Kolkata. Fue admitida en el
prestigioso University of Iowa Writers’ Workshop de Estados Unidos, donde
obtuvo un máster y un doctorado en Literatura Comparada. Entre 1966 y 1980
vivió en Canadá con su esposo Clark Blaise, también escritor. En 1989 obtuvo la
ciudadanía estadounidense, país en el que residió la mayor parte de su vida.
Fue profesora de Literatura Postcolonial y Comparada en la Universidad de
California en Berkeley.
«El
relato de la inmigración es la épica de este milenio», escribió. En efecto, la
totalidad de su obra gira en torno al hecho de la migración, las identidades
migratorias, sobre todo femeninas, y las sociedades multiculturales. Es autora
de varias novelas y colecciones de cuentos que han recibido distinguidos
galardones y disfrutado de gran éxito de público, entre los que destacan The
Tiger's Daughter (1971), Wife (1975), The Middleman and Other Stories (1988),
Jasmine (1989), The Holder of the World (1993), Leave It to Me (1997),
Desirable Daughters (2002), The Tree Bride (2004) y Miss New India (2011). En
1987 publicó, con Clark Blaise, The Sorrow and the Terror: The Haunting Legacy
of the Air India Tragedy, sobre la tragedia del vuelo Air India 182, ocurrida
el 23 de junio de 1985, episodio que también inspiró el relato aquí traducido.