martes, 29 de abril de 2008

Cuento: Despues de un Largo Silencio


Este otro cuento, lo escribí hace algún tiempo. Es diferente al anterior, este es fantástico. Espero les guste.

Después de un largo silencio


A mi madre


Solía acompañarla en sus innumerables salidas: no tenía ni hora ni día específico, más bien eran visitas inesperadas. En realidad, Silvia no podía estar cinco minutos sin hacer nada, con la arrogancia y la fuerza de su vital temperamento, buscaba la compañía de los otros. Yo estaba a su lado como a la sombra de un árbol, quizás los lazos de sangre son un reflejo de ternura donde no hace falta la razón.

-Me acompañas. Gritó desde la segunda planta. Yo dije:

-Bueno

Me agradan las sorpresas, por eso nunca preguntaba a donde nos dirigíamos. Me gustaba seguirla, era mi callada manera de estar junto a ella. Por regla general visitábamos a una de sus amigas o alguna nueva relación de trabajo: en su mundo maravilloso de agenda apretada, el afecto se expresa con una simple taza de té o café con leche y pan con mantequilla, esos instantes invisibles donde la vida nos ofrece una caricia más allá de las palabras.

Cogimos el coche y nos dirigimos a casa de Mirella, una antigua amiga suya. No la conocía, sólo sabía que acababa de enviudar. Mirilla nos abrió el portal. Vivía en una casa grande de una sola planta, con un jardín algo descuidado. Preferí quedarme en el jardín jugando con cuatro hermosos cachorros de pastor alemán, a Silvia no le gustaban los perros y en nuestra enorme casa no había espacio para ellos. En general nadie malinterpretaba mi actitud, ya que Silvia se encargaba de disimular mi torpe educación. Esa tarde me quedé algo más de media hora jugando con los cachorros sin que nadie extrañara mi presencia.
Miré detrás de la mampara de cristal que daba a la sala y la sonrisa benevolente de un hombre vestido de blanco termino por decidirme. Entré a la casa y saludé a las tías de Mirella y a unos cuantos desconocidos. La tarde transcurrió entre el animado ruido de la conversación y de los platos donde servían los canapés. Silvia tan alegre como siempre, ese don que tiene para ser el centro de una reunión; Mirella estaba cortés y agradecida, sus manos inquietas seguían sus gestos con palabras tratando de disimular su tristeza.

-Es él, el tipo vestido de blanco. Está en un portarretratos, en un rincón de la sala. Pensé.

Y, seguimos comiendo y bebiendo mientras la tarde se fue agotando junto con las fuerzas y el susurro de la velada. Mirella se acercó a ver si quería algo más. Le di las gracias y alabé su buen gusto, haciendo hincapié en un delicioso pan de frutas, y con una sonrisa me miró agradecida, el desparpajo de mi juventud la alegraba.

Me acerqué a la foto y pregunté a Mirella por el hombre de la foto:

-Es mi marido. Respondió.

Me quedé perpleja y mi rostro perdió su lozano color, Mirella sin saber qué hacer, llamó inmediatamente a Silvia y ambas trataron de reanimarme, cuando de un solo porrazo salieron palabras atolondradas por mi boca:

-Lo he visto. Es él.

Me miró plácidamente y sonrió. Mientras yo prosigo:

-Hace un momento lo vi, cuando jugaba con los cachorros. Es él, estoy segura.

Mirella me miró con dulzura. Cogió mis manos heladas con firmeza y después de un largo silencio dijo:

-Es mi marido. No te asustes, aún ronda por la casa. Es bueno y me protege.

Su voz era tranquila y tierna.

Silvia, con la seguridad que la caracterizaba, se despidió rápidamente de Mirella, luego cogió mi mano y me llevo al coche tratando de huir de aquella extraña situación.

María Germaná Matta- En Madrid, a 24 de febrero de 2007

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sábado, 26 de abril de 2008

A propósito de Rainer Maria Rilke

Quería compartir este poema y este video. A propósito de su vida en París.
Rilke es uno de los poetas que más admiro y respeto, por su amor y dedicación a la poesía y también por su espíritu noble y libre.

La Pantera
de : Rainer María Rilke

Del deambular de las barras se ha cansado tanto
su mirada, que ya nada retiene.
Es como si hubiera mil barras
y detrás de mil barras ningún mundo hubiese.

El suave andar de pasos flexibles y fuertes,
que gira en el más pequeño círculo,
es como una danza de fuerza entorno un centro
en el que se yergue una gran voluntad dormida.

Sólo a veces se abre mudo el velo
de las pupilas. Entonces las penetra una imagen,
recorre la tensa quietud de sus miembros
y en el corazón su existencia acaba.

( NUEVOS POEMAS, París, 5 ó 6 de noviembre, 1902)
Traducción del alemán de © Sergio Ismael Cárdenas Tamez



lunes, 14 de abril de 2008

Cuento: Encuentros Alborotados


Es la primera vez que publico un cuento mio en este blog. Y poco a poco iré publicando más cuentos.
Este cuento pertenece a una seríe de cuentos relacionados con el tema de la pareja. En realidad, son historias de encuentros y desencuentros: amor, desamor, pasión, deseo,etc y todas esas historias que uno va juntando con el tiempo. Espero les guste.

Encuentros alborotados 



Las calles de Montmartre siempre estaban abarrotadas de turistas y cámaras fotográficas, el dulce reír de la gente hacia que olvidara mis penas y me trasladaba como por encanto a ese pequeño mundo de pintores anónimos dando pinceladas a sus lienzos para ganarse la vida. Y, era precisamente ese instante cuando una tela blanca poco a poco iba convirtiéndose en un rostro y la estática modelo de turno permanecía erguida en su anonimato tratando de mantener su mejor pose, mientras trataba de esquivar a la gente para encontrar un huequecito para poder vislumbrar esa mágica ventana hacia ese otro rostro desprovisto de preocupaciones.
Francesco contaba con veinte años cuando Doménico le pidió que lo acompañase a París. Era la primera vez que salía de Nápoles, quería ofrecerle la oportunidad de contemplar otro mundo, a él, Francesco su fiel amigo de infancia.
Doménico tenía que llegar a París para visitar a la Negra, una sensual mulata peruana que conoció en Lima, hacía un año, en un viaje por el misterioso país de los Incas. Eran amantes y vivían su alborotado amor entre innumerables conversaciones gracias al timbre del teléfono y a las ocasionales visitas de Doménico a París o Lima, según la circunstancia.
Doménico hablaba alto y fuerte y su risa perfumada de tabaco hacía que la ensortijada cabellera de la Negra resplandeciese como la efímera felicidad atrapada en un instante de fotografía. Francesco era más bien callado, no se atrevía a dar opiniones a extraños y disimulaba con sonrisas su apretada timidez. Su corazón palpitaba siguiendo el ímpetu aventurero del amigo, había que dejarse llevar por los latidos de lo desconocido. La Negra, era un hito en cuanto a encanto de mujer. Francesco no dejaba de escuchar piropos, cada vez que Doménico abría la boca para hablar de la Negra, desde que su amigo calló fulminado, fue así como llegó a París, atraído por el perfume inconfundible de lo nuevo.
La Negra y yo fuimos a buscarlos a la estación de tren. Yo vivía con la Negra, la ayudaba con las tareas de limpieza y con sus hijos, aunque éramos amigas desde Lima y gracias a nuestra amistad participaba en sus aventuras. La Negra se había separado de su marido francés y vivía a saltas entre Lima y París. Ambas estábamos en la estación de tren esperando a Doménico, su amor. Desde el andén, vimos acercarse a muchacho alto y rubio, vestido de sport sencillo pero elegante. Cuando la ve, se precipita corriendo para darle un impresionante beso muy parecido a una de esas románticas películas antiguas. Atrás quedaba una inesperada sorpresa, un chico blanco de cabello castaño algo gordito y de aspecto reservado. Doménico me saluda y me presenta a Francesco quien me recibe con una cálida sonrisa. Además influenciado por la primavera empezó desde ese primer instante a cortejarme, con gestos atentos y torpes.
Doménico propone una visita a la Torre Eiffel y luego a Montmartre, así que anduvimos de un lado a otro por aquellas enigmáticas calles. Doménico no dejaba de hacernos reír y por unos instantes sentíamos que el mundo también era nuestro y gritábamos abarrotados de juventud a los cuatro vientos.
Yo también era tímida y llevaba poco tiempo en París, trabajaba como cualquier sudamericana para ganarme la vida y enviar dinero a mi familia. Aquella tarde llegaba a mí como un delicado guiño y me dejaba flotar por aquella tímida danza floral.
La Negra y Doménico iban luciendo la flama humeante de su amor desbocado. Yo iba al lado de Francesco que galantemente sonreía con los ojos. Hablábamos poco, la barrera del idioma hacia que nos entendiésemos por gestos y unas cuantas palabras adornadas por miradas y tímidos silencios. Comimos en un acogedor restaurante de Montmartre. Tanto tiempo sin disfrutar de una velada romántica al lado de un muchacho algo menor, además su timidez recordaba mi adolescencia cuando la coquetería roza con el deseo.
Cuando llegamos a casa de la Negra, ya era de noche. Los niños estaban en casa del padre. Así que seguimos bebiendo vino y fumando cigarros entre risas y conversaciones triviales. Doménico y la Negra se marcharon a la habitación de ella. La noche estaba preñada de sensualidad, por eso tomé la mano de Francesco, lo miré y recorrí con la mirada su pecho, sus hombros y el cuello hasta llegar lentamente a los ojos, luego palpé con mis dedos la piel de su rostro y pegué levemente su mejilla con la mía, después nos abrazamos con ansias y nos marchamos a mi habitación.
Lo ayudé con impaciencia y ternura a descubrir su cuerpo, luego quité mi ropa con rapidez, nos metimos entre las sábanas y tuve que llevar la iniciativa. Me siguió con torpeza, algo turbado. Luego dijo muy bajito en italiano, algo así como:
- no quiero llegar a tanto.
Pero sus manos continuaban tercamente acariciando mi cuerpo. Se fue guiando por su instinto hasta deslizarse entre mis piernas. Fue rápido y torpe, mi cuerpo continuaba aún encendido, pero él ya había terminado, luego se dio media vuelta sin tocarme. Después hubo un silencio y las distancias se hicieron elementales, se acostó a mi lado perdido en su desconcierto. Llevaba un crucifijo en el pecho y lo arrancó súbitamente de un tirón. Se acurrucó dándome la espalda, sentí sus ojos abiertos a la noche, me pegué a su espalda con el silencio atónito de las madrugadas cuando sobran las palabras y sólo quedan gestos primitivos para seres extraviados.
A la mañana siguiente, los italianitos tenían que volver a casa. Tomamos desayuno, Doménico y la Negra continuaban alegremente con sus coqueteos. Francesco y yo seguíamos distanciados, ellos ni siquiera lo notaron. Su tiempo era escaso para desperdiciarlo con nosotros. Los acompañamos al coche, Doménico me dio un beso y Francesco a su vez le dio uno a la Negra. Había llegado el turno del adiós.
Mientras Doménico se despide apasionadamente de la Negra. Me acerco una vez más a Francesco, sonrío y miro sus ojos con ansiedad y guarezco la palma de mis dedos en su mejilla. Acto seguido y sin palabras alza su mirada penetrante, dejando a un lado su confusión, besa mis labios con ternura como una leve caricia de gratitud.


María Germaná Matta - En Madrid, a 15 de enero de 2008


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