viernes, 8 de mayo de 2020

Bharati Mukherjee - La gestión del dolor - relato


 Flor de Mamey y espíritu de la selva de José Leonardo Morey


¿Qué nos permite acercarnos a la realidad del otro? ¿Cuál es la barrera? Hay miradas que son aproximan a otras realidades, esa realidad aprendida con manuales que solo enfocan un punto de vista, el occidental y excluyen otros mundos, esos mundos que a pesar de convivir en nuestras sociedades aún permanecen ajenos a la cultura occidental. Esas otras culturas poseen valores diferentes, sentires diferentes y que por ende tienen otra mirada. El mundo de las migraciones y que a pesar de compartir espacios en las principales ciudades del mundo siguen siendo desconocidas e incomprendidas por los occidentales. 
Bharati Mukherjee nos acerca en su relato “La gestión del dolor” a la tragedia personal de una mujer hindú que ha perdido a su familia en un atentado de avión, realidad entre el mundo hindú y el mundo occidental en el que vive y donde eligió vivir. Las barreras que van más allá del idioma, también implican maneras de enfrentar el dolor. Es un relato apasionante que nos interpela y nos invita a reflexionar sobre la inmigración.

Bharati MUKHERJEE, «La gestión del dolor (1988)»

El Dr. Ranganathan vacía el forro de los bolsillos de su americana. Rosas aplastadas,  en  distintos  tonos de  rosa  oscuro,  flotan  en  el  agua.  Arrancó  las  rosas de las enredaderas de un jardín privado. No pidió permiso a nadie, pero ahora  hay  un  artículo  sobre  este  tema  en  los  periódicos  locales.  Si  ve  una  persona india, por favor, dele flores. «Un muchacho fuerte de catorce años», dice, «puede muy bien rescatar a  uno  más  joven».  Mis  hijos,  aunque  se  llevan  cuatro  años,  estaban  muy  unidos.  Vinod  no  hubiese  dejado  ahogarse  a  Mithun.  Ingeniería  eléctrica,  pienso, quizás un poco tontamente: este hombre conoce secretos importantes del universo, cosas que a mí me están vetadas. Una sensación de alivio me aturde. Por eso las fotografías de mis chicos no han aparecido en la galería con  las  imágenes  de  los  muertos  que  han  hallado.  «Qué  rosas  tan  bonitas», digo. «Mi  mujer  adoraba  las  rosas  rosas.  Cada  viernes  yo  tenía  que  traer  un  ramo  a  casa.  Le  decía,  ¿por  qué?  Después  de  más  de  veinte  años  de  matrimonio todavía necesitas pruebas de que te quiero». Ha identificado a su mujer  y  a  tres  de  sus  hijos.  También  a  otros  de  Montreal,  los  afortunados,  familias enteras sin ningún superviviente. Suelta una risita mientras regresa a la  orilla.  Entonces  se  gira  y  me  hace  una  pregunta.  «Mrs.  Bhave,  ¿quiere  arrojar unas rosas para sus seres queridos? Me quedan dos grandes». Pero  tengo  otras  cosas  que  lanzar:  la  calculadora  de  bolsillo  de  Vinod;  una maqueta B-52 a medio pintar para mi Mithun. Las querrían en su isla. ¿Y para mi marido? para él dejo caer en las aguas quietas y cristalinas un poema que escribí ayer en el hospital. Por fin sabrá lo que siento por él.«No se caigan, las rocas resbalan», avisa el Dr. Ranganathan. Alarga la mano para que pueda agarrarme.Entonces  ya  es la hora  de  volver  al  autobús,  de  apresurarnos  hasta  nuestros puestos de guardia en los bancos del hospital Kusum  es  una  de  las  afortunadas.  Los  afortunados  volaron  hasta  aquí,  identificaron a sus muchos seres queridos, y volarán a India con los cuerpos para  las  debidas  ceremonias.  Satish  es  uno  de  los  pocos  hombres  que  emergieron. Las fotos de los rostros que vimos en las paredes de una oficina en  Heathrow  y  aquí  en  el  hospital  son  sobre  todo  de  mujeres.  Las  mujeres  tienen más grasa corporal, me explicó sin ambages una monja. Flotan mejor. Hoy  un  joven  marinero  me  paró  en  la  calle.  Había  ayudado  a  cargar  cuerpos,  se  había  metido  en  el  agua  cuando  –busca  en  mi  rostro  signos  de  fortaleza–  cuando  descubrieron  a  los  tiburones.  Yo  ni  me  sonrojo,  y  él  se  desmorona. «Está bien», digo. «Gracias». Sabía lo de los tiburones por el Dr.
En  su  ordenado  cerebro  la  ciencia  procura  comprensión,  no  cabe el terror. Es el deber de los tiburones. Hay un cazador para cada ciervo, un pescador para cada pez. Los irlandeses no son tímidos; se lanzan hacia mí y me abrazan, algunos llorando.  No  puedo  imaginarme  reacciones  como  estas  en  las  calles  de  Toronto. Solo son desconocidos, y eso me conmueve. Algunos llevan flores encima y se las dan a los indios que se van encontrando. Después de la comida, un policía al que ya conozco bastante bien se me acerca. Me dice que cree que ha encontrado coincidencias con Vinod. Yo le explico lo buen nadador que es Vinod. «¿Quiere que la acompañe mientras mira las fotos?». El Dr. Ranganathan camina  delante  de    hacia  la  galería  de  fotos.  En  estas  cuestiones  es  un  científico,  y  yo  se  lo  agradezco.  Es  una  nueva  perspectiva.  «Han  hecho  milagros», dice. «Estamos en deuda con ellos». Los  primeros  dos  días  los  policías  nos  mostraban  foto  por  foto  a  los  familiares; ahora tienen prisa, quieren asegurarse de los posibles, incluso de los probables. El rostro de la foto es el de un chico del estilo de Vinod; los mismos ojos inteligentes, las mismas cejas pobladas en forma de V. Pero los rasgos de este chico, también las mejillas, son más llenos, más anchos, más blandos. «No». Otras fotos atraen mi mirada. Hay cinco chicos más que se parecen a Vinod. La monja que me han asignado para consolarme frota la primera imagen con la punta del dedo. «Cuando llevan un tiempo en el agua, querida, se ven un poco más pesados. Los huesos están rotos bajo la piel, dijeron el primer día –intenten ajustar sus recuerdos–. Es importante». «No es él. Soy su madre. Lo sabría». «¡Conozco a este!», exclama el Dr. Ranganathan, y de repente, desde el fondo de la galería. «¡Y  también  a  este!». Creo que él siente que no quiero encontrar   a   mis   chicos.   «Son   los   hermanos   Kutty.   También   eran   de   Montreal».  No  quiero  llorar.  Al  contrario,  estoy  eufórica.  Mi    maleta  en  el  hotel está llena de ropa seca para mis chicos. El policía se echa a llorar. «Lo siento, lo siento mucho, señora. De verdad que pensé que teníamos alguien que encajaba». Con  la  monja  abriendo  el  camino  y  el  policía  detrás,  nosotros,  los  desafortunados  que  no  tenemos  los  cuerpos  de  nuestros  hijos,  enfilamos  la  salida de la improvisada galería.
Desde Irlanda la mayoría de nosotros vuela a India. Kusum y yo cogemos el  mismo  vuelo  directo  a  Bombay,  así  puedo  ayudarla  a  pasar  aduanas  rápidamente. Pero tenemos que discutir con un hombre uniformado. Tiene la cara  llena  de  forúnculos.  Los  forúnculos  se  hinchan  y  explotan  mientras  hablamos  con  él.  Quiere  que  Kusum  espere  en  la  cola  y  se  niega  a  tomar  ninguna  decisión  porque  su  jefe  está  tomándose  un    en  una  pausa.  Pero  Kusum  no  quiere  perder  de  vista  los  féretros,  y  yo  no  pienso  abandonarla  aunque    que  mis  padres,  ancianos  y  diabéticos,  deben  de  estar  esperando  dentro de un coche agobiante en un descampado abrasador. «¡Cabrón!»,  le  grito  al  hombre  de  los  forúnculos.  Otros  pasajeros  se  acercan. «¡Crees que estamos pasando contrabando en esos féretros!». Hubo  alguna  vez  en  el  pasado  en  que  fuimos  mujeres  bien  educadas;  fuimos  esposas  obedientes  con  la  cabeza  cubierta,  con  voces  tímidas  y  complacientes. En  India  vuelvo  a  ser  otra  vez  la  hija  única  de  unos  padres  ricos  y  enfermos.  Viejos  amigos  de  la  familia  vienen  a  presentar  sus  respetos. Algunos son sijs y, por dentro, sin quererlo, me estremezco. Mis padres son personas progresistas; no culpan a una comunidad por algunos individuos. En Canadá eso ahora es otra historia. «Quédate más tiempo», implora mi madre. «Canadá es un sitio muy frío. ¿Para qué quieres estar sola?». Me quedo. Pasan tres meses. Después otros tres.«¡Vikram no hubiese querido que te rindieras!», protestan. Llaman a mi marido por su nombre de nacimiento. En Toronto se lo cambió por Vik para que sus compañeros de oficina encontrasen su nombre tan fácil como Rod o Chris. «¡Sabes que los muertos no están separados de nosotros!». Mi abuela, la hija mimada de un rico zamindar, se afeitó la cabeza con unas  cuchillas  oxidadas  a  los  dieciséis  años.  Mi  abuelo  murió  de  diabetes infantil a los diecinueve, y ella se creyó portadora de mala suerte. Mi madre creció sin padres, criada por un tío indiferente, mientras su verdadera madre dormía  en  una  cabaña  detrás  de  la  mansión  y  comía  con  los  sirvientes.  Se  convirtió  en  una  racionalista.  Mis  padres  aborrecen  toda  mortificación  innecesaria. La  hija  del  zamindar  mantuvo  su  fe  en  los  rituales  védicos  con obstinación; mis padres se rebelaron. Yo estoy atrapada entre dos modos de conocimiento. A los treintaiséis, soy demasiado vieja para empezar de nuevo y  demasiado  joven  para  rendirme.  Como  el  espíritu  de  mi  marido,  estoy  flotando entre dos mundos.
Cortejando   la   afasia,   viajamos.   Viajamos   con   nuestra   falange   de   sirvientes y parientes pobres. A estaciones de montaña y centros turísticos en la  playa.  Jugamos  al  bridge  en  polvorientos  clubes  de  recreo.  Subimos  temblorosas sendas de montaña montando ponis diminutos. En los bailes de tarde,  nos  dejamos  voltear  por  la  sala  un  par  de  veces.    Llegamos  hasta  los  lugares sagrados que nunca habíamos tenido tiempo de visitar. En Varanasi, Kalighat, Rishikesh, Hardwar, los astrólogos y quirománticos me buscan para ofrecerme consolaciones cósmicas a cambio de un precio. A   los   viudos   ya   les   están   mostrando   nuevas   candidatas   para   el   matrimonio.  Ellos  no  pueden  resistirse  a  la  llamada  de  la  costumbre,  la  autoridad de sus padres y hermanos mayores. Se tienen que casar; es el deber de un hombre cuidar a una esposa. Las nuevas esposas serán jóvenes viudas con  hijos,  pobres  pero  de  buena  familia.  Serán  buenas  esposas,  pero  los  hombres   las   rehuirán.   He   recibido   llamadas   de   los   hombres   por   las   chisporroteantes  líneas  telefónicas  indias.  «Sálvame»,  dicen,  estos  hombres  educados, exitosos, sólidos cuarentones. «Mis padres me están concertando un  matrimonio».  En  un  mes  habrán  enterrado  a  una  familia  y  regresado  a  Canadá con otra esposa y otra familia parcial. En comparación, yo tengo suerte. Aquí a nadie se le ocurre concertar un marido para una viuda desafortunada. Entonces,  el  tercer  día  del  sexto  mes  de  esta  odisea,  en  un  templo  abandonado  de  un  pequeño  pueblo  del  Himalaya,  cuando  estoy  ofreciendo  flores y dulces al dios de una tribu de animistas, mi marido desciende hasta mí.  Está  sentado  con  las  piernas  cruzadas  junto  a  un  sadhucon  vestiduras  apolilladas. Vikram lleva el traje de color vainilla que llevaba la última vez que lo abracé. El sadhuarroja pétalos a una llama alimentada con manteca, recitando mantas en sánscrito, y se aparta las moscas de la cara. Mi marido coge mi mano entre las suyas. Estás bellísima, empieza. Y entonces, ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Me quedo?, pregunto.  Él se limita a sonreír, pero la imagen ya se está  desvaneciendo.  Debes  terminar    sola  lo  que  empezamos  juntos. Ninguna  corona  de  algas  marinas  oculta  su  boca.  Habla  demasiado  rápido,  como  solía  hacer  cuando  éramos  una  familia  envidiada  en  nuestro  adosado rosa. Se ha ido.
En  este  altar  sin  ventanas,  entre  el  humo  de  varitas  de  incienso  y  lámparas de manteca, una mano sudorosa tantea mi blusa. No grito. El sadhuse arregla la túnica. Las lámparas sisean y se apagan con un chisporroteo. Cuando  salimos,  mi  madre  pregunta, «¿Has  sentido  algo  raro  ahí  dentro?». Mi  madre  no  tiene  paciencia  con  fantasmas,  sueños  proféticos,  santones, ni    cultos. «No», miento. «Nada». Pero ella sabe que me ha perdido. Sabe que en unos días me iré. Kusum  ha  puesto  su  casa  en  venta.  Quiere  vivir  en  un  ashram  en Hardwar. Trasladarse a Hardwar fue idea de su swami. Su swami dirije dos ashrams, el de Hardwar y otro aquí, en Toronto «No huyas», le digo. «No  estoy  huyendo»,  dice  ella.  «Estoy  buscando  la  paz  interior.  ¿Crees que tú o ese Ranganathan estáis mejor?». Pam  se  ha  ido  a  California.  Quiere  hacerse  modelo,  dice.  Dice  que  cuando  reciba  el  dinero  del  seguro  abrirá  un  estudio  de  yoga  y  aeróbic  en  Hollywood. Me envía postales tan pícaras que no me atrevo a dejarlas en la mesita del café. Su madre la ha abandonado a ella y al mundo. Los demás no perdemos el contacto, se trata de eso. Hablar es todo lo que tenemos, dice el Dr. Ranganathan, que también se ha resistido a todos los parientes y ha vuelto a su trabajo en Montreal, solo. Dice, ¿con quién hablar mejor que con otros familiares? Nos hemos fundido y hemos vuelto a emerger como una nueva tribu. Me llama dos veces a la semana desde Montreal. Cada miércoles por la  noche  y  cada  sábado  por  la  tarde. Ha  cambiado  de  trabajo,  ahora  va  a  Ottawa. Pero Ottawa está a más de cien millas, y tiene que conducir doscientas veinte millas cada día hasta su casa en Montreal. No se puede decidir a vender su casa. La casa es un templo, dice; la cama de matrimonio en la habitación principal es un altar. Él duerme en un plegatín. Un devoto. Aún quedan algunos parientes histéricos. Judith Templeton tiene una lista donde los que necesitan ayuda y los que han «aceptado» está en casi perfecto equilibrio. Aceptar significa que hablas de tu familia en pasado y que haces planes para llevar tu vida adelante. Podríamos hacer unos cursos que dan en Seneca College y Ryerson. Su reluciente maletín de cordobán está lleno de catálogos  universitarios  y  listas  de  asociaciones  culturales  que  necesitan  nuestra ayuda. Ha hecho un trabajo impresionante, le digo. «En los manuales sobre la gestión del dolor», responde –me doy cuenta de que soy su confidente, una de las pocas personas cuyo dolor no ha dado lugar  a  obsesiones  extrañas–  «hay  unas  fases  que  transitar:  negación,  depresión,   aceptación,   reconstrucción».   Ha   elaborado   un   esquema   y   encuentra que, al cabo de seis meses de la tragedia, ninguno de nosotros sigue negando   la   realidad,   pero solo   unos   pocos   la están   reconstruyendo.   «Aceptación deprimida» es el estadio que hemos alcanzado. Volver a casarse es un paso importante en la reconstrucción (aunque está un poco sorprendida, incluso asombrada, de cuán rápido han vuelto a formar una familia algunos hombres). Vender la casa y cambiar de trabajo es señal de salud. ¿Cómo le digo a Judith Templeton que mi familia está conmigo, y que como  criaturas  épicas  han  cambiado  de  forma?  Ella  me  ve  tan  calmada  y  conformada, pero le preocupa que no tenga trabajo ni carrera profesional. Mis amigos más íntimos están peor que yo. No puedo decirle que mis días, incluso mis noches, son emocionantes. Me pide que la ayude con familias a las que no puede llegar. Una pareja de  ancianos  en  Agincourt  cuyos  hijos  fueron  asesinados  pocas  semanas  después de traer a sus padres de un pueblo en el Punyab. Por sus nombres sé que son sijs. Judith Templeton y una traductora les han visitado dos veces para ofrecerles dinero para un vuelo a Irlanda, con impresos bancarios y de poderes legales,  pero  ellos  se  han  negado  a  firmar,  o  a  abandonar  el  minúsculo  apartamento.  El  dinero  de  sus  hijos  está  congelado  en  el  banco.  Los  apartamentos que sus hijos compraron como inversión han sido destrozados por los inquilinos, que han vendido los muebles. Los padres temen que firmar algo o recibir algún dinero significará el fin de las obligaciones de la compañía o del Gobierno para con ellos. Temen estar vendiendo a sus hijos a cambio de dos billetes de avión a un lugar que no han visto nunca. La torre de apartamentos está llena de indios y caribeños, más un puñado de  orientales.  En  la  parada  de  autobús  más  cercana  se  alinean  mujeres  con  sari.  Los  chicos  juegan  a  críquet  en  el  aparcamiento.  Dentro  del  edificio,  incluso a mí me incomoda un poco la ferocidad del olor a cebolla, la distintiva e inmediata indianidad del olor a ghee frita, pero Judith Templeton mantiene un  flujo  de  información  inalterable.  Estos  pobres  ancianos  están  en  peligro  inminente de perder su casa y todos los servicios. Le  digo,  «Son  sijs.  No  abrirán  la  puerta  a  una  mujer  hindú».  Y  lo  que  quiero añadir es que, por mucho que intente evitarlo, me violenta la visión de turbantes  y  barbas.  Recuerdo  un  tiempo  en  que  todos  confiábamos  unos  en  otros en este nuevo país, el nuevo país era lo único que nos preocupaba. Los dos cuartos son oscuros y agobiantes. Las luces están apagadas y una lámpara de aceite balbucea sobre la mesita. La encogida anciana nos ha hecho pasar, y su marido está envolviendo su aceitado cabello, que le llega hasta las caderas, en un turbante blanco. Ella va a la cocina enseguida y yo escucho el sonido más familiar de un hogar indio, el agua del grifo golpeando el fondo de una tetera hasta llenarla. No  han  pagado  las  facturas,  por  miedo  y  porque  no  saben  rellenar  un  cheque. Les han cortado el teléfono y pronto le seguirán la electricidad, el gas y  el  agua.  Le  han  dicho  a  Judith  que  se  encargarán  sus  hijos.  Son  buenos  chicos, y siempre han ganado dinero y han cuidado de sus padres.  Conversamos un poco en hindi. No preguntan sobre el accidente y yo me pregunto  si  debería  sacar  el  tema.  Si  piensan  que  estoy  aquí  solo  como  traductora,  pueden  sentirse  insultados.  Hay  miles  de  personas  que  hablan  punyabí, sijs, en Toronto, que podrían hacer mejor el trabajo. Así que le digo a la anciana, «Yo también he perdido a mis hijos y mi marido en el accidente».  Sus ojos se llenan de lágrimas. El hombre farfulla unas pocas palabras que suenan como una bendición. «Dios nos da y Dios nos quita», dice. Quiero decir, pero solo los hombres destrozan y no dan nada de vuelta. «Mis hijos y mi marido no van a volver», digo. «Tenemos que entender eso». Ahora  es  la  anciana  quien  responde.  «¿Pero  quién  puede  saberlo?  El hombre  no  puede  decidir  estas  cosas»  Su  marido  asiente  mostrando  su  conformidad. Judith pregunta sobre los papeles del banco, los impresos de autorización. Con un golpe de bolígrafo, tendrán un apoderado provincial que pagará sus facturas, invertirá su dinero, y les enviará una pensión mensual. «¿Conocen a esta mujer?», les pregunto. El  hombre  levanta  la  mesa  de  la  mano,  la  gira,  y  parece  observar  cada  dedo por separado antes de responder.  « Siempre  que  viene  esta  joven  le  preparamos té y nos deja papeles para que los firmemos». Sus ojos escrutan una pila de papeles en una esquina del cuarto. «Pronto se nos acabará el té. ¿Se irá entonces?». La anciana añade, «He preguntado a los vecinos y nadie recibe visitas de angrezi. ¿Qué hemos hecho?». «Es su trabajo», intento explicar. «El Gobierno está preocupado. Pronto ustedes no tendrán ningún lugar donde vivir, ni luz, gas, ni agua». «El Gobierno  recibirá  su  dinero.  Dile  que  no  se  preocupe,  que somos personas honradas».
Intento explicarle que el Gobierno quiere darles dinero, no recibirlo. Él levanta  la  mano.  «Que  lo  cojan»,  dice.  «Estamos  acostumbrados  a  eso.  No  hay problema». «Somos personas fuertes», dice la esposa. «Dígale eso». «¿Quién  necesita  toda  esta  maquinaria?»,  pregunta  el  marido.  «No  es  saludable, las luces tan fuertes, el aire frío en días de calor, la comida fría, los cuatro fuegos en la cocina. Dios proveerá, no el Gobierno». «Cuando vuelvan nuestros chicos», dice la madre. Su marido chasquea la lengua. «Basta de charla», dice. Judith  interviene.  «¿Les  ha  convencido?».  Los  broches  del  maletín  de  piel chasquean como fuegos artificiales en el silencioso apartamento. Coloca el fajo de legajos sobre la mesita. «Si no saben escribir sus nombres, una X servirá – ya se lo he dicho a ellos–». Ahora la anciana ha ido a la cocina arrastrando los pies y pronto aparece con  una  tetera  y  dos  tazas.  «Creo  que  me  voy  a arruinar  la  vejiga  con  un  trabajo como este», me dice Judith, sonriendo. «Si hubiese alguna manera de llegar  hasta  ellos.  Por  favor,  dele  las  gracias  por  el  té.  Dígale  que  es  muy  amable». Asiento mirando a Judith y les digo en hindi, «Les da las gracias por el té.  Dice  que  son  muy  hospitalarios,  pero  no  tiene  la  menor  idea  de  lo  que  significa eso». Quiero decir, Síganle la corriente. Quiero decir, Mis chicos y mi marido están conmigo, más que nunca. Miro a los ojos del anciano y puedo leer su mensaje tenaz de hombre del campo: He protegido a esta mujer lo mejor que he podido. Ella es la única persona que me queda. Deme o quíteme lo que quiera, pero no lo firmaré. No fingiré que acepto. En el coche, Judith dice, «¿Ve a lo que me enfrento? Estoy segura de que son gente encantadora, pero su obstinación e ignorancia me están volviendo loca. Piensan que firmar un papel es firmar la sentencia de muerte de sus hijos, ¿no es así?». Yo  estoy  mirando  por  la  ventana.  Quiero  decir,  En  nuestra  cultura,  la  obligación de los padres es mantener la esperanza. «Bueno, Shaila, la siguiente mujer vive en el caos. Llora día y noche, y rechaza toda ayuda médica. Quizás tendremos que...». «Déjeme en el metro», digo. «¿Perdone?». Puedo sentir esos ojos azules clavados en mí. No le pegaría desobedecer. Simplemente no está de acuerdo y reduce la velocidad  para  dejarme  salir  en  una  esquina.  Su  voz  es  quejumbrosa.  «¿Es algo que he dicho? ¿Algo que he hecho?».
A  bote  pronto  podría  darle  una  docena  de  respuestas,  pero  decido  no  hacerlo. «¿Shaila? Hablemos de ello», le oigo decir, y doy un portazo. Una madre y esposa comienza su vida en un país nuevo, y entonces le cortan  la  vida.  Sin  embargo  su  marido  le  dice:  «Completa  lo  que  hemos  empezado».  Nosotros,  que  nos  mantuvimos  al  margen  de  la  política  y  cruzamos medio mundo para evitar los duelos religiosos y políticos, hemos sido los primeros en morir por ellos en el Nuevo Mundo. Yo ya no sé lo que empezamos, ni cómo completarlo. Escribo cartas a los periódicos locales y a miembros del Parlamento. Ahora por lo menos admiten que fue una bomba. Un miembro  del  Parlamento  responde,  con  simpatía,  pero  con  un  desafío.  ¿Quiere  marcar  la  diferencia?  Trabaje  en  una  campaña.  Trabaje  en  la  mía.  Politice al votante indio. El viejo abogado de mi marido me ayuda a crear un fideicomiso. Vikram era ahorrador, y un inversor cuidadoso. Había ahorrado para los internados y la universidad de los chicos. Vendo la casa rosa por cuatro veces lo que nos costó  y  cojo  un  pequeño  apartamento  en  el  centro.  Estoy  buscando  alguna fundación benéfica a la que dar apoyo. Estamos  en  el pleno  invierno  de  Toronto,  cielos  grises  y  pavimentos  helados.  Me  quedo  en  casa  viendo  la  televisión.  He  intentado  sopesar  mi  situación, pensar cómo vivir mi vida de la mejor manera posible, completar lo que empezamos hace tantos años. Kusum me ha escrito desde Hardwar que su vida está ahora serena. Ha visto a Satish y ha oído cantar a su hija de nuevo. Iba  en  una  peregrinación,  y  al  pasar  por  un  pueblo  oyó  una  voz  de  chica  cantando uno de los bhajans favoritos de su hija. Siguió la música a través de la  miseria  de  un  pueblo  de  los  Himalayas,  hasta  una  choza  donde  una  muchacha, una réplica exacta de su hija, avivaba el carbón bajo el fuego de la cocina. Cuando ella apareció, la muchacha gritó, «¡Mamá!» y salió corriendo. ¿Qué me parecía eso? Creo que solo puedo envidiarla. Pam no llegó hasta California, pero me escribe desde Vancouver. Trabaja en  unos  grandes  almacenes,  asesorando  a  chicas  indias  y  orientales  sobre  maquillaje. El Dr. Ranganathan ha dejado su trabajo en Ottawa y su casa, y ha aceptado un puesto académico en Texas, donde nadie conoce su historia, y él ha jurado no contarla. Ahora me llama una vez a la semana. Yo espero, escucho, y rezo, pero Vikram no ha vuelto a mí. Las voces y las formas y las noches llenas de visiones se acabaron de repente hace algunas semanas. Lo he tomado como una señal.
Un día extraño, hermoso y soleado de la semana pasada, cuando volvía de un recado en Young Street, estaba cruzando el parque desde el metro a mi apartamento.  Vivo  a  la  misma  distancia  del  Parlamento  de  Ontario  y  la  Universidad de Toronto. El día no era frío, pero algo en los desnudos árboles me llamó la atención. Levanté la mirada desde la gravilla, hacia las ramas y el cielo azul claro que se extendía más allá. Pensé que había oído el crujir de formas más grandes, y esperé un momento por si oía voces. Nada. «¿Qué?», pregunté. Entonces,  mientras  estaba  de  pie  en  el  camino  mirando  hacia  Queen’s  Park al norte y hacia la universidad al oeste, escuché las voces de mi familia por última vez. Ha llegado tu momento, dijeron. Adelante, sé valiente. No sé dónde terminará este viaje que he empezado. No sé qué dirección tomaré. Dejé el paquete en un banco del parque y eché a andar.
FUENTE DEL TEXTO ORIGINALMukherjee, Bharati, «The Managment of Grief», The Middleman and Other Stories, Nueva York, Grove Press, 1988, págs. 177-197

Traducido por ISABEL ALONSO BRETO
Universidad de Barcelona, Gran Via Corts Catalanes, 585, 08007 Barcelona.
Dirección de correo electrónico: alonsobreto@ub.edu
ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5684-7399.
Recibido: 28/2/2017. Aceptado: 30/7/2017.
Cómo citar: Mukherjee, Bharati, «La gestión del dolor (1988)», trad. Isabel Alonso Breto, Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación, 20 (2018): 609-625.

RESEÑA
Bharati Mukherjee nació en Kolkata (entonces Calcuta), India, en 1940. Durante su infancia asistió a colegios privados en Europa, y después regresó a India para estudiar en las universidades de Baroda y Kolkata. Fue admitida en el prestigioso University of Iowa Writers’ Workshop de Estados Unidos, donde obtuvo un máster y un doctorado en Literatura Comparada. Entre 1966 y 1980 vivió en Canadá con su esposo Clark Blaise, también escritor. En 1989 obtuvo la ciudadanía estadounidense, país en el que residió la mayor parte de su vida. Fue profesora de Literatura Postcolonial y Comparada en la Universidad de California en Berkeley.
«El relato de la inmigración es la épica de este milenio», escribió. En efecto, la totalidad de su obra gira en torno al hecho de la migración, las identidades migratorias, sobre todo femeninas, y las sociedades multiculturales. Es autora de varias novelas y colecciones de cuentos que han recibido distinguidos galardones y disfrutado de gran éxito de público, entre los que destacan The Tiger's Daughter (1971), Wife (1975), The Middleman and Other Stories (1988), Jasmine (1989), The Holder of the World (1993), Leave It to Me (1997), Desirable Daughters (2002), The Tree Bride (2004) y Miss New India (2011). En 1987 publicó, con Clark Blaise, The Sorrow and the Terror: The Haunting Legacy of the Air India Tragedy, sobre la tragedia del vuelo Air India 182, ocurrida el 23 de junio de 1985, episodio que también inspiró el relato aquí traducido.

Fuente donde puede descargar el relato: Revista UVA



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