domingo, 20 de diciembre de 2009

Mis cuentos: Al Otro lado del paraíso


Claude Monet - nenufares


Al otro lado del paraíso




Sus ojos se iluminan mientras sonríe, pero él permanece ahí, ajeno a nosotras. Su vida oscila en un interminable presente al otro lado del paraíso. Stéphanie, su madre, lo arrulla cada noche mientras le canta una canción. Alexandre tiene 5 años, el brillo alegre de sus azules ojos la llena de ternura, mientras afuera el cielo oscurece de repente, lanza sus quejidos y la lluvia cae con fuerza sobre su corazón turbado.
A duras penas lográbamos que diera unos pasos, lo parábamos y una vez de pie lo tomábamos de ambas manos y lo arrastrábamos lentamente. Uno, dos, tres torpes pasos, luego se tiraba al suelo y se sentaba, una vez más su mirada quedaba suspendida.
Alternaba mis clases de francés con el cuidado de Alexander. Por las tardes, iba directamente al colegio a recogerlo. Sus profesores me ayudaban a quitarle el mandil y a meterlo en el carrito, él se dejaba manipular como un muñeco de trapo, llevaba una gran sonrisa pegada al rostro. El colegio quedaba en los bajos de una colina, en el barrio de Val d’Or, en las afueras de París, para regresar a casa tenía que empujar el carrito subiendo la colina. A duras penas avanzaba, cada cierto trecho me paraba, respiraba profundamente y continuaba. A veces, cogía una gran bocanada de aire, me armaba de valor y subía el carrito corriendo; las ganas de llegar a casa pronto me daban el impulso y una extraña sensación me oprimía el pecho y me llenaba de desasosiego. Y, súbitamente, Alexandre lanzaba una carcajada larga de placer. Lamentablemente, el combustible no duraba mucho tiempo y mis piernas flaqueaban y perdían el ritmo. De un sopetón me paraba, inmediatamente un quejido atonal salía de su boca y movía su redondo cuerpo en desorden con fuerza. Una vez más recomenzaba mi ascenso a ritmo normal mientras Alexandre se iba calmando.
La familia vivía en la planta baja de un elegante edificio. Tenían acceso a un coqueto y acogedor jardín. Desde lo alto de la colina divisábamos una diminuta torre Eiffel. Algunas tardes de primavera el cielo anaranjado iluminaba París como en una tarjeta postal y desde la ventana contemplaba embelesada la imagen.
Stéphanie trabajaba cerca de la casa, se desempeñaba como administrativa en una empresa informática en el barrio de La Défense. Era optimista y alegre, cuando llegaba a casa, lo primero que hacia era ir corriendo a abrazar a Alexandre, él la recibía con su sonrisa indiferente. Luego, se me acercaba y conversábamos, hablábamos de todo y de nada y siempre me preguntaba lo que quería comer al día siguiente. Poco a poco se fue enterando de mis preferencias y compraba generosamente todo lo que me gustaba, incluyendo esos postres innombrables de la exquisita pastelería francesa. Al marido lo vi una vez, trabajaba como ingeniero en una empresa de alta tecnología y siempre andaba de viaje por el mundo.
Cuando me dirigía a Alexandre lo hacia con dulzura y lo dejaba jugar o mecerse sobre sí mismo. A veces, su mirada se quedaba fija en la pantalla de la televisión, parecía que estaba muy concentrado mirando su programa favorito, pero si cambiaba de canal, sus ojos permanecían estáticos. Casi nunca protestaba, salvo cuando queríamos cambiarlo de ropa o desnudarlo para el baño. Le gustaba la bañera y solía dejarlo sentado con todos sus juguetes, yo me quedaba en la sala escuchando música pero atenta a sus movimientos. A cada momento entraba a ver lo que hacía. A veces lo encontraba jugando alegremente con sus excrementos. En esos momentos hacia tripas corazón y me armaba de valor y sacaba la caca con la mano, una a una y la tiraba al wáter. A veces me daban arcadas, sentía un asco profundo y cuando terminaba me frotaba las manos con jabón una y otra vez hasta dejarlas rojas tratando de desaparecer el menor rastro de excremento. Inmediatamente después, quitaba el tapón de la bañera y dejaba correr el agua amarilla, abría la llave de la ducha y lo enjuagaba varias veces, luego lo jabonaba y lo enjuagaba con abundante agua. Repetía la operación hasta que sentía que el niño había quedado limpio otra vez. Hacia un esfuerzo por calmarme sino el niño lanzaba un aullido muy largo. Poco a poco aprendí a seguir su ritmo y a liberar de mi interior la ternura de la compresión.
Una tarde Stéphanie me pidió que cuidara al niño hasta las 12 de la noche, la habían invitado al cumpleaños de una de sus colegas de oficina. Yo acepte, lo único que le pedí fue que no se retrasara ya que quería marcharme en el último tren.
La tarde del viernes llegó y, tal y como convenimos me quedé con Alexandre. Jugamos un buen rato y luego del baño lo acosté. Se quedó dormido plácidamente y, a las doce de la noche estaba lista para salir corriendo en busca del último tren, sólo que Stéphanie no llegó. Cuando hube perdido el último tren me senté en el sofá cama a esperarla. La noche se hizo eterna.
A las cuatro de la madrugada abrió la puerta, entró sin hacer ruido, con los tacones en la mano, yo me levante furiosa del sofá. Le dije que la había estado esperando desde las doce, y que mi novio me esperaba en casa, ella respondió:
- Lo siento.
Luego una estrepitosa carcajada salió de su boca. Tenía aliento a alcohol y repitió:
- Lo siento. No se como ha podido pasar. Por favor, sirve dos whiskys, bebamos un poco, charlemos.
Sigo enfadada pero obedezco sin protestar. Voy por los whiskys, me siento a su lado en el sofá cama del salón. Ella continúa riendo y pronuncia frases sueltas e incoherentes. Luego con una sonrisa alza su copa:
- Por Antoine. Por su abandono. Pon música, a mi también me gusta bailar.
Tenía miedo de despertar a los vecinos, pero mucho más de despertar a Alexandre, por eso cerré la puerta de su dormitorio, él dormía profundamente. Tal como ella quería puse un disco para bailar. Me senté a su lado y sorbí un trago de whisky.
- Tengo miedo. A veces por las noches cuando estoy sola temo que algo me pase y nadie se ocupe de Alexandre. Antoine siempre está de viaje. Cada vez lo veo menos, ahora esta en China en un gran proyecto. Tampoco cuento con mi familia ni con la de él. Cada cual vive su propia vida. ¡Vive la France!
Me jala la mano con repentino entusiasmo y me dice:
- Bailemos.
Bailamos un momento, trato de concentrarme en el baile para aliviar la tensión y finjo un poco de alegría, pero ella me abraza y rompe en llanto. Yo le hablo con aquella ternura con la que me dirijo a los niños, la llevo a su habitación, busco su pijama y la ayudo a quitarse la ropa y luego a ponérsela. Cuando está lista, me coge la mano y me lleva a la habitación de Alexandre. Se agacha, le da un beso, por unos instantes su rostro se ilumina. Le cojo la mano y la arrastro una vez más a su habitación. La acuesto, la tapo y suplica por última vez:
- No me dejes sola.
Con voz bajita como un suspiro que nace de adentro.
- Me quedaré hasta que te duermas. Shhhhh. Duerme, no me iré.
Me siento al borde de la cama, la acomodo y pega su cabeza a mis caderas. Le acaricio la frente y los cabellos, inmediatamente después, le cantó la misma canción que a Alexandre cuando quiero que se duerma, tan sólo un susurro para invocar el sueño. Poco a poco, mi voz se funde en el silencio y su rostro se relaja, mientras sus pensamientos se pierden en la oscuridad de la madrugada, la misma en la que habita Alexandre.

María Germaná Matta - En Madrid, a 19 de marzo de 2006
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Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

martes, 8 de diciembre de 2009

Cuento: La elegida - Por Lilian Elphick


Jean Cocteau

La Elegida
Por Lilian Elphick

Un coup de vent sur tes
yeux et
je ne te verrais plus
A. Breton

I. En Santiago no llueve nunca, pero hoy sucede lo contrario: la mampara de pavos reales está empañada, la casa oscura, un poco fría. Salgo.
Camino por ciertas calles que no tienen salida directa sino que dan vueltas y vueltas, terminan en plazoletas y luego continúan. Me gusta perderme y caminar sin rumbo bajo esta lluvia. Elijo esta calle y no otra. A pesar de ser lunes no veo gente; no me inquieta, es más, me gusta que sea así.
Al llegar a una esquina hay una mujer joven. Está parada esperando cruzar. Avanzo hacia ella, no sé por qué no cruza. No hay semáforo ni automóviles. Sigo de largo; finjo comprar algo en un negocito de verduras. Desde allí vuelvo a observarla, sigue donde mismo, balanceándose arriba de la cuneta, las manos en los bolsillos. El olor del zapallo cortado es agradable; el hombre que atiende me habla. Yo asiento mientras observo las grandes pepas del zapallo calado, las hilachas. Al levantar la vista, los bigotes cerdosos del hombre me molestan, podría sentir sus púas clavándose en mi cara. Para acabar la conversación le compro un paquete de cigarrillos y me despido de él para volver a mirarla. Está donde siempre. Retrocedo, voy en su dirección. A unos tres metros me detengo y no sé qué hacer. Parece no verme. De lejos, su abrigo simulaba ser un simple impermeable; pero no, tiene botones dorados, metálicos, grabados con motivos marineros. Me acerco cautelosa, comprobando que el agua le corre por el pelo igual que a mí y que no espera nada de este día imaginario. Ella me mira y apenas sonríe.
No hablamos del tiempo ni de sus arbitrariedades mientras avanzamos en la misma dirección. Ha estado buscando trabajo desde hace horas y el desánimo le surge feroz de sus ojos grises.
Yo también le cuento una historia de abandonos y de calendarios inútiles. A ella no le importa que el agua se le meta por el cuello.
-El mundo se va a acabar- me dice serenamente- pero quedarán algunos, los elegidos, ¿me entiende?
Yo no respondo, la invito a tomar un café, al lugar de Rosas.
Ella acepta y sonríe triste. Me gustan sus ojeras y la tomo del brazo como si la conociera desde siempre.
Hablamos durante horas y la lluvia no declina. Con el cuerpo tibio salimos a la calle, espero que se despida, retarda el momento, debe tener otras cosas que hacer, seguir buscando trabajo, o tomar el bus de vuelta. Me pregunta: ¿vamos al centro? Por primera vez, la hora no me preocupa. Le digo: sí.
Caminamos lentamente por calles que yo conozco demasiado, algunas veces ella se detiene a mirar las vitrinas. Sin embargo ella no mira, sus ojos se pierden en un camino recto, interminable, atraviesan los maniquíes, como si quisieran ir más allá de todo. El viento me refresca cuando veo cómo una anciana busca desesperada un taxi, con un pedazo de papel protegiendo su cabeza.
Después de una hora de peregrinación le propongo entrar a un hotel. No entiendo mi propia invitación, por qué no a mi casa, allí estaríamos a solas, sin interrupciones, además hace tiempo que ya no recibo visitas inesperadas. Pero, ¿por qué este querer estar solas?, sé que ella también lo siente, por eso nuevamente acepta, sin mirarme, aunque le adivine su sonrisa de pecados secretos.
Es bella cuando se saca el abrigo de paño negro y su cuerpo se refleja mohoso en el espejo. Mi cabeza se asoma detrás de ella. La abrazo.
Contemplamos esta escena por un tiempo suprimido. Ella no parece darse cuenta de su protagonismo y mira asombrada cómo yo le retiro el pelo húmedo de los hombros y lo ordeno hacia arriba, dejando libre su cuello, soplando despacio para darle más calor a sus orejas frías. Cierra los ojos y permite que le desabroche la blusa. Poco a poco va girando hasta encontrarnos en pechos que se rozan. Quiero que sus pezones aparezcan erectos y enormes. Los adorno de saliva. Sus pezones brillan rosados, ínfimos, como semillas de granada. Ella gime a medida que mi lengua baja hasta su ombligo. Se recuesta en la cama y abre sus piernas. Mi lengua desciende, ella se arquea, las caderas oscilan, me frena y susurra algo.
La beso. Me busca los labios. Ciega cachorra. Oigo que cantan afuera, los hacen callar, siguen haciéndolo hasta que los cantos se pierden, luego, a lo lejos, oigo el ulular de una sirena.
Ella se deja ir como en un baile antiguo. Me abraza y echa su cuerpo hacia atrás en un apuro que trato en vano de retener, hasta que grita estremecida por sueños desenfrenados.
..... La elegida grita muriendo sobre mi. La elegida dormita con su cara pegada a mi clavícula. La elegida no se da cuenta de que por la claraboya del techo se descuelga la lluvia y que ya da igual este silencio de noche clausurada. La abrazo tratando de buscar calor en toda su humedad y espero que ella se despierte.
II. Usted no quiso abrir sus ojos, y cuando lo hizo fue como despertar de un mal sueño, algo nuevo, incómodo quizás.
¿Habrá oído mis canciones? Sus manos buscan a tientas el espacio que yo he invadido. Silenciosa se toca el cuerpo, intentando reconocerse, se toca las piernas, el vellón triangular de su pubis. Pero sus manos siguen buscando lo que añora, en una nostalgia llena de casualidades.
Ella me pregunta dónde estoy.
Usted se refiere a un episodio de su vida, intenta contarme lo que ya sé, un encuentro casual entre dos mujeres. Tartamudea, se arregla la ropa, se alisa el pelo, se palpa las mejillas, sus palabras tropiezan y caen.
¿La volveré a ver? usted se esconde frente al espejo para no responder. Su reflejo no puede responder. Yo no la miro a usted, miro a una mujer de mejillas sonrojadas que se alisa el pelo y lo ordena y que palidece y se enfría y que palidece cada vez más, que mira fijamente el contorno de una mujer que palidece frente a un espejo.
Ella no responde, intenta huir, desasirse del calor fugaz que le recuerda arena en invierno.
Tengo miedo de que se vaya, que cruce mi soledad por la mitad y se marche, caminando sin prisa, sin mirar hacia atrás, despidiéndose apenas.
Usted no sabe que el azar irrumpe sin que lo hayan llamado. Usted no sabe cómo durmió sobre mí, que yo la acaricié, que silenciamos la lluvia, la misma que ahora nos insulta, que yo le di calor, usted no sabe porque durmió, cerró los ojos y estrechó mi cintura, se hundió en mí, y soñó con un hombre joven. Ella me mira y en mí no quedan más que preguntas. Abotona lentamente el abrigo de paño negro y es bella, más bella que antes, toma su bolso, su pañuelo floreado, se desorienta, busca en vano la puerta y, por última vez, mira a la mujer del espejo. Por última vez le sonríe, gira hacia mí y sonríe.
¿Cómo se llama? le pregunto a usted, usted que sale y se macha hacia la calle, alejándose.
Usted no sabe que yo me quedo aquí y que vuelvo al espejo. Antes de legar a él, un escalofrío recorre la hendidura de mi espalda. Pero al fin llego y descubro. Me acerco hasta rozar mi cuerpo con el vidrio opaco.Usted no sabe que se ha llevado mi reflejo.
III. Su nombre es Miriam. Dijo: Mi nombre es Miriam. No conocía tan bien su voz como ahora, voz que existe sólo en el recuerdo. Miriam. Nunca más volví a verla. Se fue, tomó su bus o un taxi o caminó, desapareciendo. Quise seguirla, acompañarla. Negó con la cabeza, puso su mano blanca en mi hombro para detenerme. La puso y la sacó con la misma lentitud con que se arregló el pelo, antes de partir, mucho antes, cuando me sonrió.
He vuelto a aquel lugar, he vuelto tantas veces a mirar el pequeño letrero que sólo dice Hotel Andes, la vieja puerta siempre cerrada, como si nadie entrara o saliera.
No ha llovido e Santiago. E sol se ha quedado quieto, casi a punto de estallar. Siento nostalgia por usted, Miriam, pero ya no la busco, sólo la sueño cuando me miro desnuda, sentada en una silla frente a mi espejo, sólo la extraño cuando mi mano descansa entremedio de los musos, tibia y húmeda, sólo la deseo y la nombro en la sencillez de este rito que cumplo, Miriam, por toda esta nostalgia, acariciándome a la hora de las siesta interminable, por usted, Miriam, beso mi propia sombra y la muerdo y la beso nuevamente, lamiéndola, inventándole lujuria a sus pechos y a su sonrisa de museo, recorriéndola, mi elegida sin memoria, hasta que las palomas que anidan en el entretecho me despiertan, hasta que sus arrumacos me trizan.
Ratas con alas.
Entonces, ahí la olvido.
Miriam.

Nota mía:

Lilian Elphick escritora, poeta. La conocí gracias a Internet, en especial a www.letras.s5.com
Según he buscado no existen ediciones fuera de Chile, una pena.
Sus cuentos nos abren miradas al interior del mundo femenino. Hay algo que incomoda, una puerta abierta que despierta inquietud, angustia, nos acerca a un mundo prohibido, desconocido y nos abre nuevas visiones sobre la condición femenina. En suma, Lilian Elpick es una extraordinaria escritora contemporánea.



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