lunes, 14 de enero de 2008

Clarice Lispector - Mirada de mujer


Clarice Lispector (1925 – 1977) es una escritora brasileña, nacida en Ucrania, su familia migra a Brasil cuando ella contaba con dos años.
El mundo de la introspección, la palabra y el límite de la palabra y por ello su gran preocupación por el lenguaje. Su mirada es esencialmente femenina, ella capta las sensaciones, los detalles, las emociones y todo lo que rodea el mundo femenino. El mundo cotidiano, todo lo que carece historia. En suma, el mundo de la mujer, ese mundo que durante siglos ha pasado desapercibido. Y, son esos detalles imperceptibles al ojo corriente lo que van engrandeciendo la narrativa de la escritora brasileña.
“La Hora de la estrella” es un libro maravilloso desde el inicio. La dedicatoria una verdadera joya. La historia de Macabea una mujer insignificante, hubiera podido ser el texto de un folletín pero la descripción de sentimientos como imágenes congeladas llegan al fondo del abismo humano y nos abren grietas. El grito de lo no dicho con palabras. A continuación los dejo con el texto escogido:

LA HORA DE LA ESTRELLA(novela) - texto escogido

DEDICATORIA DEL AUTOR (En verdad, Clarice Lispector)

He aquí que dedico esto al viejo Schumann y a su dulce Clara, que hoy ya son huesos, ay de nosotros. Me dedico a un color bermejo, muy escarlata, como mi sangre de hombre en plenitud y, por lo tanto, me dedico a mi sangre. Me dedico sobre todo a los gnomos, enanos, sílfides y ninfas que habitan mi vida. Me dedico a la añoranza de mi antigua pobreza, cuando todo era más sobrio y digno, y yo no había comido langosta. Me dedico a la tempestad de Beethoven. A la vibración de los colores neutros de Bach. A Chopin que me reblandece los huesos. A stravinsky que me llenó de espanto y con quien volé en fuego. ¿A Muerte y transfiguración, donde Richard Strauss me revela un destino? Sobre todo me dedico a las vísperas de hoy y a hoy, al velo transparente de Debussy, a Marlos Nobre, a Prokófiev, a Carl Orff, a Schönberg, a los dodecafonistas, a los gritos ásperos de los electrónicos; a todos esos que en mí tocaran regiones aterradoramente inesperadas, a todos esos profetas del presente y que me vaticinaron a mí mismo hasta el punto de que en este instante estallo en: yo. Ese yo que son ustedes porque no aguanto a ser nada más que yo, necesito de los otros para mantenerme en pie, tonto que soy, yo torcido, en fin, qué hacer sino meditar para caer en aquel vacío pleno que sólo se alcanza con la meditación. Meditar no tiene que dar resultados: la meditación puede verse como fin de sí misma. Medito sin palabras y sobre la nada. Lo que me confunde la vida es escribir.
Y..., y no olvidar que la estructura del átomo no se ve pero se conoce. Sé muchas cosas que no he visto. Y ustedes también. No se puede presentar una prueba de la existencia de lo que es más verdadero, lo bueno es creer. Creer llorando.
Esta historia ocurre en un estado de emergencia y de calamidad pública. Se trata de un libro inacabado porque le falta la respuesta. Respuesta que, espero, alguien en el mundo me dará. ¿Ustedes? Es una historia en tecnicolor, para que tenga algún adorno, por Dios, que yo también lo necesito. Amén por todos nosotros.
Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por mi desesperación y mi cansancio, ya no soporto la rutina de ser yo, y si no existiese la novedad continua que es escribir, me moriría simbólicamente todos los días. Pero estoy preparado para salir con discreción por la puerta trasera. He experimentado casi todo, aun la pasión y su desesperanza. Ahora sólo querría tener lo que hubiera sido y no fui.
Parece que conozco los menores detalles de esa norestina, como si viviera con ella. Bien lo adiviné de ella: se me pegó a la piel como un dulce pegajoso o como lodo negro. Cuando era niño leí el cuento de un viejo que tenía miedo de cruzar un río. Entonces llegó un hombre joven; también quería pasar a la otra margen. El viejo aprovechó para decirle:
-¿Me puedes llevar? ¿Puedo ir montado en tus hombros?
El joven dijo sí y ya hecha la travesía le avisó:.....
-Ya hemos llegado, ahora puedes bajar..
Pero el viejo respondió muy astuto y avisado:
-¡Ah, eso no! ¡Es tan bueno ir montado aquí como voy, que nunca más te dejaré!
Pues la mecanógrafa no se quiere bajar de mis hombros. Ahora mismo compruebo que la pobreza es fea y promiscua. Por eso no sé si mi relato va a ser..., ¿a ser qué? No sé nada, todavía no me he animado a escribirlo. ¿Tendrá acontecimientos? Los tendrá. ¿Pero cuáles? Tampoco lo sé. No estoy tratando de crear en ustedes una expectativa ansiosa y voraz: es que realmente no sé lo que me espera, tengo un personaje en ebullición entre las manos, y se me escapa a cada instante, con la pretensión de que yo lo recupere.
He olvidado decir que todo lo que ahora estoy escribiendo está acompañado por el estruendo enfático de un tambor batido por un soldado. En el momento mismo en que empiece el relato, al punto callará el tambor.
Veo a la norestina mirándose en el espejo y -un toque de tambor- en el espejo aparece mi cara cansada y barbuda. Hasta ese extremo nos intercambiamos. No hay duda de que ella es una persona física. Y además un hecho: se trata de una chica que nunca se miró desnuda porque tenía vergüenza. ¿Vergüenza por pudor o por ser fea? También me pregunto cómo es que voy a dar en cuatro patas en el hecho y en los hechos. Lo que ocurre es que de repente me fascinó lo figurativo: creo la acción humana y me estremezco. También quiero lo figurativo tal como un pintor que sólo pintase colores abstractos querría demostrar que lo hacía por su gusto, y no por no saber dibujar. Para dibujar a la chica tengo que dominarme, y para poder captar su alma tengo que alimentarme con frugalidad de frutas y beber vino blanco helado, porque hace calor en este cubículo en que me he recogido y desde el que tengo la veleidad de querer ver el mundo. También he tenido que abstenerme de sexo y de fútbol. Sin hablar de que no me comunico con nadie. ¿Volveré algún día a mi vida anterior? Lo dudo mucho. Ahora advierto que olvidé decir que entre tanto no leo nada para no contaminar con suntuosidades la simplicidad de mi lenguaje. Porque, como he dicho, la palabra se tiene que parecer a la palabra, instrumento mío. ¿O no soy un escritor? En verdad, más bien soy un actor, porque con sólo una forma de puntuar logro malabarismos de entonación, hago que la respiración ajena me acompañe en el texto.
También olvidé decir que la relación que en breve tendrá que comenzar -pues ya no soporto la presión de los hechos-, la relación que en breve tendrá que comenzar está escrita bajo el patrocinio del refresco más popular del mundo y que ni por ésas me paga nada, el refresco ése difundido en todos los países. Sin embargo, fue el que patrocinó el último terremoto de Guatemala. A pesar de tener el gusto del olor de la laca de uñas, del jabón Aristolino y de plástico mascado. Nada de eso impide que todos lo amen con servilismo y sumisión. También porque -y voy a decir ahora una cosa difícil que sólo yo entiendo-, porque esa bebida que tiene coca es hoy. Es el medio del que dispone una persona para actualizarse y pisar en la hora presente.
En cuanto a la muchacha, ella vive en un limbo impersonal, sin alcanzar lo peor ni lo mejor. Ella vive, tan sólo, aspirando y espirando, aspirando y espirando. A decir verdad, ¿para qué más? Su vivir es ralo. Sí. ¿Pero por qué me siento culpable? Y procuro aliviarme del peso de no haber hecho nada concreto en beneficio de la muchacha. Muchacha ésta -y veo que ya casi estoy en el relato-, muchacha ésta que dormía con una enagua de brin en la que había manchas bastantes sospechosas de sangre pálida. Para dormir en las frías noches de invierno, se enroscaba sobre sí misma, recibiendo y dándose su poco calor. Dormía con la boca abierta porque tenía la nariz tapada, dormía exhausta, dormía hasta el nunca.
Debo agregar algo que importa mucho para la comprensión del relato: es que está acompañado desde el principio hasta el fin por un levísimo y constante dolor de muelas, cosa de dentina expuesta. Afirmo también que la narraciónserá acompañada igualmente por el violín plañidero que, justo en una esquina, toca un hombre delgado. Su cara es estrecha y amarilla, como si él ya estuviese muerto. Y tal vez lo esté.
Todo esto lo he dicho con tantas dilaciones por temor de haber prometido demasiado y dar tan sólo lo simple y lo poco. Porque esta historia es casi nada. La cuestión es empezar de golpe, así como yo me echo de golpe al agua gélida del mar, para enfrentar con una valentía suicida el frío intenso. Ahora voy a empezar por la mitad diciendo que........
... que ella era incompetente. Incompetente para la vida. Le faltaba la habilidad de ser hábil. Sólo de una manera vaga se daba cuenta de una especie de ausencia que tenía de sí en sí misma. Si hubiese sido una criatura capaz de expresarse, habría dicho: el mundo está fuera de mí, yo estoy fuera de mí. (Va a ser difícil escribir este relato. A pesar de no tener nada que ver con la muchacha, me tendré que escribir todo a través de ella, entre mis espantos. Los hechos son sonoros, pero entre los hechos hay un susurro. Y ese susurro es lo que me impresiona.)
Le faltaba la habilidad de ser hábil. Tanto que (explosión) no argumentó nada en su propio favor cuando el jefe de la firma de representación de poleas le avisó con brutalidad (brutalidad que ella parecía provocar con su cara de tonta, un rostro que pedía una bofetada), con brutalidad, que sólo iba a mantener en su puesto a Gloria, su compañera, porque ella se equivocaba demasiado al escribir a máquina, además de manchar siempre el papel. Eso dijo el. En cuanto a la muchacha, pensó que por respeto se debe responder algo y habló ceremoniosa a su jefe, que era su amor oculto:
-Discúlpeme por la molestia.
El señor Raimundo Silveira -que a esas alturas ya le había dado la espalda- se volvió un poco sorprendido por la delicadeza inesperada, y algo en la cara casi sonriente de la mecanógrafa le hizo decir con menos grosería en la voz, aunque a disgusto:
-Bien, puede que no la despida ahora mismo, tal vez sea dentro de un tiempo.
Después de recibir el aviso, fue al servicio, para estar sola porque se sentía toda aturdida. Se miró maquinalmente en el espejo que colgaba sobre el lavabo sucio y desconchado, lleno de pelos, algo concordante con su vida. Le pareció que el espejo opaco y oscurecido no reflejaba ninguna imagen, ¿Acaso se habría esfumado su existencia física? Pero esa ilusión óptica se desvaneció y entrevió la cara deformada por el espejo ordinario, la nariz que parecía enorme, como la nariz de cartón de un payaso. Se miró y pensó al pasar: tan joven y ya oxidada.
(Hay los que tienen. Y hay los que no tienen. Es muy simple: la muchacha no tenía. ¿No tenía qué? No es más que eso mismo: no tenía. Si se tercia que me entiendan, está bien. Si no, también está bien. ¿Pero por qué hablo de esa chica, cuando lo que más deseo es el trigo de pura madurez y oro en el estío?)
Cuando era pequeña, su tía, aplicándole el castigo del miedo, le había dicho que el hombre vampiro -el que chupa la sangre de las personas mordiéndoles las carnes tiernas de la garganta- no se reflejaba en los espejos. No estaría del todo mal lo de ser vampiro, porque le iría bien un poco de rubor de sangre en su cara amarillenta, ella, que parecía que no tuviese sangre, a menos que en algún momento la derramara.
La chica tenía hombros curvos, como los de una zurcidora. De niña había aprendido a zurcir. Se hubiese sentido mucho más a gusto entregada a esa tarea primorosa de recomponer hilos, tal vez de seda. O de lujo: satén bien brillante, un beso de almas. Zurcidorica mosquito. Cargar como una hormiga un grano de azucar. Era tan insignificante como una idiota, sólo que no lo era. No sabía que era desventurada. Era, porque tenía fe. ¿En qué? En ustedes, pero no es necesario tener fe en alguien o en algo, basta con tener fe. Eso a veces le daba un estado de gracia. Nunca había perdido la fe.
(Esta muchacha me incomoda tanto que me he quedado vacío. Estoy vacío de esta chica. Me incomoda tanto más cuando menos exige. Tengo rabia. Una ira como para tirar vasos y platos y romper cristales. ¿Cómo vengarme? O mejor, ¿cómo compensarme? Ya lo sé: queriendo a mi perro, que tiene más comida que esa chica. ¿Por qué no reacciona ella? ¿Dónde está su fibra? No tiene, es dulce y obediente.)
Vio entonces dos ojos enormes, redondos, saltones e interrogativos -tenía la mirada de quien tiene un ala herida-, tal vez un problema de tiroides, ojos que preguntaban. ¿A quién interrogaba? ¿A Dios? Ella no pensaba en Dios, Dios no pensaba en ella. Dios es de quien consigue llegar a Él. En la irreflexión aparece Dios. No hacía preguntas. Adivinaba que no hay respuestas. ¿Iba a ser tan tonta de preguntar? ¿Y recibir un "no" en la cara? Tal vez una pregunta vacía valiese tan sólo para que un día nadie pudiera decir que ni siquiera había preguntado. A falta de quien le respondiese, ella misma parecía haberse contestado: es así porque es así. ¿Existe en el mundo otra respuesta? Si alguien sabe alguna mejor, que se presente y la diga; hace años que espero.
Entre tanto, las nubes son blancas y el cielo es todo azul. Para que tanto Dios. Por qué no un poco para los hombres.
Ella había nacido con malos precedentes y ahora parecía una hija de no-sé-qué con aire de pedir disculpas por no ocupar un espacio. En el espejo, distraída, examinó de cerca las manchas de su cara. En Alagoas se llamaban panos, decían que venían del hígado. Ocultaba las manchas con una capa espesa de polvo blanco y, si se veía medio revocada, era mejor que verse pardusca. Toda ella estaba un poco sucia, porque raro era que se lavase. De día llevaba la falda y blusa y de noche dormía con la enagua. Una compañera de cuarto no sabía cómo advertirle que olía a mugre. Y como no sabía, se quedó en eso, porque tenía miedo de ofenderla. Nada en ella era iridiscente, aun cuando la piel de su cara tuviese entre las manchas un ligero brillo de ópalo. Pero no importaba. Nadie la miraba en la cale, ella era café frío.
Así pasaba el tiempo para esta chica. Se sonaba la nariz en el dobladillo de la enagua. No tenía esa cosa delicada que se llama encanto. Sólo yo la veo encantadora. Sólo yo, su autor, la amo. Sufro por ella. Y sólo yo puedo decirle así: "¿Qué habrá que me pidas llorando y yo no te dé cantando?" Esa muchacha no sabía que ella era lo que era, tal como un cachorro no sabe que es cachorro. Por eso no se sentía infeliz. Lo único que quería era vivir. No sabía para qué, no se lo preguntaba. Quien sabe, tal vez encontraba que había una ínfima gloria en vivir. Pensaba que una persona está obligada a ser feliz. De modo que lo era. ¿Antes de nacer ella era una idea? ¿Antes de nacer estaba muerta? ¿Y después de nacer iba a morir? Pero qué fina tajada de sandía.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta Clarice Lispector. Todo lo que yo diga es poco y como ella mismo dijo "La palabra que falta para completar un pensamiento pude llevar media vida en aparecer".

EG dijo...

En estos días estoy rodeada de sus libros, Descubrimientos, Revelación de un mundo y La Hora de la Estrella, me acompañan.
Qué buen comentario dejó Andrés!
Saludos María

batalla de papel dijo...

Andrés tiene toda la razón.
Me alegra que estes rodeada de sus libros, cuando la descubrí, compré todos los libros que encontré, siempre la tengo a mi lado, la necesito constantemente, está llena de luz. Te dejo con una cita de Agua Viva:
"Soy consciente de que todo lo que sé no lo puedo decir, sólo puedo pintando o pronunciando sílabas ciegas de sentido."

Un abrazo mi querida amiga.