viernes, 21 de abril de 2017

Sidonie Gabrielle Colette - Ensueño de año nuevo

Imagen de César Moro

Ensueño de año nuevo
De: Sidonie Gabrielle Colette

Las tres volvemos a casa, empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastor flamenca. Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas; en la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable, y la perra de pastor centellea toda, desde su puntiagudo hocico a su cola semejante a una cachiporra.
Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío, rarezas parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi barrio desierto, corrimos como tres locas, y las fortificaciones hospitalarias, las calumniadas fortificaciones presenciaron, desde la avenida de Ternes al bulevar Malesherbes, nuestra jadeante alegría de perros en libertad. Nos inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo violáceo agitado por torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro salpicado de luces rosadas, detrás de un velo tejido con miles y miles de moscas blancas, vivas, frías como flores deshojadas, que se derruían en los labios, en los ojos, suspendidas por un momento las pestañas, del vello de las mejillas. Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta, fiable, que huía bajo nuestros pies con un acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos, ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de sorbete avainillado y polvoriento.
Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El recuerdo de la noche, de la nieve, del viento desencadenado detrás de la puerta, se funde lentamente en nuestras venas y vamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas caminatas.
La perra de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su dignidad de loba amaestrada, su seriedad falsa y cortes. Escucha, con una oreja, el susurro de la nieve a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la antecocina. Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre, abiertos, fijos en el fuego, se mueven incesantemente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo. Yo estudio, un poquito recelosa, a esa recién llegada, esa perra femenina y complicada que guarda bien, ríe raramente, se conduce como persona sensata, con una impenetrable mirada. Sabe mentir, robar; pero grita, sorprendida, como una jovencita asustada, y casi enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas caderas, esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida y su reserva aristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi vida, y quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.
Mi pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con fiebre en el hocico y las patas. La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del almuerzo no he vuelto a verle la punta de la nariz, hundida en el pelo de su vientre. Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma.
Un año más... ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba, cambió para mí la forma de los años. El año ya no es ese sendero serpenteante, esa cinta desenrollada que de enero ascendía a la primavera, subía, subía al verano para florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras azules, salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendía a un otoño oloroso, brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y caza, luego se internaba en un invierno seco, sonoro, espejeante de lagunas heladas, de nieve rosada bajo el sol... Después la cinta ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta romperse en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre los dos años como flor de escarcha: el día de Año Nuevo.
Una niña muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que vivía en el campo entre árboles y libros y que no conoció ni deseó costosos juguetes; he aquí lo que veo al inclinarme esta noche sobre mi pasado. Una niña supersticiosamente encariñada con las fiestas de las estaciones, con las fechas señaladas por un regalo, una flor, un pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecía paganamente las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los altares -siringas, acónitos, manzanillas-, del vástago de avellano coronado por una crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y plantado en los linderos del campo, al que protege del granizo. Una niñita prendada del pastel de cinco cuernos, cocido y comido el día de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del asfixiante olor de la iglesia, durante el mes de María.
Anciano sacerdote sin malicia que me distes la comunión, ¿pensabas que esa niña silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el milagro, el inaprensible movimiento del chal azul que ceñía a la Virgen? ¿Verdad? ¡Yo me comportaba de forma tan juiciosa! Es cierto que pensaba en milagros, pero... no los mismos que tú. Adormilada por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el perfume mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo vivía, bondadoso hombre, sin malicia, en un paraíso que no podías imaginar, poblado de mis dioses, de mis animales habladores, de mis ninfas y de mis sátiros. Y yo te escuchaba hablar de tu infierno, pensando en el orgullo del hombre que, por sus crímenes de un instante, inventó el infierno eterno. ¡Ah, cuánto tiempo hace!
Mi soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me devolverán el escalofrío de antaño, cuando acechaba, durante la larga noche, el lejano estremecimiento, entreverado con los latidos de mi corazón, del tambor municipal, despertando con el día nuevo a la aldea dormida. Temía, llamaba, desde la profundidad de mi lecho de niña, a ese tambor en la noche helada, a eso de las seis, con una angustia nerviosa próxima al llanto, apretadas las mandíbulas, el vientre contraído. Sólo este tambor, y no las doce campanadas de la medianoche, daba para mí la brillante apertura del nuevo año, el advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba, suspendido al primer rran del viejo tapín de mi aldea.
Pasaba, invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su viva y fúnebre alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida, nueva y saltando hacia doce meses nuevos. Liberada, yo saltaba de mi cama con la vela, corría a las felicitaciones, los besos, los bombones, los libros con cantos dorados. Abría la puerta a los panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta mediodía, grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda que recibían sin humildad y sin gratitud.
Mañanas de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y áspero de antes de nacer el día, jardín adivinado en la oscura alba, disminuido, cubierto de nieve, abetos abrumados que dejabais resbalar, de hora en hora, el fardo de tus brazos negros, abanicazos de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos en medio de un polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la irisada bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un día de invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño el que busco en este espejo ovalado, cogido con mano distraída, y no mi rostro de mujer, de mujer joven a la que pronto abandonará su juventud.
Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña enmorenecida por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse, una boca cuyas astutas comisuras desmentía el breve labio ingenuo. ¡Ay, sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi imagen que es igual, completamente igual a mí, señalada de ligeros arañazos, finalmente grabada en los párpados, en las comisuras de los labios, entre las obstinadas cejas. Una imagen que ni sonríe ni se entristece, y que murmura para sí solita:
«Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus parpados, tus labios, levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides: ¡hay que envejecer! Aléjate lentamente, lentamente, sin lágrimas, no olvides nada. Llévate tu salud, tu alegría, tu atildamiento, el poco de bondad y justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible camino; en vano lo intentarías. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino, tiéndete sólo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno, tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada...»


Rêverie de nouvel an
Toutes trois nous rentrons poudrées, moi, la petite bull et la bergère flamande… Il a neigé dans les plis de nos robes, j’ai des épaulettes blanches, un sucre impalpable fond au creux du mufle camard de Poucette, et la bergère flamande scintille toute, de son museau pointu à sa queue en massue.
Nous étions sorties pour contempler la neige, la vraie neige et le vrai froid, raretés parisiennes, occasions, presque introuvables, de fin d’année… Dans mon quartier désert, nous avons couru comme trois folles, et les fortifications hospitalières, les fortifs décriées ont vu, de l’avenue des Ternes au boulevard Malesherbes, notre joie haletante de chiens lâchés. Du haut du talus, nous nous sommes penchées sur le fossé que comblait un crépuscule violâtre fouetté de tourbillons blancs ; nous avons contemplé Levallois noir piqué de feux roses, derrière un voile chenillé de mille et mille mouches blanches vivantes, froides comme des fleurs effeuillées, fondantes sur les lèvres, sur les yeux, retenues un moment aux cils, au duvet des joues… Nous avons gratté de nos dix pattes une neige intacte, friable, qui fuyait sous notre poids avec un crissement caressant de taffetas. Loin de tous les yeux, nous avons galopé, aboyé, happé la neige au vol, goûté sa suavité de sorbet vanillé et poussiéreux…
Assises maintenant devant la grille ardente, nous nous taisons toutes trois. Le souvenir de la nuit, de la neige, du vent déchaîné derrière la porte, fond dans nos veines lentement et nous allons glisser à ce soudain sommeil qui récompense les marches longues…
La bergère flamande, qui fume comme un bain de pieds, a retrouvé sa dignité de louve apprivoisée, son sérieux faux et courtois. D’une oreille, elle écoute le chuchotement de la neige au long des volets clos, de l’autre elle guette le tintement des cuillères dans l’office. Son nez effilé palpite, et ses yeux couleur de cuivre, ouverts droit sur le feu, bougent incessamment, de droite à gauche, de gauche à droite, comme si elle lisait… J’étudie, un peu défiante, cette nouvelle venue, cette chienne féminine et compliquée qui garde bien, rit rarement, se conduit en personne de sens et reçoit les ordres, les réprimandes sans mot dire, avec un regard impénétrable et plein d’arrière-pensées… Elle sait mentir, voler – mais elle crie, surprise, comme une jeune fille effarouchée et se trouve presque mal d’émotion. Où prit-elle, cette petite louve au rein bas, cette fille des champs wallons, sa haine des gens mal mis et sa réserve aristocratique ? Je lui offre sa place à mon feu et dans ma vie, et peut-être m’aimera-t-elle, elle qui sait déjà me défendre…
Ma petite bull au cœur enfantin dort, foudroyée de sommeil, la fièvre au museau et aux pattes. La chatte grise n’ignore pas qu’il neige, et depuis le déjeuner je n’ai pas vu le bout de son nez, enfoui dans le poil de son ventre. Encore une fois me voici, en face de mon feu, de ma solitude, en face de moi-même…
Une année de plus… À quoi bon les compter ? Ce jour de l’An parisien ne me rappelle rien des premier janvier de ma jeunesse ; et qui pourrait me rendre la solennité puérile des jours de l’An d’autrefois ? La forme des années a changé pour moi, durant que, moi, je changeais. L’année n’est plus cette route ondulée, ce ruban déroulé qui depuis janvier, montait vers le printemps, montait, montait vers l’été pour s’y épanouir en calme plaine, en pré brûlant coupé d’ombres bleues, taché de géraniums éblouissants, – puis descendait vers un automne odorant, brumeux, fleurant le marécage, le fruit mûr et le gibier, – puis s’enfonçait vers un hiver sec, sonore, miroitant d’étangs gelés, de neige rose sous le soleil… Puis le ruban ondulé dévalait, vertigineux, jusqu’à se rompre net devant une date merveilleuse, isolée, suspendue entre les deux années comme une fleur de givre le jour de l’An…
Une enfant très aimée, entre des parents pas riches, et qui vivait à la campagne parmi des arbres et des livres, et qui n’a connu ni souhaité les jouets coûteux voilà ce que je revois, en me penchant ce soir sur mon passé… Une enfant superstitieusement attachée aux fêtes des saisons, aux dates marquées par un cadeau, une fleur, un traditionnel gâteau… Une enfant qui d’instinct ennoblissait de paganisme les fêtes chrétiennes, amoureuse seulement du rameau de buis, de l’œuf rouge de Pâques, des roses effeuillées à la Fête-Dieu et des reposoirs – syringas, aconits, camomilles – du surgeon de noisetier sommé d’une petite croix, bénit à la messe de l’Ascension et planté sur la lisière du champ qu’il abrite de la grêle… Une fillette éprise du gâteau à cinq cornes, cuit et mangé le jour des Rameaux ; de la crêpe, en carnaval ; de l’odeur étouffante de l’église, pendant le mois de Marie…
Vieux curé sans malice qui me donnâtes la communion, vous pensiez que cette enfant silencieuse, les yeux ouverts sur l’autel, attendait le miracle, le mouvement insaisissable de l’écharpe bleue qui ceignait la Vierge ? N’est-ce pas ? J’étais si sage !… Il est bien vrai que je rêvais miracles, mais… pas les mêmes que vous. Engourdie par l’encens des fleurs chaudes, enchantée du parfum mortuaire, de la pourriture musquée des roses, j’habitais, cher homme sans malice, un paradis que vous n’imaginiez point, peuplé de mes dieux, de mes animaux parlants, de mes nymphes et de mes chèvre-pieds… Et je vous écoutais parler de votre enfer, en songeant à l’orgueil de l’homme qui, pour ses crimes d’un moment, inventa la géhenne éternelle… Ah ! qu’il y a longtemps !…
Ma solitude, cette neige de décembre, ce seuil d’une autre année ne me rendront pas le frisson d’autrefois, alors que dans la nuit longue je guettais le frémissement lointain, mêlé aux battements de mon cœur, du tambour municipal, donnant, au petit matin du 1er janvier, l’aubade au village endormi… Ce tambour dans la nuit glacée, vers six heures, je le redoutais, je l’appelais du fond de mon lit d’enfant, avec une angoisse nerveuse proche des pleurs, les mâchoires serrées, le ventre contracté… Ce tambour seul, et non les douze coups de minuit, sonnait pour moi l’ouverture éclatante de la nouvelle année, l’avènement mystérieux après quoi haletait le monde entier, suspendu au premier rrran du vieux tapin de mon village.
Il passait, invisible dans le matin fermé, jetant aux murs son alerte et funèbre petite aubade, et derrière lui une vie recommençait, neuve et bondissante vers douze mois nouveaux… Délivrée, je sautais de mon lit à la chandelle, je courais vers les souhaits, les baisers, les bonbons, les livres à tranches d’or… J’ouvrais la porte aux boulangers portant les cent livres de pain et jusqu’à midi, grave, pénétrée d’une importance commerciale, je tendais à tous les pauvres, les vrais et les faux, le chanteau de pain et le décime qu’ils recevaient sans humilité et sans gratitude…
Matins d’hiver, lampe rouge dans la nuit, air immobile et âpre d’avant le lever du jour, jardin deviné dans l’aube obscure, rapetissé, étouffé de neige, sapins accablés qui laissiez, d’heure en heure, glisser en avalanches le fardeau de vos bras noirs, – coups d’éventail des passereaux effarés, et leurs jeux inquiets dans une poudre de cristal plus ténue, plus pailletée que la brume irisée d’un jet d’eau… Ô tous les hivers de mon enfance, une journée d’hiver vient de vous rendre à moi ! C’est mon visage d’autrefois que je cherche, dans ce miroir ovale saisi d’une main distraite, et non mon visage de femme, de femme jeune que sa jeunesse va, bientôt, quitter…
Enchantée encore de mon rêve, je m’étonne d’avoir changé, d’avoir vieilli pendant que je rêvais… D’un pinceau ému je pourrais repeindre, sur ce visage-ci, celui d’une fraîche enfant roussie de soleil, rosie de froid, des joues élastiques achevées en un menton mince, des sourcils mobiles prompts à se plisser, une bouche dont les coins rusés démentent la courte lèvre ingénue… Hélas, ce n’est qu’un instant. Le velours adorable du pastel ressuscité s’effrite et s’envole… L’eau sombre du petit miroir retient seulement mon image qui est bien pareille, toute pareille à moi, marquée de légers coups d’ongle, finement gravée aux paupières, aux coins des lèvres, entre les sourcils têtus… Une image qui ne sourit ni ne s’attriste, et qui murmure, pour moi seule : « Il faut vieillir. Ne pleure pas, ne joins pas des doigts suppliants, ne te révolte pas il faut vieillir. Répète-toi cette parole, non comme un cri de désespoir, mais comme le rappel d’un départ nécessaire. Regarde-toi, regarde tes paupières, tes lèvres, soulève sur tes tempes les boucles de tes cheveux : déjà tu commences à t’éloigner de ta vie, ne l’oublie pas, il faut vieillir !
Éloigne-toi lentement, lentement, sans larmes ; n’oublie rien ! Emporte ta santé, ta gaîté, ta coquetterie, le peu de bonté et de justice qui t’a rendu la vie moins amère ; n’oublie pas ! Va-t’en parée, va-t’en douce, et ne t’arrête pas le long de la route irrésistible, tu l’essaierais en vain, – puisqu’il faut vieillir ! Suis le chemin, et ne t’y couche que pour mourir. Et quand tu t’étendras en travers du vertigineux ruban ondulé, si tu n’as pas laissé derrière toi un à un tes cheveux en boucles, ni tes dents une à une, ni tes membres un à un usés, si la poudre éternelle n’a pas, avant ta dernière heure, sevré tes yeux de la lumière merveilleuse – si tu as, jusqu’au bout gardé dans ta main la main amie qui te guide, couche-toi en souriant, dors heureuse, dors privilégiée… »


Sidonie Gabrielle Colette

Biografía
Sidonie-Gabrielle Colette (Saint-Sauveur-en-Puisaye, 28 de enero de 1873 - París, 3 de agosto de 1954), más conocida como Colette, fue una novelista, periodista, guionista, libretista y artista de revistas y cabaré francesa. Adquirió celebridad internacional por su novela Gigi, llevada al cine por Vincente Minnelli en 1958 y, siendo miembro de la Academia Goncourt desde 1945, la llegó a presidir entre 1949 y 1954 y fue condecorada con la Legión de Honor.
Obras
Primera edición de Claudine à l'école.
Existe una edición de sus Obras completas en español (Barcelona: Plaza y Janés, 1963, 2 vols.).
1900-1903: Claudine
1904: Dialogues de bêtes ("Diálogos de animales")
1907: La Retraite sentimentale ("El retiro sentimental")
1908: Les Vrilles de la vigne ("Los zarcillos de la viña")
1909: L'Ingénue libertine ("La ingenua libertina")
1910: La Vagabonde ("La vagabunda")
1913: L'Entrave ("El obstáculo")
1913: L'Envers du music-hall ("El reverso del music-hall")
1916: La Paix chez les bêtes ("La paz en la casa de los animales")
1917: Les Heures longues ("Las largas horas")
1918: Dans la foule ("En la muchedumbre")
1919: Mitsou ou Comment l'esprit vient aux filles ("Mitsú o Cómo el carácter viene a las muchachas")
1920: Chéri ("Querido")
1922: La Chambre éclairée ("La cámara oscura", florilegio de artículos publicados en los diarios a fines de la I Guerra Mundial)
1922: La Maison de Claudine ("La casa de Claudina")
1923: Le Blé en herbe ("El trigo verde")
1924: La Femme cachée ("La mujer oculta")
1926: La Fin de Chéri ("El final de Querido")
1928: La Naissance du jour ("El surgir del día")
1929: me ("Mí")
1930: Sido ("Sidó")
1932: Le Pur et l'Impur ("Lo puro y lo impuro; retrato literario de Renée Vivien)
1933: La Chatte ("La gata")
1934: Duo ("Dúo")
1936: Mes Apprentissages ("Mis aprendizajes")
1936: Splendeur des papillons, ("Esplendor de mariposas")
1937: Bella-Vista ("Bella-Vista", relatos)
1938: La Jumelle noire ("La jungla negra", cuatro volúmenes de críticas teatrales y cinematográficas: I, 1934; II, 1935; III, 1937; IV, 1938)
1939: Le Toutounier (seguida de Duo)
1940: Chambre d'hôtel ("Habitación de hotel")
1943: Le Képi ("El Quepis")
1943: Nudité ("Desnudez")
1944: Gigi
1946: L'Étoile Vesper ("El lucero vespertino")
1941: Julie de Carneilhan
1941: Journal à rebours ("Diario a contrapelo")
1944: Paris de ma fenêtre ("París desde mi ventana")
1949: Le Fanal bleu ("El farol azul)
1992: Histoires pour Bel-Gazou ("Historias para Bel-Gazou", novelas), Hachette, ilustrado por Alain Millerand.
2010: Colette journaliste: Chroniques et reportages (1893-1945), textos periodísticos inéditos.
2011: J'aime être gourmande, presentación de G. Bonal y F. Maget, introducción de G. Martin, colección Carnets, L'Herne, París.


Fuente de la Biografía: Wikipedia
Fuente relato: Alba Learning


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