Ensueño de año nuevo
De:
Sidonie Gabrielle Colette
Las tres
volvemos a casa, empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastor flamenca.
Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas; en
la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable, y la perra de pastor
centellea toda, desde su puntiagudo hocico a su cola semejante a una
cachiporra.
Salimos
para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío, rarezas
parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi
barrio desierto, corrimos como tres locas, y las fortificaciones hospitalarias,
las calumniadas fortificaciones presenciaron, desde la avenida de Ternes al
bulevar Malesherbes, nuestra jadeante alegría de perros en libertad. Nos
inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo
violáceo agitado por torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro
salpicado de luces rosadas, detrás de un velo tejido con miles y miles de
moscas blancas, vivas, frías como flores deshojadas, que se derruían en los
labios, en los ojos, suspendidas por un momento las pestañas, del vello de las
mejillas. Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta, fiable, que huía
bajo nuestros pies con un acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los
ojos, galopamos, ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de
sorbete avainillado y polvoriento.
Sentadas
ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El recuerdo de la noche,
de la nieve, del viento desencadenado detrás de la puerta, se funde lentamente
en nuestras venas y vamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de
las largas caminatas.
La perra
de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su dignidad de loba
amaestrada, su seriedad falsa y cortes. Escucha, con una oreja, el susurro de
la nieve a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo
de las cucharas de la antecocina. Su nariz afilada palpita, y sus ojos color
cobre, abiertos, fijos en el fuego, se mueven incesantemente, de derecha a
izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo. Yo estudio, un
poquito recelosa, a esa recién llegada, esa perra femenina y complicada que
guarda bien, ríe raramente, se conduce como persona sensata, con una impenetrable
mirada. Sabe mentir, robar; pero grita, sorprendida, como una jovencita
asustada, y casi enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas
caderas, esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida y
su reserva aristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi vida, y
quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.
Mi
pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con fiebre en el
hocico y las patas. La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del
almuerzo no he vuelto a verle la punta de la nariz, hundida en el pelo de su
vientre. Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente
a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma.
Un año
más... ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada
de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril
solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba, cambió
para mí la forma de los años. El año ya no es ese sendero serpenteante, esa
cinta desenrollada que de enero ascendía a la primavera, subía, subía al verano
para florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras azules,
salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendía a un otoño oloroso,
brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y caza, luego se internaba
en un invierno seco, sonoro, espejeante de lagunas heladas, de nieve rosada
bajo el sol... Después la cinta ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta
romperse en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre los
dos años como flor de escarcha: el día de Año Nuevo.
Una niña
muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que vivía en el campo entre
árboles y libros y que no conoció ni deseó costosos juguetes; he aquí lo que veo
al inclinarme esta noche sobre mi pasado. Una niña supersticiosamente
encariñada con las fiestas de las estaciones, con las fechas señaladas por un
regalo, una flor, un pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecía
paganamente las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del
huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los altares
-siringas, acónitos, manzanillas-, del vástago de avellano coronado por una
crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y plantado en los linderos del
campo, al que protege del granizo. Una niñita prendada del pastel de cinco
cuernos, cocido y comido el día de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del
asfixiante olor de la iglesia, durante el mes de María.
Anciano
sacerdote sin malicia que me distes la comunión, ¿pensabas que esa niña
silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el milagro, el inaprensible
movimiento del chal azul que ceñía a la Virgen? ¿Verdad? ¡Yo me comportaba de
forma tan juiciosa! Es cierto que pensaba en milagros, pero... no los mismos
que tú. Adormilada por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el
perfume mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo vivía, bondadoso
hombre, sin malicia, en un paraíso que no podías imaginar, poblado de mis dioses,
de mis animales habladores, de mis ninfas y de mis sátiros. Y yo te escuchaba
hablar de tu infierno, pensando en el orgullo del hombre que, por sus crímenes
de un instante, inventó el infierno eterno. ¡Ah, cuánto tiempo hace!
Mi
soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me devolverán el
escalofrío de antaño, cuando acechaba, durante la larga noche, el lejano
estremecimiento, entreverado con los latidos de mi corazón, del tambor
municipal, despertando con el día nuevo a la aldea dormida. Temía, llamaba,
desde la profundidad de mi lecho de niña, a ese tambor en la noche helada, a
eso de las seis, con una angustia nerviosa próxima al llanto, apretadas las
mandíbulas, el vientre contraído. Sólo este tambor, y no las doce campanadas de
la medianoche, daba para mí la brillante apertura del nuevo año, el
advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba, suspendido al
primer rran del viejo tapín de mi aldea.
Pasaba,
invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su viva y fúnebre
alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida, nueva y saltando hacia doce
meses nuevos. Liberada, yo saltaba de mi cama con la vela, corría a las
felicitaciones, los besos, los bombones, los libros con cantos dorados. Abría
la puerta a los panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta
mediodía, grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los
pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda que recibían
sin humildad y sin gratitud.
Mañanas
de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y áspero de antes de
nacer el día, jardín adivinado en la oscura alba, disminuido, cubierto de
nieve, abetos abrumados que dejabais resbalar, de hora en hora, el fardo de tus
brazos negros, abanicazos de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos
en medio de un polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la
irisada bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un día de
invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño el que busco
en este espejo ovalado, cogido con mano distraída, y no mi rostro de mujer, de
mujer joven a la que pronto abandonará su juventud.
Hechizada
aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras
soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una
lozana niña enmorenecida por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas
elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a
fruncirse, una boca cuyas astutas comisuras desmentía el breve labio ingenuo.
¡Ay, sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se
deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi imagen que
es igual, completamente igual a mí, señalada de ligeros arañazos, finalmente
grabada en los párpados, en las comisuras de los labios, entre las obstinadas
cejas. Una imagen que ni sonríe ni se entristece, y que murmura para sí solita:
«Hay que
envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que
envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como
recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus parpados, tus labios,
levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de
tu vida; no lo olvides: ¡hay que envejecer! Aléjate lentamente, lentamente, sin
lágrimas, no olvides nada. Llévate tu salud, tu alegría, tu atildamiento, el
poco de bondad y justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete
engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible camino; en
vano lo intentarías. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino, tiéndete sólo para
morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás
de ti no dejaste, uno a uno, tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni
tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz
maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu
mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme
privilegiada...»
Rêverie de
nouvel an
Toutes trois nous rentrons poudrées, moi, la petite bull
et la bergère flamande… Il a neigé dans les plis de nos robes, j’ai des
épaulettes blanches, un sucre impalpable fond au creux du mufle camard de
Poucette, et la bergère flamande scintille toute, de son museau pointu à sa
queue en massue.
Nous étions sorties pour contempler la neige, la vraie
neige et le vrai froid, raretés parisiennes, occasions, presque introuvables,
de fin d’année… Dans mon quartier désert, nous avons couru comme trois folles,
et les fortifications hospitalières, les fortifs décriées ont vu, de l’avenue
des Ternes au boulevard Malesherbes, notre joie haletante de chiens lâchés. Du
haut du talus, nous nous sommes penchées sur le fossé que comblait un
crépuscule violâtre fouetté de tourbillons blancs ; nous avons contemplé
Levallois noir piqué de feux roses, derrière un voile chenillé de mille et
mille mouches blanches vivantes, froides comme des fleurs effeuillées,
fondantes sur les lèvres, sur les yeux, retenues un moment aux cils, au duvet
des joues… Nous avons gratté de nos dix pattes une neige intacte, friable, qui
fuyait sous notre poids avec un crissement caressant de taffetas. Loin de tous
les yeux, nous avons galopé, aboyé, happé la neige au vol, goûté sa suavité de
sorbet vanillé et poussiéreux…
Assises maintenant devant la grille ardente, nous nous
taisons toutes trois. Le souvenir de la nuit, de la neige, du vent déchaîné
derrière la porte, fond dans nos veines lentement et nous allons glisser à ce
soudain sommeil qui récompense les marches longues…
La bergère flamande, qui fume comme un bain de pieds, a
retrouvé sa dignité de louve apprivoisée, son sérieux faux et courtois. D’une
oreille, elle écoute le chuchotement de la neige au long des volets clos, de
l’autre elle guette le tintement des cuillères dans l’office. Son nez effilé
palpite, et ses yeux couleur de cuivre, ouverts droit sur le feu, bougent
incessamment, de droite à gauche, de gauche à droite, comme si elle lisait…
J’étudie, un peu défiante, cette nouvelle venue, cette chienne féminine et
compliquée qui garde bien, rit rarement, se conduit en personne de sens et
reçoit les ordres, les réprimandes sans mot dire, avec un regard impénétrable
et plein d’arrière-pensées… Elle sait mentir, voler – mais elle crie, surprise,
comme une jeune fille effarouchée et se trouve presque mal d’émotion. Où
prit-elle, cette petite louve au rein bas, cette fille des champs wallons, sa
haine des gens mal mis et sa réserve aristocratique ? Je lui offre sa place à
mon feu et dans ma vie, et peut-être m’aimera-t-elle, elle qui sait déjà me
défendre…
Ma petite bull au cœur enfantin dort, foudroyée de
sommeil, la fièvre au museau et aux pattes. La chatte grise n’ignore pas qu’il
neige, et depuis le déjeuner je n’ai pas vu le bout de son nez, enfoui dans le
poil de son ventre. Encore une fois me voici, en face de mon feu, de ma
solitude, en face de moi-même…
Une année de plus… À quoi bon les compter ? Ce jour de
l’An parisien ne me rappelle rien des premier janvier de ma jeunesse ; et qui
pourrait me rendre la solennité puérile des jours de l’An d’autrefois ? La
forme des années a changé pour moi, durant que, moi, je changeais. L’année
n’est plus cette route ondulée, ce ruban déroulé qui depuis janvier, montait
vers le printemps, montait, montait vers l’été pour s’y épanouir en calme
plaine, en pré brûlant coupé d’ombres bleues, taché de géraniums éblouissants,
– puis descendait vers un automne odorant, brumeux, fleurant le marécage, le
fruit mûr et le gibier, – puis s’enfonçait vers un hiver sec, sonore, miroitant
d’étangs gelés, de neige rose sous le soleil… Puis le ruban ondulé dévalait,
vertigineux, jusqu’à se rompre net devant une date merveilleuse, isolée,
suspendue entre les deux années comme une fleur de givre le jour de l’An…
Une enfant très aimée, entre des parents pas riches, et
qui vivait à la campagne parmi des arbres et des livres, et qui n’a connu ni
souhaité les jouets coûteux voilà ce que je revois, en me penchant ce soir sur
mon passé… Une enfant superstitieusement attachée aux fêtes des saisons, aux dates
marquées par un cadeau, une fleur, un traditionnel gâteau… Une enfant qui
d’instinct ennoblissait de paganisme les fêtes chrétiennes, amoureuse seulement
du rameau de buis, de l’œuf rouge de Pâques, des roses effeuillées à la
Fête-Dieu et des reposoirs – syringas, aconits, camomilles – du surgeon de
noisetier sommé d’une petite croix, bénit à la messe de l’Ascension et planté
sur la lisière du champ qu’il abrite de la grêle… Une fillette éprise du gâteau
à cinq cornes, cuit et mangé le jour des Rameaux ; de la crêpe, en carnaval ;
de l’odeur étouffante de l’église, pendant le mois de Marie…
Vieux curé sans malice qui me donnâtes la communion, vous
pensiez que cette enfant silencieuse, les yeux ouverts sur l’autel, attendait
le miracle, le mouvement insaisissable de l’écharpe bleue qui ceignait la
Vierge ? N’est-ce pas ? J’étais si sage !… Il est bien vrai que je rêvais
miracles, mais… pas les mêmes que vous. Engourdie par l’encens des fleurs
chaudes, enchantée du parfum mortuaire, de la pourriture musquée des roses,
j’habitais, cher homme sans malice, un paradis que vous n’imaginiez point,
peuplé de mes dieux, de mes animaux parlants, de mes nymphes et de mes
chèvre-pieds… Et je vous écoutais parler de votre enfer, en songeant à
l’orgueil de l’homme qui, pour ses crimes d’un moment, inventa la géhenne
éternelle… Ah ! qu’il y a longtemps !…
Ma solitude, cette neige de décembre, ce seuil d’une
autre année ne me rendront pas le frisson d’autrefois, alors que dans la nuit
longue je guettais le frémissement lointain, mêlé aux battements de mon cœur,
du tambour municipal, donnant, au petit matin du 1er janvier, l’aubade au
village endormi… Ce tambour dans la nuit glacée, vers six heures, je le
redoutais, je l’appelais du fond de mon lit d’enfant, avec une angoisse
nerveuse proche des pleurs, les mâchoires serrées, le ventre contracté… Ce
tambour seul, et non les douze coups de minuit, sonnait pour moi l’ouverture
éclatante de la nouvelle année, l’avènement mystérieux après quoi haletait le
monde entier, suspendu au premier rrran du vieux tapin de mon village.
Il passait, invisible dans le matin fermé, jetant aux
murs son alerte et funèbre petite aubade, et derrière lui une vie recommençait,
neuve et bondissante vers douze mois nouveaux… Délivrée, je sautais de mon lit
à la chandelle, je courais vers les souhaits, les baisers, les bonbons, les
livres à tranches d’or… J’ouvrais la porte aux boulangers portant les cent
livres de pain et jusqu’à midi, grave, pénétrée d’une importance commerciale,
je tendais à tous les pauvres, les vrais et les faux, le chanteau de pain et le
décime qu’ils recevaient sans humilité et sans gratitude…
Matins d’hiver, lampe rouge dans la nuit, air immobile et
âpre d’avant le lever du jour, jardin deviné dans l’aube obscure, rapetissé, étouffé
de neige, sapins accablés qui laissiez, d’heure en heure, glisser en avalanches
le fardeau de vos bras noirs, – coups d’éventail des passereaux effarés, et
leurs jeux inquiets dans une poudre de cristal plus ténue, plus pailletée que
la brume irisée d’un jet d’eau… Ô tous les hivers de mon enfance, une journée
d’hiver vient de vous rendre à moi ! C’est mon visage d’autrefois que je
cherche, dans ce miroir ovale saisi d’une main distraite, et non mon visage de
femme, de femme jeune que sa jeunesse va, bientôt, quitter…
Enchantée encore de mon rêve, je m’étonne d’avoir changé,
d’avoir vieilli pendant que je rêvais… D’un pinceau ému je pourrais repeindre,
sur ce visage-ci, celui d’une fraîche enfant roussie de soleil, rosie de froid,
des joues élastiques achevées en un menton mince, des sourcils mobiles prompts
à se plisser, une bouche dont les coins rusés démentent la courte lèvre
ingénue… Hélas, ce n’est qu’un instant. Le velours adorable du pastel
ressuscité s’effrite et s’envole… L’eau sombre du petit miroir retient
seulement mon image qui est bien pareille, toute pareille à moi, marquée de
légers coups d’ongle, finement gravée aux paupières, aux coins des lèvres,
entre les sourcils têtus… Une image qui ne sourit ni ne s’attriste, et qui
murmure, pour moi seule : « Il faut vieillir. Ne pleure pas, ne joins pas des
doigts suppliants, ne te révolte pas il faut vieillir. Répète-toi cette parole,
non comme un cri de désespoir, mais comme le rappel d’un départ nécessaire.
Regarde-toi, regarde tes paupières, tes lèvres, soulève sur tes tempes les
boucles de tes cheveux : déjà tu commences à t’éloigner de ta vie, ne l’oublie
pas, il faut vieillir !
Éloigne-toi lentement, lentement, sans larmes ; n’oublie
rien ! Emporte ta santé, ta gaîté, ta coquetterie, le peu de bonté et de
justice qui t’a rendu la vie moins amère ; n’oublie pas ! Va-t’en parée,
va-t’en douce, et ne t’arrête pas le long de la route irrésistible, tu
l’essaierais en vain, – puisqu’il faut vieillir ! Suis le chemin, et ne t’y
couche que pour mourir. Et quand tu t’étendras en travers du vertigineux ruban
ondulé, si tu n’as pas laissé derrière toi un à un tes cheveux en boucles, ni
tes dents une à une, ni tes membres un à un usés, si la poudre éternelle n’a
pas, avant ta dernière heure, sevré tes yeux de la lumière merveilleuse – si tu
as, jusqu’au bout gardé dans ta main la main amie qui te guide, couche-toi en
souriant, dors heureuse, dors privilégiée… »
Sidonie Gabrielle Colette
Biografía
Sidonie-Gabrielle
Colette (Saint-Sauveur-en-Puisaye, 28 de enero de 1873 - París, 3 de agosto de
1954), más conocida como Colette, fue una novelista, periodista, guionista,
libretista y artista de revistas y cabaré francesa. Adquirió celebridad
internacional por su novela Gigi, llevada al cine por Vincente Minnelli en 1958
y, siendo miembro de la Academia Goncourt desde 1945, la llegó a presidir entre
1949 y 1954 y fue condecorada con la Legión de Honor.
Obras
Primera
edición de Claudine à l'école.
Existe
una edición de sus Obras completas en español (Barcelona: Plaza y Janés, 1963,
2 vols.).
1900-1903:
Claudine
1904:
Dialogues de bêtes ("Diálogos de animales")
1907: La
Retraite sentimentale ("El retiro sentimental")
1908: Les
Vrilles de la vigne ("Los zarcillos de la viña")
1909:
L'Ingénue libertine ("La ingenua libertina")
1910: La
Vagabonde ("La vagabunda")
1913:
L'Entrave ("El obstáculo")
1913:
L'Envers du music-hall ("El reverso del music-hall")
1916: La
Paix chez les bêtes ("La paz en la casa de los animales")
1917: Les
Heures longues ("Las largas horas")
1918:
Dans la foule ("En la muchedumbre")
1919: Mitsou ou Comment l'esprit vient aux filles
("Mitsú o Cómo el carácter viene a las muchachas")
1920:
Chéri ("Querido")
1922: La
Chambre éclairée ("La cámara oscura", florilegio de artículos
publicados en los diarios a fines de la I Guerra Mundial)
1922: La
Maison de Claudine ("La casa de Claudina")
1923: Le
Blé en herbe ("El trigo verde")
1924: La
Femme cachée ("La mujer oculta")
1926: La
Fin de Chéri ("El final de Querido")
1928: La Naissance du jour ("El surgir del
día")
1929: me
("Mí")
1930:
Sido ("Sidó")
1932: Le
Pur et l'Impur ("Lo puro y lo impuro; retrato literario de Renée Vivien)
1933: La Chatte ("La gata")
1934: Duo ("Dúo")
1936: Mes Apprentissages ("Mis aprendizajes")
1936:
Splendeur des papillons, ("Esplendor de mariposas")
1937:
Bella-Vista ("Bella-Vista", relatos)
1938: La
Jumelle noire ("La jungla negra", cuatro volúmenes de críticas
teatrales y cinematográficas: I, 1934; II, 1935; III, 1937; IV, 1938)
1939: Le
Toutounier (seguida de Duo)
1940:
Chambre d'hôtel ("Habitación de hotel")
1943: Le
Képi ("El Quepis")
1943:
Nudité ("Desnudez")
1944:
Gigi
1946:
L'Étoile Vesper ("El lucero vespertino")
1941:
Julie de Carneilhan
1941: Journal à rebours ("Diario a contrapelo")
1944:
Paris de ma fenêtre ("París desde mi ventana")
1949: Le
Fanal bleu ("El farol azul)
1992:
Histoires pour Bel-Gazou ("Historias para Bel-Gazou", novelas),
Hachette, ilustrado por Alain Millerand.
2010:
Colette journaliste: Chroniques et reportages (1893-1945), textos periodísticos
inéditos.
2011:
J'aime être gourmande, presentación de G. Bonal y F. Maget, introducción de G.
Martin, colección Carnets, L'Herne, París.
Fuente de la Biografía: Wikipedia
Fuente relato: Alba Learning
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