* Lola López-Cozar - miedo
La viuda Afrodisia, Marguerite Yourcenar
Le
llamaban Kostis el Rojo porque tenía el pelo de color rojizo, porque su
conciencia se hallaba manchada con una gran cantidad de sangre vertida y, sobre
todo, porque solía llevar una chaqueta roja cuando bajaba insolentemente a la
feria de ganado para obligar a cualquiera de los aterrorizados campesinos que
allí había a que le vendiese su mejor montura a bajo precio, so pena de
exponerse a diversas variedades de muerte súbita. Había vivido oculto en la
montaña, a unas horas de camino de su pueblo natal, sus fechorías se limitaron,
durante mucho tiempo, a diversos asesinatos políticos y al rapto de una docena
de corderos flacos. Hubiera podido volver a la fragua sin que nadie le
molestara, pero pertenecía a esa clase de hombres que prefieren el sabor del
aire libre y de la comida robada a cualquier otra cosa. Más tarde, dos o tres
crímenes de derecho común pusieron en pie de guerra a los habitantes del
pueblo. Lo acorralaron, como si de un lobo se tratase, y lo acosaron como a un
jabalí. Finalmente, lograron atraparlo en la noche de San Jorge, y lo habían
llevado al pueblo atravesado en la silla de un caballo, con la garganta
abierta, como uno de esos animales que cuelgan en las carnicerías; los tres o
cuatro jóvenes a quienes había arrastrado consigo en su vida aventurera
terminaron igual que él, agujereados por las balas y por las cuchilladas.
Pusieron sus cabezas en unas horcas y con ellas adornaron la plaza del pueblo;
los cuerpos yacían uno encima de otro a la entrada del cementerio; los aldeanos
vencedores festejaban su victoria protegidos del sol y de las moscas por las
persianas echadas, y la viuda del viejo pope al que Kostaki había asesinado
seis años antes, en un camino desierto, lloraba en la cocina mientras enjuagaba
los vasos que acababa de ofrecer, llenos de aguardiente, a los campesinos que
la habían vengado.
La viuda
Afrodisia se limpió las lágrimas y se sentó en el único taburete que había en
la cocina, apoyando las dos manos en el borde de la mesa, y en sus manos la
barbilla, que temblaba como la de una anciana. Unos sollozos reprimidos le
sacudían el pecho por debajo de los profundos pliegues de su vestido de
estameña. Se adormecía sin querer, mecida por su propia queja; se enderezó,
sobresaltada: aún no le había llegado la hora de la siesta y del olvido.
Durante tres días y tres noches, las mujeres del pueblo habían estado esperando
en la plaza, chillando cada vez que resonaba un disparo, allá en la montaña era
devuelto por el eco, y los gritos de Afrodisia eran más fuertes aún que los de
sus compañeras, tal como corresponde a la mujer de un personaje tan respetado
como el anciano pope, tendido en su tumba desde hacía seis años. Se había
sentido enferma cuando volvieron los carnpesinos, al alba del tercer día, con
su sangrienta carga sobre una mula derrengada, y sus vecinos habían tenido que
acompañarla hasta la casita en donde vivía apartada desde que se había quedado
viuda; no obstante, en cuanto había vuelto en sí, había insistido para ofrecer
alguna bebida a sus vengadores. Con las piernas y manos todavía temblorosas, se
acercó alternativamente a cada uno de aquellos hombres, que dejaban en la
estancia un olor casi insoportable a cuero y a cansancio y, como no le fue
posible aliñar con veneno las rebanadas de pan y de queso que les había
ofrecido se contentó con escupir encima a escondidas, deseando que la luna de
otoño se levantara sobre sus tumbas.
Era en
aquel momento cuando ella hubiese debido confesarles toda su vida, confundir su
estupidez o justificar sus peores sospechas, gritarles al oído aquella verdad
que había sido, a la vez, tan fácil y tan duro disimular durante diez años: su
amor por Kostis, su primera cita en un camino encajonado, al pie de una morera
que les resguardó de una granizada, y su pasión, nacida con la velocidad del
rayo en aquella noche de tormenta; su regreso al pueblo, con el alma agitada
por un remordimiento en el que entraba más miedo que arrepentimiento; la semana
intolerable en que trató de olvidar a aquel hombre, que se había convertido en
algo más necesario para ella que el pan y el agua, y su segunda visita a
Kostis, con el pretexto de llevarle harina a la madre del pope, que cuidaba
ella sola de una granja en la montaña; y la falda amarilla que llevaba puesta
entonces y con la que se habían tapado a modo de manta: parecía como si se
hubieran acostado bajo un jirón de sol; y la noche en que tuvieron que
esconderse en el establo de una caravanera turca; las ramas nuevas del castaño
que le asestaban, al pasar, sus bofetadas de frescor; y la espalda encorvada de
Kostis, que la precedía por los senderos en donde un movimiento excesivamente
brusco hubiera podido irritar a una víbora; y la cicatriz que ella no había
advertido el primer día, y que serpenteaba sobre su nuca; y las miradas locas y
codiciosas que él le echaba, como si fuera un objeto robado de mucho valor; y
su cuerpo fuerte, de hombre acostumbrado a vivir una vida dura; y su risa, que
la tranquilizaba; y la manera muy suya que tenía de balbucear su nombre cuando
hacían el amor.
Se
levantó y sacudió con amplio ademán la blanca pared por donde zumbaban dos o
tres moscas. Las pesadas moscas, que se alimentan de inmundicias, no sólo eran
unos insectos algo inoportunos, cuyo ir y venir impreciso y ligero soportamos sobre
nuestra piel: tal vez se habían posado en aquel cuerpo desnudo, en aquella
cabeza sanguinolenta; acaso habían añadido sus insultos a las patadas de los
niños y a las miradas curiosas de las mujeres. ¡Ay, si ella hubiera podido, de
un simple escobazo barrer todo aquel pueblo lleno de viejas de lengua
envenenada, como los dardos de las avispas! Y asimismo al joven sacerdote,
ebrio del vino de la Misa, que echaba pestes contra el asesino de su
predecesor, y a los campesinos, que se encarnizaban con el cuerpo de Kostis
como los zánganos con la fruta chorreando miel. No imaginaban que el duelo de
Afrodisia pudiera tener otro motivo que no fuera el viejo pope, enterrado desde
hacía seis años en el rincón mejor situado del cementerio: no había podido ella
gritarles que la vida de aquel pomposo borracho le importaba tan poco como el
banco de madera que había en el fondo del jardín.
Y, no
obstante, pese a sus ronquidos que le impedían dormir y a su manera
insoportable de carraspear, casi había echado de menos al crédulo anciano que
se había dejado engañar, y luego atemorizar, con la cómica exageración de uno
de esos celosos que hacen reír en la pantalla de un teatro de sombras: añadía
un elemento de farsa al drama de su amor. Y se habían divertido retorciéndoles
el cuello a los pollos del pope; Kostis se los llevaba, escondidos debajo de la
chaqueta, en las noches en que se introducía disimuladamente en el presbiterio;
luego, ella acusaba a los zorros de aquel robo. Incluso fue agradable —aquella
noche en que el viejo se levantó, por haberle despertado sus susurros de amor
bajo el plátano— adivinar al anciano asomado a la ventana, espiando cada uno de
los movimientos de sus sombras en la tapia del jardín, grotescamente indeciso
entre el miedo al escándalo, el temor a un balazo y las ganas de vengarse. Lo
único que Afrodisia tenía que reprocharle a Kostis era precisamente el
asesinato de aquel anciano, que servía, a pesar suyo, de tapadera a sus amores.
Desde que
se quedó viuda, nadie había sospechado las peligrosas citas que le daba a
Kostis en las noches sin luna, de suerte que al plato de su alegría le había
faltado la pimienta de un espectador. Cuando los desconfiados ojos de las
matronas se posaron en la ancha cintura de la joven, se imaginaron todo lo más
que la viuda del pope se había dejado seducir por algún vendedor ambulante o
por el obrero de alguna fábrica, como si esa clase de gentes fueran de aquellos
con quienes Afrodisia hubiera consentido acostarse. Y no tuvo más remedio que
aceptar con gozo aquellas humillantes sospechas y tragarse su orgullo con más
cuidado aún del que ponía en tragarse sus náuseas. Y cuando la habían vuelto a
ver, unas semanas más tarde, con el vientre plano por debajo de sus anchas
faldas, todas se habían preguntado qué era lo que Afrodisia había podido hacer
para librarse tan fácilmente de su carga. Nadie se imaginaba que la visita al
santuario de San Lucas no había sido sino un pretexto, y que Afrodisia se había
quedado encerrada a unas cuantas leguas del pueblo, en la cabaña de la madre
del pope, quien ahora consentía en hacerle el pan a Kostis y remendar su
chaqueta. La vieja hacía esto no porque fuese tierna de corazón sino porque
Kostis le traía aguardiente y, además, porque allá en su juventud a ella
también le había gustado hacer el amor. Y allí fue donde el niño vino al mundo;
tuvieron que ahogarlo entre dos jergones, débil y desnudo como un gatito recién
nacido, sin tomarse siquiera la molestia de lavarlo después de nacer.
Y
finalmente, uno de los compañeros de Kostis asesinó al alcalde, y las delgadas
manos del hombre amado habían apretado y más rabiosamente su viejo fusil de
caza; mas y llegaron aquellos tres días y aquellas tres noches en que el sol
parecía salir y ponerse envuelto en sangre. Y esta noche todo acabaría en una
fogata, para la que ya habían juntado un montón de latas de petróleo a la
puerta del cementerio; Kostis y sus compañeros serían tratados igual que la
carroña de las mulas, a las que se riega con petróleo para no tomarse el
trabajo de enterrarlas, y ya no le quedaban a Afrodisia más que unas cuantas
horas de sol y de soledad para llevarle luto. Levantó el picaporte y salió al
estrecho terraplén que la separaba del cementerio. Los cuerpos, amontonados,
yacían junto a la tapia de adobe, pero no le fue difícil reconocer a Kostis;
era el más alto y ella lo había amado. Un campesino codicioso le había quitado
el chaleco para lucirlo los domingos; ya había unas cuantas moscas pegadas en
las lágrimas de sangre de los párpados; estaba casi desnudo. Dos o tres perros
lamían en el suelo unos regueros negros y luego, jadeantes, volvían a echarse
en una estrecha franja de sombra. Al atardecer, a la hora en que el sol se hace
inofensivo, los grupitos de mujeres empezarían a reunirse en aquella estrecha
terraza; contemplarían la verruga que Kostis tenía entre los dos hombros. Los
hombres, a patadas, le darían la vuelta al cadáver para empapar bien de
gasolina los pocos harapos que le habían dejado; abrirían las latas con la
vasta alegría de los vendimiadores que destapan un tonel. Afrodisia tocó la
manga desgarrada de la camisa que ella había cosido con sus propias manos para
ofrecérsela a Kostis como regalo de Pascua, y reconoció de repente su nombre
tatuado en el brazo izquierdo de Kostis. Si otros ojos que no fueran los suyos
veían aquellas letras toscamente dibujadas en la piel, la verdad iluminaría
bruscamente su espíritu, como las llamas de la gasolina empezando a bailar
sobre la tapia del cementerio. Se imaginó lapidada, enterrada debajo de las
piedras. Sin embargo, era incapaz de arrancar aquel brazo que la acusaba con
tanta ternura, o de calentar unos hierros para borrar aquellas marcas que la
perdían. No podía infligirle una nueva herida al cuerpo que tanto había
sangrado ya...
Las
coronas de latón que llenaban la tumba del pope brillaban al otro lado del
recinto sagrado, y aquel montículo le recordó bruscamente el vientre adiposo
del anciano. Después de su muerte habían relegado a la viuda del difunto pope a
una chabola que había a dos pasos del cementerio: no se quejó por vivir en
aquel lugar tan apanado, donde sólo crecían las tumbas, pues, en algunas
ocasiones, Kostis había podido aventurarse al caer la noche por aquel camino,
por donde nunca pasaba alma viviente, y el sepulturero, que vivía en la casa de
al lado, estaba sordo como una tapia. La fosa del pope Esteban se hallaba
separada de la chabola sólo por la tapia del cementerio, y les había parecido
que continuaban acariciándose ante las narices del difunto. Hoy, aquella misma
soledad le permitía a Afrodisia llevar a cabo un proyecto digno de su vida de
estratagemas e imprudencias, y empujando la barrera de madera desconchada por
el sol se apoderó de la pala y el pico del sepulturero.
La tierra
estaba seca y dura, y el sudor de Afrodisia corría más abundante que sus
lágrimas. De cuando en cuando la pala sonaba al dar contra una piedra, pero
aquel ruido en un lugar desierto no iba a alertar a nadie, y el pueblo entero
dormía después de haber comido. Por fin, oyó el sonido seco de la madera vieja:
el pico chocaba con el ataúd del pope Esteban, más frágil que la madera de una
guitarra y que se rajó con el choque, enseñando los pocos huesos y la casulla
arrugada, que era cuanto quedaba del anciano. Afrodisia amontonó aquellos
restos, los empujó cuidadosamente a un rincón del ataúd, luego cogió por los
sobacos el cuerpo de Kostis y lo arrastró hasta la fosa. El amante de antaño le
llevaba toda la cabeza a su marido, pero el ataúd sería lo bastante grande para
Kostis decapitado. Afrodisia volvió a poner la tapa, amontonó de nuevo la
tierra sobre la tumba, recubrió el montículo recién removido con las coronas
compradas antaño en Atenas con el dinero de los feligreses, igualó el polvo del
sendero por donde había arrastrado a su muerto. Ahora faltaba un cuerpo en el montón
que yacía a la puerta del cementerio, pero los campesinos no registrarían todas
las tumbas para encontrarlo.
Se sentó
sin aliento y se levantó casi de inmediato, pues se había aficionado a su tarea
de enterradora. La cabeza de Kostis aún estaba allá arriba, expuesta a los
insultos, ensartada en una horca, allí donde el pueblo cede el sitio a las
rocas y al cielo. Nada estaría terminado hasta que no hubiera consumado su rito
funerario; y había que darse prisa y aprovechar las horas de calor en que las
gentes se encierran en sus casas y duermen, cuentan sus dracmas, hacen el amor
y le dejan todo el campo libre al sol. Dándole la vuelta al pueblo tomó, para
subir hasta lo alto, la cuesta por donde pasaba menos gente. Unos perros flacos
dormitaban a la escasa sombra de las puertas; Afrodisia les lanzaba una patada
al pasar, pagando con ellos el rencor que no podía saciar en sus amos. Luego,
cuando uno de aquellos animales se levantó completamente erizado y gimiendo,
tuvo que detenerse un instante para tranquilizarlo a fuerza de halagos y de
caricias. El aire abrasaba como un hierro al rojo vivo, y Afrodisia se puso el
mantón en la cabeza para no caer fulminada antes de haber acabado su tarea.
El
sendero desembocaba, por fin, en una explanada blanca y redonda. Más arriba
sólo quedaban unas rocas grandes que formaban varias cavernas, donde sólo los
desesperados como Kostis se atrevían a internarse; y cuando los extranjeros se
aventuraban por allí, siempre se oía la voz áspera de algún aldeano
llamándolos. Más arriba ya no quedaban más que las águilas y el cielo, cuyas
pistas sólo las águilas conocen. Las cinco cabezas, de Kostis y sus compañeros,
clavadas en las horcas, hacían esas muecas que sólo pueden hacer los muertos.
Kostis apretaba los labios, como si meditara un problema que aún no hubiera
tenido tiempo de resolver en vida, algo así como la compra de un caballo o el
rescate de una nueva captura, y era el único entre sus amigos a quien la muerte
no había cambiado mucho, pues siempre fue muy pálido. Afrodisia cogió la cabeza
y tiró de ella, con un ruido como de seda desgarrada. Se proponía esconderla en
su casa, debajo del suelo de la cocina, o tal vez en alguna caverna que ella
sola conocía, y acariciaba aquellos restos prometiéndoles que los pondría a salvo.
Fue a
sentarse al pie del plátano que crecía más abajo de la explanada, en el terreno
del granjero Basilio. Bajo sus pies, las rocas se precipitaban hacia el llano,
y los bosques que tapizaban la tierra hacían el efecto, desde lejos, de matas
de minúsculos musgos. Muy al fondo se vislumbraba el mar, entre dos labios de
montaña, y Afrodisia se decía que hubiera podido incitar a Kostis para que
huyese sobre aquellas olas, y así no se vería ahora obligada a mecer en sus
rodillas su cabeza sanguinolenta. Sus lamentos, contenidos desde el principio
de la desgracia, estallaron en vehementes sollozos como los de las plañideras
en los funerales y, con los codos en las rodillas y las húmedas mejillas
apoyadas en las manos, dejaba caer sus lágrimas sobre el rostro del muerto.
—¡Eh, tú, ladrona! Viuda de cura, ¿qué estás haciendo en mi huerto?
El
anciano Basilio, armado con una hoz y un palo, se asomaba en lo alto del
camino, y su aspecto de desconfianza y de furor no hacía sino acentuar su
semejanza con un espantapájaros. Afrodisia se levantó de un salto, tapando la
cabeza con su delantal.
—Sólo te
he robado un poco de sombra, tío Basilio, un poco de sombra para refrescarme la
frente...
—¿Y qué
es lo que escondes en el delantal, ladrona, viuda maldita? ¿Una calabaza? ¿Una
sandía?
—Soy
pobre, tío Basilio, y sólo te he cogido una sandía muy roja. Sólo una sandía
roja, con sus pepitas negras...
—Enséñamela,
mentirosa, especie de topo negro y devuélveme lo que me has robado...
El viejo
Basilio bajó por la cuesta enarbolando su palo. Afrodisia echó a correr del
lado del precipicio, sujetando con las manos las puntas del delantal. La cuesta
se hacía cada vez más empinada, el sendero más resbaladizo, como si la sangre
del sol, que ya se preparaba a ponerse, hubiera vuelto pegajosas las piedras.
Hacía mucho rato que Basilio se había parado y daba grandes voces para avisar
del peligro al que huía, diciéndole que volviera sobre sus pasos. El sendero ya
no era más que una trocha resbaladiza, de donde se desprendían las piedras.
Afrodisia le oía, mas aquellas palabras desmenuzadas por el viento no las
entendía, sólo comprendía una cosa: la necesidad de huir del pueblo, de escapar
a la mentira, a la pesada hipocresía, al largo castigo de convertirse un día en
una mujer vieja a la que ya nadie querría. Una piedra, por fin, se desprendió
bajo sus pies, cayó al fondo del precipicio como para enseñarle el camino, y la
viuda Afrodisia se hundió en el abismo y en la noche, llevándose con ella la
cabeza manchada de sangre.
De: Cuentos
orientales
Traducción
Emma Calatayud
© Edición: Punto de Lectura, S.L. - Junio 2088
© Edición: Punto de Lectura, S.L. - Junio 2088
3 comentarios:
los cuentos orientales de yourcenar son exquisitos.
gracias, maría
besitos*
Coincido con Silvia...
Un beso.
Son exquisitos!!!!
Besos Silvia y Carmela
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