sábado, 12 de septiembre de 2009

Mis Cuentos: El ángel de la desesperanza


Filia Solar - Xul Solar

El ángel de la desesperanza


Le combat spirituel est aussi brutal que la bataille d’hommes; mais la vision de la justice est le plaisir de Dieu seul. Arthur Rimbaud


Hablar de París y no recordar a Roberto y a su madre resulta una ingratitud. Ella: una bella y tropical mulata Colombiana producto de olas migratorias de otros tiempos y de esclavos traídos del África cuando América era aún una esperanza; el padre, también colombiano, había regresado a su país en un ataque de pánico dejándolos solos con los sueños y la precariedad a cuestas.
Vanesa, de 24 años, vivía con su pequeño en una buhardilla de 10 metros cuadrados en la 7ª planta de un lujoso edificio del Campo de Marte al lado de la Tour Eiffel. Unos pocos rayos de luz iluminaban la habitación gracias a un gran ojo que hacia función de ventana, ubicado en la parte superior de la pared. Muebles viejos y deteriorados recogidos de aquí o de allá, su triste desarmonía describía las carencias sufridas por Vanesa y Roberto. El invierno era rudo: un pequeño radiador que a duras penas calentaba las frías paredes de la habitación, el agua era helada y cuando te lavabas las manos se te congelaban, la ducha, un proyecto que nunca llegó; el wáter quedaba afuera en el pasillo y lo compartían con el resto de habitantes de las buhardillas.
El optimismo de Vanesa era contagioso. También contaba con una inagotable fuerza de voluntad, la ilusión de ofrecer una vida mejor a su pequeño y su anhelada carrera de arquitectura le abriría nuevas puertas a la vida, salvo que, apenas lograba sobrevivir con su escaso sueldo de camarera a tiempo parcial en el MacDonalds. Su risa era contagiosa y su sentido del humor perspicaz. Iba por el segundo año de arquitectura y nos tenía a nosotras, sus amigas, que la ayudábamos como podíamos. A mí me tocaba recoger a Roberto de tres años en la guardería tres veces por semana. También contaba con la solidaridad de algunos de sus compañeros de clases, era algo tácito, si Vanesa no aparecía, uno de ellos fotocopiaba sus apuntes y se los entregaba en la clase siguiente.
Antes de cumplir con mi deber de amiga, limpiaba una casa en las afueras de París, era mi único trabajo, yo también era colombiana y tenía que enviar dinero a mi mamá. Siempre salía huyendo de dicha casa para recoger a Roberto. Llegaba con la respiración acelerada, después de haber corrido desde el metro, casi siempre era la última en llegar a la guardería. La cuidadora me recibía con el sermón de la puntualidad en el rostro e inmediatamente el nerviosismo se apoderaba de mí, era incapaz de responder con un discurso coherente, los labios me temblaban y sólo bajaba la mirada. Roberto me recibía con un beso de cansancio y muy a su pesar emprendíamos el regreso a casa. Caminábamos un par de calles antes de llegar a la boca del primer metro; luego bajábamos sus largas escaleras tomados de la mano, cuidando de no chocar con la muchedumbre que se apartaba de nosotros al no llevar el ritmo acelerado de la gran ciudad e íbamos abriéndonos camino entre empujones hasta llegar al anden; subíamos como asustados al vagón con un imperceptible suspiro de victoria; pero nuestra hazaña aún no había terminado; mirábamos con ojos de faro buscando un rincón donde ponernos a salvo de la multitud. Cinco eternas estaciones para conseguir el tan ansiado objetivo: llegar a casa.
Nos aguardaba la siguiente prueba de fuego: subir las escaleras de servicio de las siete plantas cuyo ascenso se hacia en una interminable ceremonia, suavizada por la vista de la majestuosa Tour Eiffel, su luz de neón iluminaba las estrechas e inclinadas escaleras. Íbamos subiendo lentamente y en silencio, tomados de la mano. Yo trataba de acelerar el ritmo pero cuando Roberto se cansaba se sentaba en un peldaño y extendía sus bracitos en señal de suplica. Lo miraba con firmeza y le decía: ¡no! A pesar de la expresión suplicante de sus chispeantes ojos negros, mantenía mi negativa. Tan sólo descansábamos unos minutos y luego seguíamos un nuevo trecho. Repetíamos la misma operación innumerables veces hasta que con un suspiro de alivio llegábamos a la séptima planta.
Una vez en la buhardilla había que cumplir con las tareas habituales de la tarde. Bañarlo era toda una proeza. Utilizaba una tina de plástico, calentaba agua en una cocinita de camping gas, luego tapaba el desagüe del gastado lavabo de porcelana blanco y mezclaba el agua fría del grifo con la que acaba de calentar: a Roberto le gustaba el agua caliente. Después, con la ayuda de una esponja, humedecía su cuerpecito; lo jabonaba con un gel de ducha y con una pequeña jarra vertía el agua para enjuagarlo; repetía la operación hasta que todo el gel había desaparecido, tratando de hacerlo lo más rápido posible para que el niño no se encogiera de frío. No solía quejarse, aceptaba su baño con resignación, pero a veces le castañeaban los dientes con fuerza por eso tenía que apretar el acelerador y terminar con el bendito baño. Inmediatamente lo envolvía en una toalla, lo abrazaba mientras lo iba secando y le cantaba procurando esconder con mi voz el tiritar de su cuerpecito mojado. Si no era suficiente, ensayaba disparatados juegos; en caso de urgencia utilizaba las cosquillas hasta la carcajada final; luego le ponía el pijama, preparaba la cena. Roberto comía con apetito. Mientras esperábamos a Vanesa, jugábamos o le leía un cuento.
Llevaba casi un año asumiendo mi rol de amiga abnegada y lo cierto es que las tardes con Roberto me parecían interminables, no soportaba su mirada suplicante, el niño se me iba desmoronado poco a poco entre melancolías y rabietas que a duras penas lograba calmar y cuando esto sucedía, sólo ansiaba que su madre apareciera por la puerta. Por eso, también los abandoné en un acto de sorda lucidez.

María Germaná Matta, en Madrid a 19 de febrero de 2006

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domingo, 6 de septiembre de 2009

Djuna Barnes, poesía


Foto de Berenice Abbott

Djuna Barnes, escritora. Nació en Nueva York en 1892, tuvo una vida agitada rompiendo con lo convencional. Educada por su padre y abuela. En sus inicios trabajo como ilustradora y periodista lo que le permitió conocer a gente interesante del panorama intelectual de su época tanto de la vanguardia americana como francesa. En 1915 publicó The Book of Repulsive Women. En 1922 publicó una interesante y conocida entrevista con James Joyce en Vanity Fair, luego publicó un libro titulado A Book, en 1928 publica Ladies Almanack y la novela Ryder. Gracias al apoyo de Peggy Guggenheim deja el periodismo y se dedica a escribir exclusivamente y da inicio a su conocida novela El Bosque de la Noche, publicada en Londres de 1936 con prologo de T. S. Eliot. En 1958 publica The Antiphon y en 1962 publica 10 relatos Spillway escritos en 1929. Bajo el título de Selected Works reúne: Nightwood, Spillway y The Antiphon, publicados también en 1962. De ahí en adelante se dedicó a escribir poesía hasta su muerte en 1982.
Su poesía es exquisita. Os dejo con una muestra:

Ocaso de lo ilícito

Tú, con tus largas y vacías ubres
Y tu calma,
Tu ropa blanca manchada y tus
Fláccidos brazos.
Con dedos saciados arrastrándose
En tus palmas.

Tus rodillas muy separadas como
Pesadas esferas;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas,
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.

Tu pelo teñido cardado a mano
Alrededor de tu cabeza.
Labios, mucho tiempo alargados por sabias palabras
Nunca dichas.
Y en tu vivir todas las muecas
De los muertos.

Te vemos sentada al sol
Dormida;
Con los más dulces dones que tenías
Y no has conservado,
Nos afligimos de que los altares de
Tu vicio reposen profundos.

Tú, el polvo del ocaso de
Un amanecer húmedo de fuego;
Tú la gran madre de
La cría ilícita;
Mientras las otras se encogen en virtud
Tú has dado a luz.

Te veremos mirando al sol
Unos cuantos años más;
Con discos sobre tus ojos como
Cáscaras de lágrimas;
Y grandes lívidos aros de oro
Atrapados en tus orejas.

(DE El libro de las mujeres repulsivas, 1915)

¡Ay, Dios mío!
¡Ay, Dios mío, qué es lo que amamos!
¿Esta carne puesta en nosotros como un guante arrugado?
Huesos tomados deprisa de alguna lujuriosa cama,
Y por ímpetu, el empujón del diablo.

Qué es lo que besamos con prisa,
Esta boca que busca la nuestra, o aún más ese
Pequeño ojo lastimoso en la engañada cabeza,
Como si lamentara aquello que a nosotros nos falta.

Este pálido, este más que anhelante oído atento
Que oye de la lastimosa boca el suave lamento,
Para marcar la silenciosa y la angustiada caída
De aún otra caliente y deformada lágrima.

Brazos cortos y magullados pies muy separados
Para caminar eternamente con nosotros desde la salida.
¿Ay Dios, es esta la razón que amamos
-No son tales cosas golpes mortales al corazón?

(The Little Review, 1918)

Llorado (Y otros preguntan…)
Y otros preguntan. ¿Cómo es ser poseída
Por una que no puedes retener, al ser ella vieja?
No hay pájaro en mi ojo construyendo un nido
Para una novia que tiembla contra el frío,
Ni hay allí una garra que pueda detenerla
-Yo evito que la pezuña pise su aliento-
La enmarañada señal que cuelga ensuciando un hilo,
El que la une al mundo terrenal. Yo contesté
en un suspiro
Mantengo una mujer, como todos lo hacen,
nutriendo la muerte.

Versión de Osías Stutman y Rosa Lentini.