lunes, 19 de agosto de 2013

Tedi López Mills Dos poemas


Imagen de Sonya Jach

La alberca

A veces,
     cuando hago mi recuento
     y me detengo, digamos,
     en la primera década,
     
     durante un viaje a la frontera
     con la brutal lámina junto al arroyo
     y el páramo convocado por las llantas,
     los buitres de sobra
     en la rama hueca de algún leño,
     
     o de regreso a la cuadra más veloz
     entre el eucalipto y los adoquines
     remotos de la iglesia,
     
     recaigo en las albercas
     de mi memoria
     
     y recuerdo los pozos iniciales,
     sin geometría,
     reacios al uso de mis piernas,
     tiesos con su limo en mi miedo;
     
     o tan cerca del solsticio
     en la vereda de mi parque
     un balneario público
     con nombre de continente,
     donde nunca vi el agua
     en la pila de cloro
     sino salpicada en el aire
     con los gritos
     que se iban dilatando
     en las manchas de sol
     ese mediodía
     mientras yo miraba crecer
     la huella enorme del lodo
     en el centro de mi toalla
     y algo percibía, creo,
     no sé si de mí
     o de la blancura
     expugnable
     de ciertas cosas.
     
     Pero hay una alberca,
     por encima de todas,
     que me retiene.
     Su oval en la hora justa
     fue tan dúctil
     con cada clavado
     que parecía una maña del cuerpo.
     Estaba en Texas,
     en un motel de autopista,
     y aun al sumergirme podía oír
     cómo los motores raspaban
     mi última visión del pavimento.
     
     Allí, en esa alberca,
     desde mi estatura en el flanco
     descendiente y menos profundo
     tuve toda la mañana
     con los ojos cerrados
     en medio de la luz
     un albedrío tan perfecto
     en los pies y en los brazos,
     un dominio tan exacto de la espuma
     que el fervor de las burbujas
     rotas en mi boca
     al respirar hundida
     en el fondo
     no fue un presagio,
     sino el final común
     de otros días en el agua
     
     cuando apareció el mar más tarde
     con las palmeras borrosas
     en la curvatura de la bahía,
     el estilo raído de un desierto
     caduco en la arena
     y nada nunca
     volvió a ser tan impersonal.

Verdad a medias

Aún no he aprendido a distinguir
     las partes del espíritu
     de las de su política.
     El pienso, luego existo
     —con su instante de fuga—
     me queda tan lejos como la vida
     improbable del tigre
     que no he visto nunca en la selva canónica
     sino sólo en su jaula
     junto al hueso mordido y las moscas
     persistentes de la quietud,
     o en alguna pantalla
     donde el domador roza
     el mítico colmillo
     con ese dedo meramente humano
     y la sombra del tigre se pasea
     por los rectos barrotes,
     la bestia ya librada de sus músculos
     en esa estancia abierta
     entre las piedras y el techo.
     
     ¿Qué existe ahí?
     De la huella a la piel
     sólo unos centímetros de luz
     separan a la visión
     de su propia estrategia
     cuando ve que ve,
     y es tan inverosímil la prueba
     de que el tigre sobrevive
     más allá de mi posesión 
     como la leyenda de ese árbol
     —el abedul que no conozco
     o el abeto literario—
     caído en un bosque
     sin que nadie lo perciba,
     aunque pueda ser un hecho
     más inmediato que yo
     porque en un argumento
     la lógica de las palabras 
     ya lo ha postulado
     muerto en su hoyo
     con las ramas trizadas
     y el tronco circular
     hundido en la tiniebla
     de otras hojas secas,
     quizás de olmo ordinario o de pino. 
     
     Pero vuelvo al espíritu.
     O a su política.
     Al oro abstracto
     y a esa población de paja,
     al hábito extravagante
     de una aguja oculta
     perennemente entre las briznas
     y a la alegoría disuelta
     por tanta simpleza.
     El espíritu trasciende, supongo,
     al medievo detenido en su establo,
     el sol sin pascua y el fuego sin creaturas,
     la chispa distante del leño,
     el calor indeseado
     que ilumina la cara
     y una verdad a medias:
     el cráneo con su médula de universo.
     Dura lo que piensa, suave se impone
     esa idea blanca y concubina de sí
     en la brecha, oreja demente
     con el crujido adentro,
     sin tacto para descubrirse,
     como en otro reino animal
     el caballo que rastrea
     del estiércol al pesebre
     los restos de su propio olor
     porque no sabe hacer otra cosa,
     aunque el belfo y la tierra
     también se busquen distintos
     mientras culmina el rastrojo
     con una finta de más en la intemperie,
     extremando la soltura
     del arbusto en su rincón
     hacia donde miro,
     los ojos en la corteza,
     paradoja y viento,
     la raíz cortada de un solo tajo
     y todavía me tengo.

Tedi López Mills

Biografía
Tedi López Mills (Ciudad de México, 1959). Estudió Filosofía en la UNAM y obtuvo el doctorado en la misma especialidad en la Universidad La Sorbona, en Francia.
Ha publicado nueve libros de poesía: Cinco estaciones, Un lugar ajeno, Segunda persona (Premio Nacional de Literatura Efraín Huerta), Glosas, Horas (Premio Juan Pablos al Mérito Editorial, CANIEM), Luz por aire y agua, Un jardín, cinco noches (y otros poemas), Contracorriente (Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares) y Parafrasear, así como una antología del poeta Gustaf Sobin (Matrices de viento y de sombra) y un ensayo: La noche en blanco de Mallarmé. En 1998 obtuvo la primera Beca de Poesía de la Fundación Octavio Paz. Además, ha sido becaria del FONCA en 1994 y del Fideicomiso para la Cultura México/Estados Unidos en 1996. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Biografía

Poemas

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