Filia Solar - Xul Solar
El ángel de la desesperanza
Le combat spirituel est aussi brutal que la bataille d’hommes; mais la vision de la justice est le plaisir de Dieu seul. Arthur Rimbaud
Hablar de París y no recordar a Roberto y a su madre resulta una ingratitud. Ella: una bella y tropical mulata Colombiana producto de olas migratorias de otros tiempos y de esclavos traídos del África cuando América era aún una esperanza; el padre, también colombiano, había regresado a su país en un ataque de pánico dejándolos solos con los sueños y la precariedad a cuestas.
Vanesa, de 24 años, vivía con su pequeño en una buhardilla de 10 metros cuadrados en la 7ª planta de un lujoso edificio del Campo de Marte al lado de la Tour Eiffel. Unos pocos rayos de luz iluminaban la habitación gracias a un gran ojo que hacia función de ventana, ubicado en la parte superior de la pared. Muebles viejos y deteriorados recogidos de aquí o de allá, su triste desarmonía describía las carencias sufridas por Vanesa y Roberto. El invierno era rudo: un pequeño radiador que a duras penas calentaba las frías paredes de la habitación, el agua era helada y cuando te lavabas las manos se te congelaban, la ducha, un proyecto que nunca llegó; el wáter quedaba afuera en el pasillo y lo compartían con el resto de habitantes de las buhardillas.
El optimismo de Vanesa era contagioso. También contaba con una inagotable fuerza de voluntad, la ilusión de ofrecer una vida mejor a su pequeño y su anhelada carrera de arquitectura le abriría nuevas puertas a la vida, salvo que, apenas lograba sobrevivir con su escaso sueldo de camarera a tiempo parcial en el MacDonalds. Su risa era contagiosa y su sentido del humor perspicaz. Iba por el segundo año de arquitectura y nos tenía a nosotras, sus amigas, que la ayudábamos como podíamos. A mí me tocaba recoger a Roberto de tres años en la guardería tres veces por semana. También contaba con la solidaridad de algunos de sus compañeros de clases, era algo tácito, si Vanesa no aparecía, uno de ellos fotocopiaba sus apuntes y se los entregaba en la clase siguiente.
Antes de cumplir con mi deber de amiga, limpiaba una casa en las afueras de París, era mi único trabajo, yo también era colombiana y tenía que enviar dinero a mi mamá. Siempre salía huyendo de dicha casa para recoger a Roberto. Llegaba con la respiración acelerada, después de haber corrido desde el metro, casi siempre era la última en llegar a la guardería. La cuidadora me recibía con el sermón de la puntualidad en el rostro e inmediatamente el nerviosismo se apoderaba de mí, era incapaz de responder con un discurso coherente, los labios me temblaban y sólo bajaba la mirada. Roberto me recibía con un beso de cansancio y muy a su pesar emprendíamos el regreso a casa. Caminábamos un par de calles antes de llegar a la boca del primer metro; luego bajábamos sus largas escaleras tomados de la mano, cuidando de no chocar con la muchedumbre que se apartaba de nosotros al no llevar el ritmo acelerado de la gran ciudad e íbamos abriéndonos camino entre empujones hasta llegar al anden; subíamos como asustados al vagón con un imperceptible suspiro de victoria; pero nuestra hazaña aún no había terminado; mirábamos con ojos de faro buscando un rincón donde ponernos a salvo de la multitud. Cinco eternas estaciones para conseguir el tan ansiado objetivo: llegar a casa.
Nos aguardaba la siguiente prueba de fuego: subir las escaleras de servicio de las siete plantas cuyo ascenso se hacia en una interminable ceremonia, suavizada por la vista de la majestuosa Tour Eiffel, su luz de neón iluminaba las estrechas e inclinadas escaleras. Íbamos subiendo lentamente y en silencio, tomados de la mano. Yo trataba de acelerar el ritmo pero cuando Roberto se cansaba se sentaba en un peldaño y extendía sus bracitos en señal de suplica. Lo miraba con firmeza y le decía: ¡no! A pesar de la expresión suplicante de sus chispeantes ojos negros, mantenía mi negativa. Tan sólo descansábamos unos minutos y luego seguíamos un nuevo trecho. Repetíamos la misma operación innumerables veces hasta que con un suspiro de alivio llegábamos a la séptima planta.
Una vez en la buhardilla había que cumplir con las tareas habituales de la tarde. Bañarlo era toda una proeza. Utilizaba una tina de plástico, calentaba agua en una cocinita de camping gas, luego tapaba el desagüe del gastado lavabo de porcelana blanco y mezclaba el agua fría del grifo con la que acaba de calentar: a Roberto le gustaba el agua caliente. Después, con la ayuda de una esponja, humedecía su cuerpecito; lo jabonaba con un gel de ducha y con una pequeña jarra vertía el agua para enjuagarlo; repetía la operación hasta que todo el gel había desaparecido, tratando de hacerlo lo más rápido posible para que el niño no se encogiera de frío. No solía quejarse, aceptaba su baño con resignación, pero a veces le castañeaban los dientes con fuerza por eso tenía que apretar el acelerador y terminar con el bendito baño. Inmediatamente lo envolvía en una toalla, lo abrazaba mientras lo iba secando y le cantaba procurando esconder con mi voz el tiritar de su cuerpecito mojado. Si no era suficiente, ensayaba disparatados juegos; en caso de urgencia utilizaba las cosquillas hasta la carcajada final; luego le ponía el pijama, preparaba la cena. Roberto comía con apetito. Mientras esperábamos a Vanesa, jugábamos o le leía un cuento.
Llevaba casi un año asumiendo mi rol de amiga abnegada y lo cierto es que las tardes con Roberto me parecían interminables, no soportaba su mirada suplicante, el niño se me iba desmoronado poco a poco entre melancolías y rabietas que a duras penas lograba calmar y cuando esto sucedía, sólo ansiaba que su madre apareciera por la puerta. Por eso, también los abandoné en un acto de sorda lucidez.
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