Foto de Johanna Knauer
Toni Morrison
Jazz – fragmento
Ssst… yo
conozco a esa mujer. Vivía rodeada de pájaros en la avenida Lenox. También
conozco a su marido. Se encaprichó de una chiquilla de dieciocho años y le dio
uno de esos arrebatos que te calan hasta lo más hondo y que a él le metió
dentro tanta pena y tanta felicidad que mató a la muchacha de un tiro sólo para
que aquel sentimiento no acabara nunca. Cuando la mujer, que se llama Violet,
fue al entierro para ver a la chica y acuchillarle la cara sin vida, la
derribaron al suelo y la expulsaron de la iglesia. Entonces echó a correr, en
medio de toda aquella nieve, y en cuanto estuvo de vuelta en su apartamento
sacó a los pájaros de las jaulas y les abrió las ventanas para que emprendiesen
el vuelo o para que se helaran, incluido el loro, que decía: «Te quiero.»
(...)
Hubo una
tarde, allá en 1906, antes de que Joe y Violet emigrasen a la Ciudad, en que
Violet soltó el arado y se dirigió a su casita, agobiada aún por el calor del
día. Vestía un mono de faena y una descolorida camisa sin mangas, que se quitó
despacio junto con el pañuelo que le cubría la cabeza. Sobre una mesa cercana a
los fogones de la cocina había una palangana esmaltada, moteada de blanco y
azul y con el borde desportillado. Cubierta por una toalla cuadrada para
protegerla de los insectos, la palangana estaba llena de agua limpia. Con las
palmas hacia arriba, extendidos los dedos, Violet hundió las manos en el agua y
se salpicó el rostro. Repitió la operación varias veces hasta que, mezclada el
agua con el sudor, se refrescaron su frente y sus mejillas. Luego mojó la
toalla y se lavó cuidadosamente todo el cuerpo. Del alféizar de la ventana tomó
una enagua blanca, salida de la colada aquella mañana, e introdujo en ella la
cabeza y los hombros. Finalmente se sentó en la cama a desenredarse el cabello.
La mayoría de los lazos que se había puesto al comenzar el día se habían
aflojado debajo del pañuelo y ahora tenía la cabeza cubierta de mechones
lanosos, suaves al tacto, que hacían estremecer sus dedos. Sentada allí, con
las manos tendidas en el vedado placer de acariciarse el cabello, se dio cuenta
de que no se había quitado las recias botas que usaba para trabajar. Empujando
con la punta de la bota izquierda el tacón de la derecha, la hizo caer al
suelo. El esfuerzo le pareció exagerado, y a la ligera sorpresa de descubrir lo
cansada que estaba se añadió la sensación de que una especie de amplio
sombrero, grande y blando, tan gastado y deslustrado como la habitación en que
se encontraba, descendía sobre ella. Violet ya no se enteró del momento en que
su hombro tocaba el colchón. Bastante antes de ello había entrado en un sueño
apacible, profundo, seguro, adornado de imágenes coloristas. El calor era
implacable, insinuante. Como las voces de las mujeres que en las casas próximas
cantaban «Baja, baja, baja hacia las tierras de Egipto…» requebrándose unas a
otras de patio a patio con una estrofa o su variante.
Joe había
pasado dos meses ausente, en Crossland, y cuando llegó a casa y se asomó a la
puerta vio el oscuro cuerpo juvenil de Violet relajado sobre la cama. Apareció
a sus ojos frágil y delicado, accesible por todas partes con excepción de un
pie, el izquierdo, que conservaba puesta la bota de hombre. Sonriendo, se quitó
el sombrero de paja y se sentó en el extremo del lecho. Con una mano ella se
cubría el rostro; la otra reposaba en su muslo. Contempló sus uñas, duras como
la piel de las palmas, y por primera vez observó lo bien formadas que tenía las
manos. El brazo que asomaba, flexionado, por la manga blanca de la enagua era
musculoso a causa del trabajo en el campo, sumamente delgado, pero terso como
el de una niña. Desanudó los cordones de la bota y se la quitó con suavidad.
Aquello debió transmitir una sensación grata a su sueño, porque Violet
inmediatamente rió, y con una risa ligera y feliz que él no le había oído hasta
entonces, pero que parecía muy propia de ella.
Cuando
las veo ahora no son de color sepia todavía, mientras van perdiendo sus
contornos a la luz de una tarde futura. Atrapadas a medio camino entre lo que
fue y lo que debió ser. Para mí son reales. Perfectamente enfocadas y
chispeantes de vida. Me pregunto si sabrán que son el sonido de los dedos bajo
los sicomoros que bordean las calles. Cuando los trenes llegan a la estación y
se paran los motores, quienes escuchan con atención pueden oírlo. Incluso
cuando no están allí, cuando en bloques enteros de casas del centro urbano y
desde hectáreas enteras de barrios residenciales cubiertos de césped, hacia Sag
Harbor, no pueden verles, el chasquido sí está. En los zapatos de tirilla en T
de las jovencitas de Long Island, en los flecos centelleantes de las faldas
audazmente cortas que se agitan y balancean al son de una música que embriaga
más que el champaña. Está en los ojos de los viejos que contemplan a las
muchachas y en los de los jóvenes que las exhiben a su lado. Está en la
elegante postura de los hombres que ocultan las manos en los bolsillos del
pantalón de su esmoquin. Hombres de blancas dentaduras y cabello liso peinado
con raya en medio. Y que cuando toman del brazo a las muchachas de tirilla en T
y las conducen lejos del gentío y de las luces demasiado intensas, es aquel
chasquido, aquel castañeteo lo que los empuja a desviarse hacia los portales
oscuros mientras la gramola suena en el salón. El repiqueteo de aquellos dedos
y oscuros los lleva hacia Roseland, hacia Bunny’s; hacia los paseos de suelo
entablado que bordean la orilla del mar. A lugares contra los que sus padres
han prevenido a las muchachas y que hacen estremecer a sus madres cuando
piensan en ellos. Tanto las advertencias como los temores provienen de los
dedos, del castañeteo que no cesa. Y de la sombra. Empujada hacia determinadas
calles, limitada en otras, haciendo que sus habitantes suspiren aliviados y
duerman tranquilos, la sombra se extiende, precisamente allí, al borde del
sueño, o se filtra por las fisuras al interior de una risa ahogada. Está ahí
fuera en el seto de aligustre que delimita la avenida. Se escurre por las
habitaciones como si estuviera poniendo un poco de orden aquí, enderezando algo
allá. Se acumula en el bordillo de la acera, las manos cruzadas, disimulando su
sonrisa bajo un sombrero de ala ancha. Sombra. Protectora, útil. O a veces no;
a veces parece estar al acecho más que rondar gentilmente, y su expansión no es
una forma de abrirse sino un incremento que hay que contener a bastonazos.
Antes de que sus dedos chasquen o tabaleen o crujan.
Algunas
de aquellas personas lo saben. Las afortunadas. Dondequiera que vayan son como
el reloj mágico con las manecillas del mismo tamaño para que nunca descubras
qué hora es, aunque sí oigas el tictac, el tabaleo, el chasquido.
Yo
comencé por creer que la vida estaba hecha simplemente para que el mundo
dispusiera de alguna pauta para reflexionar sobre si mismo, pero descubrí que
había perdido el rumbo con los seres humanos porque la carne, incluso atrapada
en el sufrimiento, se aferra a ella, a la vida, con placer. Se aferra a los
manantiales y al cabello rubio de un niño; tan pronto inhalaría el dulce fuego
provocado por una muchacha ardiente como asiría la mano que, quizá sí quizá no,
se le tiende. Yo he dejado ya de creer en aquello. Aquí falta algo. Algo
engañoso. Algo más que tienes que imaginar antes de llegar a una conclusión.
Es bonito
que unas personas adultas se hablen en susurros bajo la colcha. Su éxtasis es
el suspiro de un pétalo, nunca el rebuzno de un asno, y el cuerpo es el medio,
no el fin. Anhelan, los adultos, algo que está más allá, más allá y muy muy
hundido por debajo del tejido. Mientras susurran recuerdan las muñecas de feria
que ganaron y los barcos de Baltimore en que no navegaron nunca. Las peras que
dejaron colgar de la rama porque si las cogían desaparecían de allí, ¿y quién
más gozaría de aquellos frutos maduros si ellos se las llevaban para su
exclusivo provecho? ¿Cómo podrían, quienes pasaran por el lugar, verlas e
imaginar para sus adentros cuál sería su aroma? Respirando y murmurando bajo la
colcha que ambos han lavado y colgado a secar, en una cama que eligieron juntos
y juntos han conservado sin que importe que una pata se apoye sobre un
diccionario de 1916 a manera de cuña, y cuyo colchón, curvado como la palma de
la mano de un predicador que pide testimonio en nombre de Dios, los ha acogido
cada noche, todas las noches, y ha envuelto su susurrante y antiguo amor.
Están
debajo de la colcha porque ya no tienen que mirarse más; no hay ya ojos de
semental ni mirada de hembra casquivana que los trastornen. Están cada uno
dentro de la mente del otro, unidos y atados por las muñecas de feria y los
navíos que zarparon de puertos que ellos no llegaron a ver. Esto es lo que hay
debajo de sus murmullos confidenciales.
Pero hay
también otra parte no tan secreta. La parte que hace que se rocen los dedos de
ambos cuando uno pasa la taza o el platillo al otro. La parte que cierra el
broche del escote de ella mientras esperan la llegada del tranvía; y que sacude
con la mano alguna mota de su traje de sarga azul cuando salen del cine a la
luz del atardecer.
Yo
envidio su amor público. Yo misma sólo lo he conocido en secreto y he deseado
con ansia, oh, con qué ansia, exhibirlo, poder decir en voz muy alta lo que
ellos no necesitan ni decir: Que te he amado únicamente a ti, que he entregado
todo mi ser atolondrado a ti y a nadie más. Que quiero que tú también me ames y
me lo demuestres. Que amo la forma en que me abrazas, lo cerca de ti que me
dejas estar. Me gustan tus dedos que se mueven y vuelven a moverse, levantando,
volviendo, revolviendo. He mirado tu cara durante muchísimo tiempo, y echaba de
menos tus ojos cuando te alejabas de mí. Hablarte y escuchar tu respuesta: ahí
está el cosquilleo del placer.
Pero esto
yo no puedo decirlo en voz alta; no puedo contarle a nadie que llevo
esperándolo toda mi vida y que haber sido elegida para esperar es precisamente
la razón de que me haya sido posible esperar tanto. Si fuera capaz te lo diría.
Diría que me creases, que me recreases. Eres libre de hacerlo y yo soy libre de
permitírtelo porque mira, mira. Mira donde están tus manos. Ahora.
Jazz
(1992)
Traducción:
Jordi Gubern
Biografía
Toni
Morrison nació en Estados Unidos en Ohio en 1931 dentro del seno de una familia
negra pobre. Su verdadero nombre es Chloe Antony Wolford. Estudio en la
Universidad de Howard y en Cornell. Fue profesora de inglés y Humanidades en
las universidades de Texas, Howard y en la Estatal de Nueva York. También
trabajó como editora literaria en Random House.
Estuvo
casada con Harold Morrison y publica con ese apellido.
Nota mía: Toni Morrison es capaz de adentrarse en sus personajes herederos de la cultura afroamericana, cargados de grandes contradicciones, sus raíces como esclavos y el sufrimiento del racismo y la pobreza. Ella nos lleva de la mano de unos personajes fracturados por el sufrimiento y la injusticia social. Su prosa está dotada de delicadeza y la fuerza de sus imágenes nos conmueven. El año pasado leí por primera vez "The Bluest eye" (el ojo más azul), desde entonces la sigo.
Premios
Premio Nobel
de Literatura 1993
Premio
Pulitzer de Novela 1988
Publicaciones
Volver
2012, Una bendición 2008, Amor 2003, Paraíso 1998, Jazz 1992, Jugando en la
oscuridad 1992, Beloved 1987, La isla de los caballeros 1981, La canción de
Salomón 1977, Sula 1973 Ojos azules 1970
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