Foto de Henri Fox Talbot - The Open Door - 1844
Visitante Nocturno
El resplandor de la luna ilumina la madrugada fatigada, el reloj marca la una, atravieso la ciudad, estoy de guardia. Las rutas como arterias se bifurcan, estoy perdido, tengo a penas quince minutos para llegar a mi próxima visita. Intento salir del atolladero, giro a la derecha por una carreta auxiliar, y de pronto, una turba de muchachas de todos los colores viene hacia mí, tengo que frenar, han inmovilizado mi coche. Contonean sus cuerpos con el descaro de la competencia voraz, van ligeras de trapos, ceñidos cual maniquíes de seda, llevando a cuestas los colores de la precariedad. Estoy en la Casa de Campo, todas me hablan a la vez: un griego, un francés, un completo… les pido que me dejen marchar: “Soy médico de urgencias”, tengo prisa, los pacientes me esperan. El coche no tiene ninguna acreditación, les muestro mi carnet. Uf, me liberan.
De vuelta por la carretera, el pitado de la blackberry anuncia el décimo aviso. Cada día incrementan los avisos, como si la noche se estirara o las distancias se acortaran, hay noches en que recorro 400 kilómetros, a veces el coche ladra, a pesar de que es nuevo. Ellos, los coches, tienen todos los turnos, nunca descansan, a duras penas aguantan unos cuantos meses. He llegado a la dirección indicada, toco, me abren la puerta, me recibe un hombre con el rostro de la ansiedad y me guía hacia una habitación donde se encuentra su mujer, una crisis de asma. Me detengo, la examino, reviso sus medicamentos, le hablo, la escucho, la tranquilizo, lo tranquilizo, extiendo la receta, pronto estará mejor.
Van quince días y aún no tengo noticias de mi salario, estoy cabreado. He hablado con Fernández, me dice: hay meses que tardan en pagar, y otros, te pagan dos meses juntos, o tres. No sé que hacer tengo que enviar dinero a mis hijos, no podré esperar tanto tiempo.
Continúo mi periplo por Madrid. El silencio y la quietud casi fantasmal imperan en las calles de los barrios elegantes, mientras que en los barrios populares prevalece el ritmo rebelde de la juventud, también están los barrios marginales donde las almas deambulan en busca de droga marcando su propio ritmo rastrero. Más anuncios, más niños, el invierno tiñendo los hogares de gripe. Llego, examino al peque, su tierno cuerpecito caliente, hablo con los padres, los calmo y extiendo por enésima vez la receta, mientras la blackberry sigue pitando. Van quince anuncios, toda la noche transitando de norte a sur y de sur a norte. Estoy agotado.
El pálido cielo de las primeras horas anuncia que pronto amanecerá, por fin terminará mi turno. Una empresa intermediaria nos emplea, casi todos somos extranjeros, cubrimos los anuncios de varias aseguradoras privadas, estamos solos, la empresa nos envía señales a través de la blackberry y el teléfono móvil, los pelos y señales necesarios para cada visita, un GPS nos guía, el inmaculado plano de Madrid llega vía satélite.
Ayer despidieron a Redondo, un colombiano, se fue a dormir un par de horas a su casa, llevaba varios días haciendo el turno de la tarde y de la noche. González tuvo un accidente la otra noche, afortunadamente no le pasó nada, pero el coche quedo herido de muerte. Aguilar, otro peruano los dejó plantados, consiguió otro trabajo.
Cada mañana antes de regresar a casa, voy al bar a tomar desayuno, una taza de café con leche y unos churros, cojo el periódico y paso la vista por las noticias, mi vista baila confusa las imágenes. Vuelvo a casa y me siento frente a la pantalla, hago zapping de un canal a otro hasta que la noche se retira de mí y el sueño me invade, me voy a dormir. A las tres de la tarde, me despierto, vuelvo al zapping, mi mente se atosiga de imágenes que van y vienen, voces que invocan marcas, la ilusión me endulza, me trasporta, una brecha que taladra mi pensamiento, ¿me libera?
Otra vez llega la noche. La blackberry comienza a emitir mensajes. Bebo café, mi cerebro se acelera, estoy listo para iniciar mi recorrido. Voy en busca del primer aviso. Toco la puerta, no me abren, al cabo de un momento una muchacha abre la puerta, de aspecto descuidado, muy delgada, su rostro esta pálido, casi blanco; según indica la blackberry, ha llamado pidiendo ayuda, lleva un par de intentos de suicidio. Me recibe con la mirada ausente, intento hablarle y arrancarle algunas palabras pero en su casa solo se escucha mi voz, se le han terminado los ansiolíticos, lleva varios días dando vueltas, me muestra la caja de medicamentos vacía, a modo de súplica me pide más ansiolíticos: “solo quiero dormir” añade. No puedo prescribirle ansiolíticos, tiene que venir alguien, me quedo, le hablo con el corazón y siento su miedo como una ventana que se precipita al vacio, luego llora y me da el nombre de su hermana, la llamo, hablamos, vendrá inmediatamente, llega, la recibo y hablamos, le doy la receta, se quedará a cuidarla. Vuelvo a mis pacientes, tengo un retraso importante, me he quedado casi 2 horas con la muchacha. No importa, hay que seguir.
La blackberry no ha dejado de sonar, más niños, más ancianos, la gripe ha cubierto la ciudad, mientras el cansancio se asoma en un bostezo. Me paro un momento, bebo más café, cuando el sueño me asalta aspiro su aroma y me reconforta, después de haber saboreado un largo trago, el cansancio me abandona, me reincorporo a mis anuncios, la noche se dilata.
No me pagan, sigo sin enviar dinero a mi familia, también tengo que pagar mi piso. He llamado a la empresa, dicen que tienen problemas de liquidez, que pronto harán la transferencia. Cojo nuevamente el móvil, marco el número de Fernández, seguro que sabe algo más. Su voz está alterada y antes que pregunte, me dice:
Han comprado una nueva residencia geriátrica, acabo de enterarme.
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